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¿Debe el Estado subvencionar la cultura? Hace cuarenta o cincuenta años, casi todo el mundo habría contestado, al menos en Europa, que sí, por un cúmulo de razones: económicas, morales y, por así decirlo, ambientales. Me refiero al ambiente social, claro. De un lado, las universidades europeas, salvo excepciones, revestían un carácter público. Según los conceptos entonces dominantes, las universidades no eran provisoras de bienes y servicios, esto es, factorías enderezadas a producir mano de obra proporcionada a las necesidades económicas de un país, sino centros de formación, por allí llamarla, del espíritu. Los españoles asociamos la formación del espíritu, bien al adoctrinamiento religioso, bien a la asignatura –maría- por donde se entendía que los alevines patrios habían de ingresar en la lógica y la poesía de los Principios del Movimiento. Pero aquí no me estoy refiriendo a eso, sino a la idea de que los universitarios egresaban de los cinco años de carrera más educados, más sabios, más hechos a los modos que separan al bruto del civilizado. Si eso era la universidad, y si la universidad se financiaba a través del Presupuesto, no era mucho que se estimase, de manera automática, que el Presupuesto había de servir también para que los museos siguiesen abiertos, y las catedrales en pie, y dotados algunos certámenes literarios, y abiertas las salas de música clásica, y así de corrido. Desde esa mentalidad se habían fundado, unas décadas antes, la BBC y el British Council. El Estado Benefactor estaba en su fase ascendente, y el patronazgo público parecía razonable, oportuno, y congruente con la consolidación del Estado moderno a lo largo del XIX y lo que llevaba corrido del XX.

Ahora estamos en otra cosa, por motivos que son distintos y que conviene analizar, precisamente porque son distintos, por separado. Una de las cosas en que estamos, y no estábamos antes, es la escasez. Sin escasez no tendría sentido la ciencia económica, desde luego. Todos los administradores, durante la historia conocida, han tenido que decidir, en el trance de confeccionar un presupuesto, dónde ponían el dinero, y en consecuencia, de dónde lo quitaban. Pero no es lo mismo adoptar esta clase de acuerdo cuando las cuentas van bien, que cuando se es consciente de que el futuro de las pensiones está en el alero. Urgencia por urgencia, son más urgentes las pensiones que la preservación del noventa y nueve por ciento de los bienes culturales. La cultura, como bien protegible, ha ingresado en un espacio más precario que el que conoció durante la época de las vacas gordas.

Se han verificado, al tiempo, desarrollos sutiles, notables, venenosos. El caso cabría resumirse en muy pocas palabras. En los cincuenta, la cultura eran los clásicos, la memoria nacional, y el contacto con los grandes logros de la Humanidad en la esfera de la música, las bellas artes, y la poesía. La revolución de valores que se verifica a finales de los sesenta, ha conducido, por desgracia en mi opinión, a un empate de todo con todo, y a una nivelación de las jerarquías antañonas. Ahora son los antropólogos culturales quienes definen lo que es cultura, con la resulta de que equivale a cultura cualquier manifestación societaria: la cocina, el deporte, el ocio, el folclore local. Paso a paso el administrador ha terminado por subvencionar, además del Museo del Prado, los festivales rock o la instalación de espacios lúdicos en las ciudades. Para darse cuenta de lo que lo último significa, basta reparar en la agenda de cualquier concejal de cultura en una población de más de diez mil habitantes. La organización de encierros de toros, o de clases de yoga para los añosos, ha adquirido un volumen presupuestario superior al que exige el mantenimiento de una biblioteca pública. Y este paquete heteróclito ha de competir con los presupuestos de sanidad u obras públicas. Cuando se rompa la cuerda, se romperá por la cosa casi ininteligible que persistimos en llamar “cultura”.

Existe un tercer elemento de gigantesca relevancia. A la par que se degradaba en consumo, y crecían las partidas orientadas a sufragarla, la cultura se convirtió en un instrumento apto a la generación de clientelas y la captación del voto por parte de la clase política. Esto último ha desgraciado a la cultura moralmente, por sí decirlo. Hace cincuenta años, se declaraban adscritos al mundo de la cultura escritores, editores, directores de orquesta o pintores. Es decir, personas consagradas a profesiones prestigiosas cuyo significado y ejercicio habían venido siendo los mismos desde, por lo menos, la desaparición del antiguo régimen. Por el contrario ahora, el hombre de la cultura, en países como España, es con frecuencia un paniaguado del Gobierno de turno, sujeto a los cambios de dirección y las oportunistas mudanzas de ese mismo Gobierno. La reducción al absurdo de este proceso nos viene dada por los actores españoles. Siendo yo niño o adolescente, los actores eran señores que se ganaban la vida actuando. Ahora distraen el tiempo apoyando en la calle al presidente Zapatero. Constituyen la force de frappe del presidente, junto a los sindicatos. Es evidente que el asunto no puede acabar bien.

A la vista de todo esto, y de algunas otras quisicosas que me he dejado en el tintero, ha decaído bastante la causa de los estatistas. La nueva consigna, entre círculos cada vez más amplios de la opinión, es que debe confiarse la cultura al mercado. El mercado asigna mucho mejor que el Estado recursos tales como los zapatos o los fusibles eléctricos. ¿Por qué no habría de distribuir mejor la cultura?

La reflexión es precipitada, por lo que dentro de un momento se verá. Primero, sin embargo, de ir al grano, me gustaría señalar que los mercadistas refuerzan su posición, sin advertirlo siempre, con dos consideraciones de linaje muy diferente: uno moral, y otro utilitario. Desde una perspectiva moral el negocio está, a mi entender, bastante claro. La intervención del Estado está máximamente justificada allí donde el bien a proteger es valioso y no podría ser provisto por la iniciativa individual. Estoy hablando de lo que en teoría económica se conoce como un “bien público”. Un monumento en estado de conservación aceptable es un bien público porque: 1) Al sanear su mampostería, o limpiar su fachada, se está haciendo algo que redunda, necesariamente, a favor de todos, sin que se puedan hacer apartijos entre unos beneficiarios y otros; 2) Será difícil que Fulano o Mengano contribuyan al saneamiento, puesto que estiman que su beneficio será el mismo si apoquina con el gasto Zutano; 3) Sólo aflojará por tanto la mosca un tercero de vocación “altruista”, es decir, el Estado. Conviene añadir, en el caso de determinadas acciones culturales, que las inversiones suelen ser muy inciertas o dudosamente rentables o no rentables en absoluto, de donde se desprende de modo más claro aún la oportunidad de que el Estado eche su cuarto a espadas. Naturalmente, existe el patronazgo privado. Pero raramente funciona sin beneficios fiscales que equivalen, en último término, a una ayuda estatal. En el caso español, es dudoso que las desgravaciones, incluso desgravaciones menos cicateras de las que se estilan, sirvieran para cubrir mínimos. No tengo datos en las manos, pero me atrevo a apostar que, en el terreno privado, es determinante el patronazgo de las Cajas de Ahorro, cuyo régimen especialísimo conocemos y que no cuentan, realmente, como entes privados.

Resumiendo: en la medida en que ciertos bienes culturales sean bienes, y sobre ser bienes, sean públicos, está justificada la presencia del Estado. Pero ¿por qué debería el Estado financiar los encierros de toros, los festivales de Víctor Manuel, o guiones de películas que no llegarán a rodarse, o si se ruedan y exhiben en una sala, no interesarán a nadie, entre otras cosas, porque son muy malas? No hay una razón ostensible por la que el contribuyente, sin desearlo él, esto es, tras ser objeto de un impuesto, debiera contribuir a la producción o distribución de cosas que es muy discutible que constituyan bienes, o cuando lo son, no pertenecen a la clase de macrobienes a que todo el mundo hubiera de tener derecho –saber leer o escribir, en un extremo; tener acceso a las Meninas, en el otro-. Cuando, para colmo, el bicho en cuestión acusa un sesgo ideológico, y la ideología es afín a la del Gobierno, nos encontramos, no solo con que se están empleando los caudales de terceros sin ton ni son, sino, además, con que se está violando el principio de neutralidad que debe inspirar al Estado en una democracia liberal. La denuncia de estos abusos está perfectamente codificada en un libro ya clásico de Fumaroli: L`État culturel(1991; editado por Acantilado en español en el 2007). Hasta aquí, las buenas razones morales que asisten a los mercadistas para impugnar que el Estado subvencione la cultura más allá… de cierto límite, un límite, digamos, riguroso.

No me inspiran confianza, no obstante, las alegaciones mercadistas por su lado utilitario. La afirmación de que el mercado asigna bien los recursos, presupone que el consumidor es el mejor juez de los artículos en que gasta su dinero. Por eso, precisamente por eso, funcionan adecuadamente los precios como señal de las necesidades sociales. Los precios reflejan las preferencias del consumidor, y simultáneamente, orientan al productor, cuyo fin es maximizar el beneficio. La maximización del beneficio por el lado de la oferta, es complementario de la maximización de las utilidades por el lado de la demanda, y aquí paz, y después gloria. Ahora bien ¿sucede lo mismo con los recursos culturales? ¿O con cosas tales como la ciencia?

Reparemos, por ejemplo, en la demostración de la conjetura de Poincaré, muy traída y llevada en los medios porque se trataba de un problema clásico de las matemáticas y porque el ruso Perelman, quien hizo –o remató- la demostración, es un tipo pintoresco que se ha encerrado para encontrar una prueba de la existencia de Dios y vive, según las malas lenguas, rodeado de cucarachas. Lo primero que comprobamos, es que no hay consumidores del “bien” representado por la demostración de la conjetura. Lo que hay, son colegas de Perelman en situación de determinar, a título individual y colegiadamente, si la demostración es correcta. Y la conjetura no es un artículo fungible: es una verdad matemática. Alguien podría objetar que el que acepta una verdad matemática, la “consume”, y que los colegas de Perelman son consumidores de verdades científicas. Esto es obviamente tonto.

La clave no está en que se “acepte” una verdad, sino en la existencia de mecanismos que permitan comprobar que se trata de eso, de una verdad; y el colectivo de los “consumidores” no viene dado por quienes “aceptan” verdades, sino por los que están en situación de aplicar adecuadamente los mecanismos sancionadores de rigor. Si comprobar una verdad científica equivaliera a aceptarla, y aceptarla a consumirla, no cabría establecer diferencia alguna entre la propagación de la verdad perelmaniana entre los matemáticos, y la propagación de la especie, entre algunos devotos de la Montaña, de que la Virgen se apareció en San Sebastián del Garabandal entre unos pinos, allá por 1961. El propio “consumo” de una creencia errónea o supersticiosa tampoco constituye, si bien se mira, una forma de consumo. El que consume, adquiere una mercancía a un precio determinado, precio en que se condensa el número de mercancías que la misma persona deja de adquirir en vista de que ha adquirido la que ha adquirido. El que contrae una creencia, sin embargo, no calcula. Más exacto sería decir que se unce a una opción vital que le terminará llevando hacia nadie sabe dónde, y menos que nadie, el propio creyente.

Pero volvamos a Perelman. Pocas personas, poquísimas, estaban preparadas para comprender su demostración. Relativamente pocas, sabían que existía una conjetura sin demostrar conocida como la “conjetura de Poincaré”. Pese a todo, viene financiándose, desde hace tiempo, la estructura académica e institucional en cuyo ámbito se realizaron los estudios cuyo desenlace fue el brillante trabajo del ruso grillado. ¿Con qué fondos se financió la estructura? Bien con fondos públicos, bien con el de ciertas universidades privadas, cuyo fin, por lo común, no es el lucro. ¿Por qué se gastó tanto dinero en algo cuyas aplicaciones prácticas se irán viendo con el tiempo, y por lo mismo, no se pueden incluir aún en un cálculo de costes/beneficios? Porque existe la noción de que la ciencia es importante. El prestigio de la ciencia, a su vez, atrae a excelentes cabezas, cuyos propietarios se apasionan investigando problemas complicados. En resumen: en los países altamente civilizados, existe un prejuicio social a favor de la ciencia, y además, grupos organizados de profesionales que disfrutan enormemente haciendo ciencia. Sin estas dos cosas no habría ciencia. Y de estas dos cosas, por lo menos la segunda integra un fenómeno puro de oferta. Los científicos generan cuestiones, y la solución de esas cuestiones, no en respuesta a una demanda concreta de los –inexistentes- consumidores, sino al compás de dinamismos intrínsecamente gremiales. No hay alternativas, porque la ciencia avanzada, máxime en la frontera del conocimiento, es algo que escapa a quien no sea un científico altamente cualificado. Aquí el mercado no tiene un papel relevante que jugar. El patronazgo, sí. Pero el patronazgo es otra cosa.

Lo que he dicho de la ciencia, resulta aplicable a la cultura después de hacer las reservas, o como dirían los anglos, los caveats, precisos. Existen respetabilísmas formas de expresión cultural –el cine, la zarzuela- dirigidas, por razones industriales y sociológicas, a un gran público. Aquí falla el paralelo con la ciencia arcana. Cine y zarzuela han de procurar ser rentables por principio, lo que significa que el mercado constituye la intertaz natural entre ellos y la gente. Segundo punto: por integrar la cultura un hecho moral –en el sentido en que se oponen la ciencias morales a las naturales-, es peligroso, peligrosísimo, que se interrumpa la conexión que la vincula al público. Éste no tiene por qué ser grande. Pero tiene que ser. La cultura no está vertebrada por los poderosos algoritmos que en que se sostiene la ciencia, y lo que ocurre, cuando los artistas se pasan de la raya y hablan sólo para sí mismos, es que el artificio –cuadro o sinfonía o poema- se oscurecen, se amaneran, y finalmente languidecen. Gertrude Stein, el Joyce de Finnegans Wake, el Gadda culterano, constituyen finales de ciclo. Por admirables que puedan resultar desde cierto punto de vista, son ya fenómenos decadentes, incapaces de fecundar la imaginación o la práctica de las generaciones que vendrán más tarde. Dicho esto, añado que la cultura, pese a todo, integra, en proporción notable, un fenómeno de oferta. No es el que aplaude una pieza musical en una sala de conciertos, el que define la bondad de la pieza. De hecho, a lo largo del XIX, Mozart no gustaba al público, y su música solo siguió viva porque gustaba a los músicos, que siguieron interpretándolo. No es el adquiriente de arte, o el que acude a un museo, el que define la bondad de una obra de arte. De ser así, Cézanne habría sido primero malo –apenas vendió cuadros en vida-, y luego, bueno. Y no es el lector el que define la bondad de una novela o un poema. En caso contrario, Follett sería mucho mejor que Céline. ¿Conclusión? El mercado no es siempre, ni por fuerza, un buen asignador de recursos culturales. Salvo que, invirtiendo los términos, se entienda que es bueno lo que se vende mejor. Reflexión entre demócratica y nihilista, y perfectamente letal para la supervivencia de la cultura.

Esto sentado, me apresuro a añadir que la ayuda a la cultura reviste no pocas veces efectos perversos. Contra lo que se cree, el arte contemporáneo se alimenta, en dosis masivas, de dinero público o del semipúblico de las fundaciones de arte. El resultado ha sido la financiación de actividades solipsistas cuya prolongación artificial en el tiempo está haciendo al arte mucho daño. La ayuda es fructuosa cuando está bien dirigida, y el que esté bien dirigida, depende en gran medida del estado de la disciplina en la que se inyectan los espíritus vitales del dinero. ¿Y cuándo el estado de una disciplina es bueno, o cuándo malo? No hay recetas, o, lo que es más interesante aún, no existe la posibilidad de un control externo. El desorden en la esfera de la plástica arranca de episodios endógenos al arte anteriores a la Primera Guerra Mundial. Monet persistía en pintar sus magníficos estanques con nenúfares años después de que hubiesen empezado a actuar los fermentos que han hecho del museo contemporáneo una rara criatura donde lo que menos importa es lo que haya colgado dentro. La incorporación de las instituciones a la compra, no ya de arte contemporáneo, sino moderno, fue extraordinariamente tardía. Hasta los cuarenta del siglo pasado, no adquirió el Estado francés tres o cuatro dibujos del invendible Seurat. Fue estupendo que los comprara, y fue estupendo que comprara otros muchos más. Pero es menos estupendo que muchos museos funcionen simultáneamente como centros de arte, en conexión con galerías privadas. El derrumbe de los estándares provoca que sean los intermediarios los que creen valor especulando con piezas que adquieren estatus gracias al marchamo –y al dinero- del Estado.

En resumen: la cuestión no es si la cultura merece ayuda, sino en qué proporciones y, sobre todo, bajo qué condiciones. Y la cuestión no es desenganchar a la cultura del mercado –el maridaje ha sido en ocasiones muy positivo: recuérdese el cine americano durante los décadas de los cuarenta y cincuenta-, sino eludir la tentación doctrinaria de afirmar que el mercado vale para todo, inclusive, para lo que no vale. Los que anhelen verdades menos equívocas, que consulten el catecismo del Padre Astete.