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El más famoso laberinto de la historia -y de la mitología- fue el de Creta. Lo había diseñado el sabio e ingenioso inventor griego de nombre Dédalo por encargo del rey local, que se llamaba Minos. No existía ningún plano de ese laberinto ni se veía que tuviera una estructura discernible. Una vez dentto de él resultaba imposible salir. Todo el mundo se perdía enere recovecos y aparentes caminos que no conducían a ninguna parte. Pero se había edificado con una arquitectura sólida y con el propósito de que ocurriera eso. Durante una generación entera, por lo menos, sirvió a las finalidades que habían inspirado su creación.

Este breve comentario no se propone tratar de mitología helénica, sino de política. Aquí y ahora, los españoles se encuentran con que, sin que se sepa bien por qué ni para qué, el actual Gobierno y la heterogénea y proteica mayoría parlamentaria que lo apoya, probablemente sin quererlo ellos mismos, han instalado en el centro de la vida pública de la nación un nuevo laberinto, en el que mucha gente anda más desorientada y sin salida que los legendarios cretenses de la época de Minos.

Durante los cinco meses que llevan en el poder las ministras y ministros socialistas y sus socios del «tripartito» se han dedicado a deshacer las decisiones y proyectos del Gobierno anterior. Han dado un vuelco a la política exterior, han cancelado el plan hidrológico nacional y los contratos e inversiones que estaban en marcha, han suspendido la Ley de Educación, desorientando a docentes y escolares; han retirado un millar de soldados de Iraq para mandar otros tantos a Afganistán y unos guardias civiles e infantes de Marina a Haití; y no muchas cosas más en el orden de los hechos. Pero sus diversos portavoces han sido pródigos en declaraciones, en no pocas ocasiones contradictorias, acerca de lo que se han propuesto o les gustaría llevar a cabo como programa de gobierno.

Sólo han manifestado un amplio consenso en que las cosas de España iban casi todas mal y que la culpa de esa penosa situación la tenía el presidente Aznar. Basta vivir en nuestro país y abrir los ojos a la realidad para comprobar que lo primero es falso. Y, si se compara la España del 2004 con la de ocho años antes, se llega a la conclusión de que la gestión de los gobernantes anteriores es altamente meritoria.

De todo lo que han dicho o anunciado los actuales responsables del poder se deduce que lo que querrían realizar ellos y sus socios sigue tres grandes líneas de fuerza. Una es el cambio constitucional, que debería conducir a la sustitución del actual Estado de las autonomías por una especie de «Estado compuesto» integrado por piezas tan distintas entre sí como las del ajedrez: unas serían torres, otras caballos o alfiles y las demás peones. Cada una de ellas con sus propias reglas y diversidad de movimientos e incluso de estrategias.

Pero resulta que ese proyecto es de imposible cumplimiento, si se respeta mínimamente la legalidad vigente y aceptada. El Título Xde la que suele llamarse Carta Magna es detallado y «garantista». Incluso una iniciativa de la Asamblea de una comunidad autónoma que se acogiera al artículo 87 de la Constitución habría de seguir los trámites del mencionado Título X, más exigentes todavía si la reforma pudiera afectar a los Títulos I y II, dentro del último de los cuales está el orden de la sucesión de la Corona. No hay Gobierno, ni siquiera el de ahora, que quiera una demasiado pronta disolución de las Cortes y, además, un referéndum. Por eso en las últimas semanas sólo a algunos catalanes que querrían desgajar su partido regional del PSOE de la nación se les deja decir algo de eso.

De no menos difícil realización son los planes legislativos o de administración que tengan un contenido económico de carácter público o privado. Algunas leyes particulares, que tienen una razón de ser histórica y no sólo están amparadas por la Constitución y los Estatutos .de Autonomía (o el Amejoramiento del Fuero de Navarra), sino que gozan de la general y pacífica aceptación de la totalidad de la nación, nadie las somete a discusión. Un nuevo orden fiscal y financiero repartido en diecisiete poderes territoriales es de imposible implantación por razones técnicas y políticas. Ninguna comunidad en su sano juicio lo quiere ni la opinión pública, omás bien la «conciencia pública», como decía Balmes, lo admitiría. Algo semejante se podría decir de la Caja Única de la Seguridad Social, cuyo hipotético desmembramiento generaría desigualdades y agravios que dañarían seriamente la unidad del país, con perjuicio de asegurados y pensionistas, que son la totalidad de la población.

Lo mismo podría decirse de esa especie de «renacionalización» de las empresas privatizadas que cotizan en bolsa y tienen poderosos accionistas de referencia, con respecto de las que se ha apuntado a remociones de sus gestores para sustituirlos por amigos políticos de ideología intervencionista, si bien esto parece que por ahora queda en stand-by.

Pero hay un tercer campo en el que el «tripartito» o «cuatripartito» de Madrid parece llegar fácilmente a acuerdos por razones ideológicas y por la decidida voluntad de intervencionismo intelectual que les caracteriza en asuntos civiles o humanos que afectan directamente ala persona, a la familia y a la comunidad social: un divorcio rápido de quita y pon, la desnaturalización del matrimonio, la falta de respeto por la vida de los no nacidos y la aceleración de la muerte…

Desde una visión antropológica, no ya espiritual sino simplemente humanista, eso representaría la reducción de la vida humana a un proceso mecánico o, para gente que no piensa mucho, auna biología algo más sofisticada que la de los vertebrados superiores.

A un plazo, que no puede ser corto pero tampoco infinitamente largo, esas políticas arrastrarían consigo una corrupción de los valores. Si la verdad no es la verdad sino lo que en algún momento acuerden el voto de una ocasional mayoría probablemente efímera, lo mismo ocurriría con la moral social. Se acabaría minando la historia, el pensamiento, la filosofía, y hasta la creación artística. Yo creo que no sólo la oposición sino la mayor parte de los votantes -y no pocos de los políticos que apoyan al Gobierno- querrían evitar que eso ocurriera en España, como de alguna manera sucedió en los totalitarismos del pasado siglo en Europa y en Asia. Ese es el laberinto en que los españoles no deben perderse.

Fundador de Nueva Revista