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Con su videojuego atascado, la élite independentista catalana regresa a la pantalla del referéndum. Así, reconocen implícitamente el fracaso de aquellas elecciones autonómicas travestidas de plebiscito y apuestan por un discurso aparentemente democrático que ensanche la base social más allá del nacionalismo, ya que si repiten mil veces que esto va de democracia igual se autoconvencen y, de rebote, consiguen que a algún demócrata de buena fe le tiemblen las piernas y caiga en la trampa del referéndum de secesión o un sucedáneo.

El marketing independentista siempre ha jugado con términos confusos, significantes vacíos al puro estilo populista, como el jurídicamente inexistente derecho a decidir. Trampa para incautos. En democracia tiene poco sentido reivindicar el derecho a decidir porque éste es consustancial a aquélla. Decidimos periódicamente, y últimamente con una frecuencia inusitada, quiénes serán nuestros representantes a nivel municipal, autonómico, estatal y europeo. De hecho, la pretensión secesionista nos llevaría a los catalanes a no poder elegir a nuestros representantes en las instituciones españolas y europeas, por lo que decidiríamos menos.

El liberal Salvador Millet i Bel definió a Francesc Cambó como “un fanático de la claridad” y lo contraponía a aquéllos que en Cataluña son tan dados a la oscuridad, a los “toxicómanos de la ambigüedad”, concepto que extrajo de un escrito de Milan Kundera. El nacionalismo siempre ha usado subterfugios para no hablar claramente de independencia, desde transición nacional hasta estado propio, buscando la confusión de los federalistas, pues también son estados Baviera o Chiapas. Con este bagaje, no es de extrañar que ahora usen el confuso derecho a decidir para darle pátina democrática a lo que es populismo puro y duro. Y es que el concepto es confuso en todos los sentidos. En primer lugar, porque decidir es un verbo transitivo y necesitaría un objeto directo que nunca pronuncian. Decidir qué. ¿Las fronteras? ¿La autodeterminación?

No hay ninguna constitución en el mundo que permita votar las fronteras. Se vota dentro de ellas, pero no sobre ellas, ya que, si eso fuera posible, la democracia y el estado de bienestar serían impracticables. Las minorías usarían la amenaza del referéndum como veto a los procedimientos realmente democráticos. Así, si las regiones pudieran separarse unilateralmente de un Estado, se usaría ese derecho como un arma de chantaje para conseguir privilegios, lo que acabaría con la democracia, al no ser todos los ciudadanos iguales ante la ley, y con el estado de bienestar al hacerlo insostenible.

Más aún. Como señala Stéphane Dion, “todos los ciudadanos son, en cierto sentido, propietarios de todo el país, con su potencial de riquezas y de solidaridad humana. Ningún grupo de ciudadanos puede tomar la iniciativa de monopolizar la ciudadanía en una parte del territorio nacional, ni despojar a sus conciudadanos, contra su voluntad, de su derecho de pertenecer plenamente al conjunto del país. Todos los ciudadanos deberían estar en condiciones de transmitir a sus hijos este derecho de pertenencia. En términos abstractos, ese derecho nunca debería ser cuestionado en una democracia”. Así, es lógico que Naciones Unidas sólo admita el derecho de autodeterminación en supuestos como el colonialismo, la guerra o la vulneración masiva de derechos humanos. No hace falta argumentar mucho para entender que los catalanes no entramos en esa casuística.

Pero ya puestos, no sólo analicemos el objeto directo que sigue al verbo decidir, miremos también quién es para la élite independentista el sujeto que decide. En democracia cada elección tiene su demos  y que una parte elija sobre el todo en aquello que afecta al todo no parece muy democrático. Además, en caso de victoria secesionista esa parte le estaría quitando derechos políticos a los perdedores, por lo que si el derecho a decidir, tal y como lo entienden los nacionalistas existiera, por reciprocidad las minorías perdedoras también deberían tener derecho a separarse o a permanecer unidas a la mayoría anterior. De esta manera, no se dejarían de crear nuevas minorías, quizás basadas en otro tipo de pertenencia (religiosa, racial, lingüística) que atomizarían la democracia hasta hacerla impracticable. No obstante, lo más probable es que los secesionistas triunfantes acabaran con el derecho a decidir al día siguiente de su victoria, demostrando que tal derecho nunca existió, sino que era una simple tapadera para conseguir sus objetivos políticos.

Esta actuación entraría dentro de la lógica del poder, dado que los referéndums que no sirven para refrendar acuerdos de consenso, como fue el de la actual Constitución española, son más propios de políticos que aborrecen el pluralismo y que saben que quien convoca la consulta tiene el dominio para dirigir el debate hacia sus intereses, favoreciendo así a las minorías organizadas (como sería el independentismo) y no a las mayorías más difusas y menos movilizadas. Por eso, referéndums y plebiscitos son instrumentos del agrado de políticos autoritarios. Como indicó Ralf Dahrendorf, “el verdadero significado de autodeterminación es que los hombres sean capaces de participar en la construcción de su propio destino, esto es, que vivan es sociedades democráticas”. En este sentido, los catalanes ya estamos autodeterminados. El problema es cuando algunos pervierten el concepto de autodeterminación para dividir la democracia. En este caso, concluyó Dahrendorf, los proyectos de estos políticos “no significan más libertad, sino más poder en manos de demagogos y potentados regionales”.

Hemos planteado el qué y el quién. Ahora cabe preguntarnos sobre el cómo. ¿Es un referéndum una manera de decidir más democrática que la parlamentaria? No lo parece. La democracia directa no es un paso hacia delante respecto a la democracia representativa. En algunos casos el uso de algunos elementos participativos podría ser un complemento, como lo es en Suiza, pero tal y como lo plantean los populistas es un claro paso atrás. El resultado de los referéndums depende inevitablemente de una coyuntura. Es la fotografía de un instante. Así, a los impulsores de un referéndum les importa más celebrarlo en el momento en el que puedan ganar que en las consecuencias que pueda tener para la ciudadanía. ¿Debe depender nuestro futuro y el de las siguientes generaciones de una determinada coyuntura? No parece lo más razonable. Y menos cuando la respuesta pocas veces tiene que ver con la pregunta. Lo hemos visto recientemente en Italia: el referéndum es un buen instrumento para darle una patada en el trasero a los gobernantes, pero no suele resolver los problemas. Los complica y se los devuelve a dichos gobernantes.

Tampoco parece razonable la vía Puigdemont de referéndum sí o sí, pasando por encima de la ley; no sólo de la Constitución, sino también de un Estatuto de Autonomía catalán que es inmodificable para los secesionistas con su mayoría parlamentaria que no alcanza los dos tercios. La pretensión del sí o sí, ni es razonable ni es democrática. Confundir deseos con democracia y contraponer ésta a la ley rezuma cierto autoritarismo. No hay democracia sin ley y ésta no sólo nos iguala a todos los ciudadanos, sino que nos protege de los políticos de baja calidad democrática. Así, la élite independentista no está del lado de la democracia. Antes al contrario, están con la desobediencia del que se cree que está por encima de los demás y que su voluntad debe ser impuesta incluso contra los derechos de los ciudadanos. Socavando, pues, la legitimidad de la ley el nacionalismo ataca a la democracia, de la misma manera que lo hace cuando impulsa un sistema mediático no pluralista y una invasión homogeneizadora de la sociedad civil. Y es que la democracia, como también apuntó Dahrendorf, necesita, al menos, de dos condicionantes fundamentales: el imperio de la ley y la sociedad civil. La libertad de prensa es fundamental para la democracia y hoy el espacio mediático catalán sigue en la línea del editorial conjunto y de la ausencia de crítica al gobierno catalán más allá de algún sutil articulista. La deriva de los medios públicos es ya tan evidente que no sólo pierden audiencia, sino también credibilidad y fuerza para la causa independentista. Que en TV3 se comparara recientemente a la presidenta del Parlamento catalán con Jesucristo, es una prueba más del uso partidista de la cadena, pero también de pérdida de sentido de la realidad y, por lo tanto, de los últimos coletazos de un procés moribundo.

Y, finalmente, nos preguntamos para qué. Es una pregunta importante que nos conduce al inicio y al objeto de este artículo. Aunque ya sabemos que los independentistas quieren un referéndum de secesión para lograrla, no faltan aquéllos que sin serlo apuestan por él con la ingenua idea de que una victoria del no acabaría con las tensiones, dando por supuesto que la élite independentista aceptaría el resultado. Primero, los referéndums no sirven para rebajar la tensión ni para curar heridas. Al contrario, con su respuesta binaria, divide a la sociedad incentivando a la toma de posición en el blanco o el negro y creando trincheras imaginarias. El referéndum del Brexit es un claro ejemplo. La sociedad británica está hoy más dividida que antes de la convocatoria de un referéndum que ha devuelto a los políticos un problema que pretendían resolver con democracia directa. El referéndum no ha significado una solución, sino un problema aún mayor. Y se ha mostrado la fuerza del concepto de moda, la post-verdad, cuando al día siguiente algunos políticos se desdecían de sus promesas y trataban de desvincularse de las campañas de desinformación.

Aquéllos que, de buena voluntad, apuestan por celebrar un referéndum para así acabar con el discurso victimista y con el debate eterno creen abogar por cierto pragmatismo, pero se alejan del empirismo. En Quebec después del primer referéndum el independentismo pidió otro, creando la sensación denominada neverendum, una inseguridad respecto al futuro que provocó fuga de empresas y de muchos de los ciudadanos más capacitados. Los secesionistas acabaron, de esta manera, inflingiendo a la provincia quebequesa un doloroso retroceso social y económico respecto a otras provincias canadienses. El referéndum no ha sido nunca la fiesta democrática que algunos nos han vendido. Obligó a posicionarse. Fue una dura toma de posiciones contra compatriotas. En el fondo, se decide extranjerizarlos. Por esta razón, tras muchos años se llegó a un punto de fatiga nacionalista. La gran mayoría de quebequeses no quiere ya volver oír a hablar de un referéndum y sólo insinuarlo supone una notable pérdida electoral. Ese hartazgo lo sufrimos ya la mayoría de catalanes tras cuatro años de falsas consultas y falsos plebiscitos. Ahora ha llegado el momento de no caer en trampas como la del referéndum de Puigdemont y de superar el separatismo construyendo una sólida y creíble alternativa en Cataluña que eche democráticamente a unos nacionalistas instalados en el poder desde hace más de tres décadas.