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Algo se ha roto. Los políticos independentistas afirman que existe una fractura emocional entre una parte importante de catalanes y el resto de españoles. Y esto es un implícito reconocimiento de que algo se ha roto entre los propios catalanes. Coincidiendo con la peor crisis económica de nuestra vida, la sociedad catalana ha vivido desde 2012 un proceso de división social artificiosamente inducido por una cuña político-mediática. Quizá esta fractura no se perciba en aquellos entornos más monolíticos y de mayor euforia independentista o quizá no interese su reconocimiento a aquellos que nos quieren hacer creer que convertir a compatriotas en extranjeros es la gran fiesta de la democracia. No obstante, la división existe y curar las heridas sociales debería ser la prioridad de una política responsable. Así pues, debemos denunciar al actual separatismo como lo que es, un populismo que aprovecha el sufrimiento para hacer negocio electoral; debemos ser contundentes en la defensa de la democracia y el Estado de derecho, al mismo tiempo que con espíritu reformista abrimos la puerta al diálogo sincero y leal, por una parte y, por otra, articulamos una alternativa política creíble que supere claramente al independentismo.Sin embargo, todo ello resultará ser un simple parche si no reconocemos la necesidad de una doble reconciliación: una reconciliación entre catalanes y una reconciliación entre éstos y el resto de españoles.

El actual momento de hartazgo es, sin duda, mucho mejor que el enfrentamiento que parecía dibujarse hace tan sólo un par de años, pero no debemos caer en la tentación de creer que todo está solucionado. Los más astutos abandonan el barco procesista y pronto veremos a muchos negar haber participado de todo este tinglado; mas el establishment independentista no desistirá. Sus menguantes expectativas electorales y la mediocridad de sus liderazgos les han llevado a concluir que no hay vuelta atrás, que cuanto peor, mejor, y que si incrementan la tensión política volverán a movilizar a los fatigados. Pero esta radicalidad es cada vez más percibida por los catalanes como insensatez y más en un contexto como el actual, de recuperación económica, pero también de grandes desafíos globales que requieren cooperación e interdependencia. Habiendo puesto en riesgo la convivencia en Cataluña, los políticos independentistas podrían ser vistos más como un problema que como una solución para los propios catalanes y, si los no nacionalistas fuéramos capaces de crear un relato de reconciliación que superase el independentismo por elevación, éste podría volver a reducirse a su mínima expresión. Cierto: no será fácil. Hoy las grandes narrativas capaces de crear cierto consenso respecto a los objetivos del país parecen irrepetibles. La fragmentación de la opinión pública premia el odio al enemigo inventado y castiga una virtud tan importante en democracia como la empatía. Se trata de una dinámica populista que no sólo dinamita el pacto burkeano con las generaciones pasadas y futuras, sino que también socava la capacidad de entendimiento con nuestros compatriotas.

Esta realidad no debería empujarnos al desánimo, sino a redoblar nuestros esfuerzos de comprensión y de construcción de puentes. La reconciliación sólo puede pasar por los reconocimientos mutuos, por descubrir que la diversidad de identidades y sentimientos no es una amenaza, sino una riqueza, y que reconocerlas nos hace más libres, porque sólo en una sociedad que respeta el pluralismo puede florecer la libertad. La doble reconciliación pasa por el reconocimiento de la diversidad, pero, cuidado, con un pluralismo bien entendido. Existen varias maneras de gestionar la diversidad y algunas de ellas, aunque bienintencionadas, podrían no colaborar ni con la reconciliación, ni con el respeto a las libertades individuales. A simple vista multiculturalismo y pluralismo podrían parecer concepciones similares, pero, como bien indicó Giovanni Sartori, son antitéticas.

La primera manera, la multicultural, es la de algunos de los que en Cataluña se autodenominan federalistas. Es ver España como un mosaico donde cada una de sus regiones o nacionalidades es una tesela monocolor. Proponen que la Generalitat de Cataluña tenga competencias exclusivas sobre cultura, lengua y educación, sin que el Estado tenga nada que decir.  Las propuestas de blindajes lingüísticos y culturales pueden hacerse con la buena voluntad del apaciguamiento, pero no suponen reconciliación, sino la creación de compartimentos estancos, guetos culturales, que separarían las realidades catalanas y españolas haciéndolas internamente monolíticas y cada vez más artificialmente diferentes. Este poder en manos de los nacionalistas significaría el principio del fin del pluralismo dentro de Cataluña. Significaría acelerar un proceso de distanciamiento en el que llevan años trabajando. Sólo hay que ver en que se ha convertido el Estado belga tras décadas de cesión a los nacionalistas y cómo las sociedades flamenca y valona se han distanciado hasta el punto en que un matrimonio mixto es una sorprendente excepción. Así, la recurrente idea de nación de naciones –nunca se nos dice cuántas- podría ofrecer una visión plural del conjunto de España, pero estaría lejos de defender el pluralismo, ya que lo eliminaría en cada una los territorios, haciendo a los individuos menos libres que en la situación actual. En realidad, ese federalismo de blindajes no deja de ser un nacionalismo light. Un primer paso hacia una separación definitiva y nada que ver con otros federalismos. Por ejemplo, en Quebec los federalistas luchan contra el nacionalismo y no abogan en favor de la compartimentación, sino del pluralismo en todos los niveles. A mi modo de ver, esta sería una concepción más acertada para superar los nacionalismos.

La solución no pasa, pues, por blindajes competenciales que favorezcan la exclusión, sino por el reconocimiento de los pluralismos que garanticen la libertad individual. Reconocer el pluralismo de España, sí; pero también el de Cataluña y esto es algo que no parece estar en el debate actual, que suele confundir Cataluña con independentismo. Nuestro país no sería el mosaico de teselas monocolor, sino un bello cuadro impresionista donde los colores se entremezclan, donde no se imponen figuras definidas, sino que las pinceladas matizan diferentes realidades. En Cataluña el pluralismo pasa por reconocer que tan catalán es el que tiene como lengua materna el catalán como el que se expresa en castellano. Y en España pasa por una defensa de todas nuestras lenguas cooficiales, incluida la catalana, como propia. Normalizar su uso en las instituciones sin dejar de reconocer la ventaja de poseer una lengua común como el castellano o español. Y también hacer visible que el Estado español es el propio de los catalanes con una presencia en Cataluña más visible que la habida en las últimas décadas, escuchando a esa sociedad catalana no nacionalista que haya podido sentirse desamparada y colaborando con la Generalitat para resolver legítimas demandas o problemas que afecten a todos los catalanes. Significa más pinceladas catalanas en el resto de España y más españolas en Cataluña. Un Estado que defienda la cultura catalana como propia y una Generalitat que no excluya lo español.

Hoy la idea de España podría no sólo representar la libertad para aquellos catalanes que no comulgamos con el nacionalismo, también podría ejercer un atractivo pluralismo para aquellos catalanistas que no se sienten cómodos con la actual deriva radical de la Generalitat independentista. Por consiguiente, es necesario fortalecer un patriotismo bien entendido, lo que vendría a definir Ángel Rivero, en su libro La constitución de la nación, como “un principio de simpatía hacia los compatriotas, vinculado a la defensa común de la libertad individual”; a diferencia del nacionalismo que es “un principio de exclusión hacia los compatriotas y hacia los extranjeros, en nombre de un sujeto colectivo abstracto”. Por tanto, mientras el “nacionalismo sólo permite la incorporación por asimilación: haciendo que lo diferente se vuelva igual”, los que defendemos la nación de ciudadanos estamos defendiendo “un instrumento de integración política” donde los individuos pueden realizar su libertad, en lugar de sacrificarla, y sentirse como son en toda su complejidad.

Estar orgullosos de nuestra pluralidad sería, de este modo, un buen antídoto contra los fanatismos. Además, ésta es una riqueza en un mundo globalizado, ya que los países acostumbrados a respetar la pluralidad cultural son capaces de jugar mejor sus cartas en el escenario internacional. Si el patriotismo liberal español es capaz de enlazar claramente con el pluralismo integrador, el actual nacionalismo catalán correrá con la desventaja de representar un proyecto excluyente y contrario al signo de los tiempos. La doble reconciliación será, así, más probable.