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En 1748 se publicaba en Alemania Locuras de Europa, un opúsculo del diplomático español Diego de Saavedra Fajardo, fallecido en Madrid exactamente un siglo antes. Se trata de unas observaciones sobre la política exterior de los principales Estados europeos en los años anteriores a la paz de Westfalia, que consagraría el sistema de equilibrio entre los Estados como el fundamento básico de las relaciones exteriores en el Viejo Continente.

Cien años después de Westfalia, la hegemonía europea se estaba desplazando desde Francia a Gran Bretaña, países que habían estado una vez más en bandos opuestos al firmarse en 1748 la paz de Aquisgrán que puso fin a la Guerra de Sucesión de Austria. Sería cuestión de poco tiempo, con la paz de París en 1763, que los británicos asumieran el control de las colonias francesas de América del Norte. La hora de protagonismo francés en la escena internacional tocaba a su fin, si bien se recuperaría efímeramente con Napoleón. ¿Quién sabe si el impresor de esta obra póstuma de Saavedra Fajardo quería mostrar lo acertado de los juicios del español sobre la política exterior francesa, que tarde o temprano labraría su propia ruina.

Las interpretaciones sobre esta obra de Saavedra son de lo más dispares en las escasas monografías que se han hecho sobre ella. No obstante, no pretendemos hacer aquí un trabajo de análisis, literario o político, sino algunas reflexiones sobre la voluntad de hegemonía que siempre tiene aspectos trágicos como bien supieron exponer Plutarco o Shakespeare. Por lo demás, siempre será interesante recordar a un personaje un tanto olvidado, puesto de actualidad en el Año Saavedra Fajardo, conmemorativo del 360 aniversario de la muerte del diplomático murciano. Una destacada aportación de la Región de Murcia para presentar otros aspectos de la historia de España que no sean ese currículo minimalista reductor de nuestra historia a hechos cercanos al mito como la España medieval de las tres culturas, la Ilustración de Carlos III y la Segunda República.

Hay quien considera que Saavedra es un nostálgico de la idea imperial de los Austrias, un fiel servidor de Felipe IV que mantiene con entereza las posiciones de la monarquía católica, en un tiempo en el que un monarca como Felipe IV pretende asemejarse a los reyes de Israel o Judá que sufren derrotas militares como castigo de sus pecados. Así lo atestigua su correspondencia con sor María de Ágreda, donde se muestra convencido de que él, otro ungido del Señor, ha de hacer penitencia por ver si Dios aparta de su reino su mano justiciera. Pero Saavedra Fajardo, hombre de confianza de Felipe IV, no hace uso de estas poderosas imágenes del Antiguo Testamento. Sus consejos se asientan en la experiencia o el sentido común, que ha puesto al servicio de la monarquía española como propagandista. Su tarea no es la del análisis sosegado sino la de las respuestas urgentes, capaces de ejercer algún tipo de influencias en las diplomacias de otros Estados.

Los resultados tenían que ser forzosamente ingratos, pues los gobernantes de todos los tiempos suelen apostar por el corto plazo, aquello que reporte beneficios inmediatos. Son, por tanto, más dados a las tácticas que a las estrategias. Y es que por mucho que Saavedra advirtiera a Holanda, Suecia o la Santa Sede de los riesgos que les supondría a largo plazo la política hegemónica de Francia en Europa, no sería fácil que estos Estados cambiaran sus actitudes acomodaticias hacia los franceses. De una u otra manera, la constelación de Estados europeos, que se consolidará en Westfalia, acepta el triunfo de la teoría política del interés de los Estados, predominante en Francia, sobre todo argumento derivado del derecho natural. El interés es presentado como una victoria de la razón, aunque la realidad es que la única razón valorada era la de Estado, por mucho que Baltasar Gracián la descalificara con el lúcido calificativo de «razón de establo».

Locuras de Europa se nos presenta bajo la cobertura de la literatura fantástica: un diálogo entre el dios Mercurio y el filósofo Luciano de Samosata, prototipo del desengaño y del escepticismo. No hay, sin embargo, profundidad en los caracteres sino simple pretexto para exponer los criterios del autor, por entonces de vuelta de muchas cosas, y con una especie de fatiga intelectual, que acaba afectando a su estado físico, pues el 24 de agosto de 1648 fallece en el convento de los agustinos recoletos de Madrid, que estuvo en lo que hoy es la Biblioteca Nacional. La obra debió de escribirse en Münster hacia 1646, en los prolegómenos de la paz de Westfalia, cuando la representación española, de la que Saavedra formaba parte, debía conocer toda clase de penurias económicas y se sentiría desmoralizada al ver que los delegados del Imperio alemán buscaban sus propios intereses en vez de hacer causa común con los Austrias. Se asombra nuestro diplomático de la actitud de Alemania: «Que, pudiendo con la unión y concordia aspirar al dominio universal, se rinda por división a sus enemigos». Pero Saavedra sabe reflejar el ambiente de Münster en sencillos y esclarecedores términos: «La paz anda en las bocas, y la guerra en los corazones y las plumas». Así sólo se podía favorecer la arrogancia de los franceses, en nada dispuestos a firmar una paz con los españoles sino les favorecía por completo.

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De hecho, habría que esperar a la paz de los Pirineos (1659) para que Francia se sienta plenamente satisfecha, incluyendo la alianza forzosa que supone el casamiento de Luis XIV con la infanta María Teresa, hija de Felipe IV. Tiempo llegará para que los franceses se cobren los réditos de esta boda, exponente más del interés de Estado que de la tradicional política matrimonial de los Austrias, instrumento en el pasado de prevención de conflictos. El fracaso de los objetivos de la monarquía española en Europa explica el pronto olvido del opúsculo de Saavedra Fajardo y el que tardara más de un siglo en publicarse. No había conseguido su propósito de presentar la política de Francia como «capricho y conveniencia de uno solo». Otras delegaciones debieron leer el escrito del español e internamente pudieron darle la razón, pero nada más podía esperarse pues se estaba repitiendo la antigua fábula en la que todos los animales se unen contra el león viejo y cansado. En cambio, el león francés era joven y con plena capacidad para enseñar sus garras. El agotamiento le llegaría un siglo después.

No parece desacertado percibir en esta obra de Saavedra una cierta melancolía. El cetro imperial ha caído de manos de los Austrias, que apenas pueden aspirar a conservar lo que poseen. Se diría que nuestro autor ha captado que el empecinamiento en la aspiración hacia una monarquía universal sólo traerá nuevas guerras, en las que la victoria es tan incierta como costosa, y se agravará la condición de los súbditos con el riesgo de perder sus vidas y haciendas. Y es que Westfalia supone en sentido estricto el triunfo de la política sobre una visión del mundo en que lo religioso era el vínculo que unía al Estado y la sociedad. Si el Cristianísimo Rey de Francia ha optado por la razón de Estado, nuevo nombre de la Fortuna elogiada por Maquiavelo, el Rey Católico estaba destinado a quedarse solo en Europa.

La teoría del interés de los Estados parece haber desplazado a las enseñanzas sobre el derecho de gentes de la Escuela de Salamanca, aunque éstas no siempre coincidieran con la práctica de los gobernantes españoles. No es extraño que en la época de entreguerras, tras los horrores de la primera contienda mundial, hija del sistema de equilibrio entre las potencias, algunos juristas volvieran su pensamiento a las enseñanzas de los teólogos españoles del siglo XVI. Con Westfalia se impone en las relaciones interestatales un sistema de individualismo societario, por lo que no podemos hablar de locuras de Francia sino de locuras de Europa. No era sólo un problema de quien ostentara la hegemonía sino que todos los Estados adoptan similares comportamientos. De ahí que la paz se asentara en bases frágiles, las de un tablero de ajedrez en la que los jugadores están atentos al mínimo descuido del adversario.

En ese tablero se muestra en toda su crudeza esta situación descrita por el padre José, consejero de Richelieu: «¿Quién duda de que un soberano débil y mal obedecido de los suyos o una república agitada de desórdenes tengan menos consideración de sus vecinos y aliados y de todos los demás, que la que tendría si este príncipe se viera en un Estado floreciente bien servido y temido de los suyos, o si este señorío gozara en dulce paz de una perfecta y entera libertad?».

Saavedra, buen conocedor de la literatura política francesa a la que tenía que rebatir, habría asentido a este texto de 1624 porque cuando escribe Locuras de Europa está en marcha el proceso secesionista de Cataluña y Portugal. La decadencia de la España de los Austrias en Europa está marcada por síntomas de debilidad interna, y será una constante histórica que un papel marginal de España en la escena internacional esté asociado a problemas de cohesión interna, tanto políticos como territoriales. Lo refleja Saavedra en su opúsculo, pero sus razonables argumentos, con plena base histórica, de que a portugueses y catalanes no les convenía la independencia, difícilmente encontrarían acogida en la era del triunfo del interés de los Estados.

 

Saavedra Fajardo y la vulpeja

Don Diego Saavedra Fajardo era un hombre de mundo: había viajado mucho; representó a su rey en multitud de negocios diplomáticos; sabía lo que se podía decir ostensiblemente y lo que era preciso velar y disfrazar. Saavedra Fajardo abomina también de la vulpeja florentina. En su Idea de un príncipe político cristiano, él dice —empresa XLI— que el hombre debe obrar con equidad, no queriendo para otro lo que no quiera para sí. Y añade, lleno de profunda indignación: «De donde se infiere cuán impío y feroz es el intento de Maquiavelo, que forma a su príncipe con otro supuesto o naturaleza de león y de raposa, para que lo que no pudiese alcanzar con la razón, lo alcance con la fuerza y el engaño».

Esto dice Saavedra Fajardo, indignado y vejado por la doctrina de la redomada vulpeja florentina. Ahora, si leemos con cuidado su libro, veremos cómo también aquí asoma, bajo la piel del mastín, un hopo y un hocico que acaso dejan muy atrás a los de la raposa italiana. ¿Quién ha escrito el consejo de que «decir siempre la verdad sería peligrosa sencillez, siendo el silencio el principal instrumento de reinar»? ¿En qué libro está escrita la sentencia de que «ninguna cosa mejor ni más provechosa a los mortales que la prudente difidencia»? ¿Quién es el que celebra cierta astucia que con respecto a Gonzalo de Córdoba ejercitó Fernando el Católico, el cual «no tuvo ocasión para que entrase en su pecho sospecha alguna de la fidelidad del Gran Capitán, y con todo eso le tenía personas que de secreto notasen y advirtiesen sus acciones, para que penetrando aquella diligencia viviese más advertido en ellas»? ¿Quién ha trazado el apotegma de que «lo que no puede facilitar la violencia, facilite la maña, consultada con el tiempo y la ocasión»? Finalmente, y para no hacer enfadosa la materia, ¿qué autor, impío y feroz ha estampado la siguiente advertencia, que es una maravilla de astucia: «Ocultos han de ser los consejos y designios de los príncipes, con tanto recato, que tal vez ni aun sus ministros los penetren, antes los crean diferentes y sean los primeros que queden engañados, para que más naturalmente y con mayor eficacia, sin el peligro de la disimulación, que fácilmente se descubre, afirmen y acrediten lo que tienen por cierto, y beba el pueblo de ellos el engaño, con que se esparza y corra por todas partes»?

Sílaba por sílaba, es preciso leer esta sentencia para ver toda la profundidad y complejidad psicológica que encierra.

El político, capítulo XIX, Azorín

Analista de política internacional, escritor y profesor de política comparada.