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El descubrimiento del mal en el mundo y en sí mismo es una de las grandes pesadumbres que aguardan a cada hombre que nace. El mal habita el mundo y nos habita; su presencia, su asechanza y su fuerza portentosa son para el hombre un enigma. La misma Naturaleza tiene una faz maligna. Escenario permanente de caza y de muerte, la matanza cotidiana no le basta, y de cuando en cuando hace estragos y siembra la Tierra de lacería y de dolor.

Al enigma del mal, la Biblia responde en el Génesis con un breve y fascinante apólogo, cuyos componentes son conocidos: Un mandato arbitrario — como todos— referido a un árbol y a su fruta, una serpiente parlante, insidiosa y astuta, una mujer sensual y ambiciosa, un hombre débil que condesciende a la mujer, el quebrantamiento del mandato de Dios, la percepción sensible de la condición caída —nascimur inter faecem et urinam— y la condena de Adán y de su estirpe.

Las consecuencias de la Caída son, para el hombre, el trabajo y la muerte. «Con el sudor de tu frente comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás». Para la mujer, los dolores del parto y el yugo del hombre. «Con dolor parirás los hijos, hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará». Quiere la tradición que la Naturaleza quedase herida por la Caída y que sea la Caída la que explique su faz terrible. Durante el Medioevo se pensó, en este sentido, que el lenguaje de los papagayos era un vestigio del paraíso, donde todos los animales, como la astuta serpiente, hablaban. La Caída los habría despojado de la facultad del lenguaje.

En su literalidad, el apólogo bíblico deja, sin embargo, intacto el problema del origen del mal, porque no oculta que el pecado de Adán es consecuencia de la extraña presencia en el paraíso de la serpiente y de su inteligencia tentadora. Eva y Adán cedieron a la tentación de la serpiente, mas la serpiente estaba en el paraíso para tentarlos y vencerlos.

La Caída se presenta así como un enigma que abre tantos interrogantes como cierra y ante el que seguramente sólo la aceptación callada del misterio, el silencio perplejo, es respetuosa respuesta. Bien mirado, todo el apólogo del Génesis es una advertencia contra la voluntad de saber, contra el inútil empeño humano de sondear los designios de Dios, que es el Inescrutable. La Caída es la pena que corresponde al que ha querido saber, al que no ha aceptado la limitación en el conocimiento que el Creador ha impuesto. «De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio».

Nunca un llamamiento a la humildad y al silencio ha sido tan vulnerado, pues la historia entera de la teología cristiana, desde la primera gran construcción de Agustín de Hipona, es una glosa del pecado original en la que se enfrentan y suceden visiones distintas del origen del mal y del libre albedrío. Si para Pelagio el pecado original no menoscaba la libertad del hombre que puede o no seguir el ejemplo de Adán, para Agustín cada hombre hereda del primer padre la naturaleza caída, nace sujeto a la concupiscencia y con el albedrío limitado. Sólo Adán fue para el santo —verdadero inventor del pecado original— un hombre libre, que «usando mal de su libre albedrío se perdió y lo perdió». Si para Lutero — y mutatis mutandi también para Calvino — «el pecado original no deja al libre albedrío otra posibilidad que la de pecar y ser condenado» y el bautismo no altera nuestra naturaleza corrompida, «infectada, emponzoñada por el veneno del pecado», el Concilio de Trento solemnemente declara que «si alguno niega que los niños recién nacidos participan del pecado original de Adán» o niegue que éste «se perdona por la gracia de nuestro Señor Jesucristo que se confiere en el Bautismo, sea anatema». Si para Jansenio desde la Caída la salvación del hombre es pura liberalidad de Dios, a la que el esfuerzo humano nada puede añadir, para los jesuítas, con Molina a la cabeza, el hombre posee «la gracia suficiente que aporta al hombre todo lo necesario para hacer el bien», pero que no es eficaz más que mediante la decisión libre. Y etcétera… ningún otro pasaje bíblico ha sido tan escrutado, ninguno ha sido tan trascendente — detrás de cada debate evocado hay un cisma —para la historia religiosa de Occidente.[[wysiwyg_imageupload:1555:height=84,width=200]]

Hay quien ha escrito que el pecado original se repite constantemente, a cada instante (José de Maistre), en cada hombre cada día. La Historia bien podría corroborar esta intuición porque el hombre lejos de aquietarse ante el enigma del mal, sigue empeñado en sondearlo. Al escribir estas breves líneas, pienso que quizás también ellas sean, al cabo, un ejercicio de soberbia y una mezquina aportación a la Caída.

No sólo los teólogos, también los escritores atraídos por el mal, y particularmente los poetas, han hecho del pecado original centro de sus obsesiones. El caso más fascinante es el de Baudelaire que no concibe otro progreso que el de «la disminución de la huella del pecado original» y para quien los errores estéticos del siglo XVIII son fruto de la negación del pecado original, pero no es el único. La huella de la Caída está muy presente en toda la poesía de Eliot que, según cuentan sus biógrafos, vivió el misterio de Adán con particular intensidad.

Entre las genialidades de Pascal está la de haber visto en la Caída la única explicación solvente a nuestra miseria. Sería, precisamente, nuestra miseria la prueba del primer pecado, el irrefutable testimonio de la Caída. Quizás quepa, parafraseándolo, encontrar en la vida otras pruebas de la Caída menos terribles. Cada hombre lleva en sí mismo una inefable nostalgia del Paraíso. Tan profunda es la nostalgia del Paraíso, como la incapacidad de concebirlo y de contarlo. La historia de la literatura y, sobre todo, la de la pintura, que confunde el paraíso con el vegetarianismo, creo, da buena cuenta de lo que digo. Quizás esta nostalgia inefable sea, como el lenguaje de los papagayos, también un vestigio del Edén.

Catedrático de Derecho del Trabajo. Universidad Complutense