Tiempo de lectura: 12 min.

«La lengua latina es eterna tesorera de la sabiduría, la francesa erudita, la italiana elocuente y la española, universal como su imperio».
Baltasar Gracián, El criticón, I-IV

La importancia del español como lengua en la vida política y social del Imperio se vio reflejada con especial intensidad en un momento concreto del siglo XVI. Carlos V había venido por primera vez a España en 1517 para ocupar el trono, pero sin conocer la lengua y como quien llega a un país extranjero. Al cabo de casi diecinueve años, de los que había pasado más de la mitad fuera de la península, el 17 de abril de 1536, lunes de Pascua, Carlos proclamaba delante del Papa y de toda Europa que España era su patria, el español su lengua y sus principales lealtades políticas las que le unían a los españoles, «los mejores vasallos que podía tener ningún rey» en este mundo. «Mi lengua española es tan noble —concluyó— que merece ser sabida y entendida de toda la gente cristiana».

El emperador había aprendido el español como segunda lengua, la leía y la practicaba con casticismos y recurriendo ocasionalmente a una gramática. Las segundas o terceras lenguas no se aprenden sólo con el uso, requieren además estudio. No sabemos quiénes, pero Carlos tuvo profesores de idiomas: quizá fuera su orador en las primeras Cortes, el obispo Mota, o su admirado Antonio de Guevara, quienes le enseñaron el español.

Aquel domingo de Resurrección, 16 de abril de 1536, Carlos V, revestido con todas las galas de su rango imperial, estuvo presente en la misa papal. Al día siguiente tuvo lugar el episodio político-lingüístico en la regia sala dei paramenti, donde Carlos pronunció el famoso discurso en que desafiaba al rey de Francia a un duelo personal para ahorrar guerras y sufrimientos a sus pueblos y denunciaba los quebrantamientos de sus compromisos por parte de Francisco, así como la deslealtad a la cristiandad que representaban sus acuerdos con los turcos.

Del discurso imperial, y de todo el episodio, se conservan no pocas transcripciones, notas y extractos, así como relaciones más o menos circunstanciadas, en español, latín, francés e italiano, publicadas en diversas ocasiones y lugares. Lo que aquí y ahora importa destacar es que todos los testimonios de la escena o del discurso convienen en que éste fue dicho en español, que Carlos no lo llevaba escrito, que lo había preparado él mismo (sus ministros Cobos y Granvela se declararon sorprendidos del contenido y del tono de las palabras del emperador), que se expresó con gran espontaneidad y que no se dejó cortar por los gestos y palabras con que el Papa quiso poner fin a la escena y calmar el enojo imperial.

La extensión y el prestigio del español comenzaba a hacerse patente. Por los años treinta del siglo XVI, el español era una lengua muy extendida en toda Italia, no sólo en los reinos y territorios sometidos a la Corona de España, o estrechamente vinculados a ella, que entonces se extendían por casi toda la península apenina. Juan de Valdés, que escribió el Diálogo de la lengua en Nápoles por el mismo tiempo del discurso del emperador, afirma que «ya en Italia, assi entre damas como entre cavalleros se tiene por gentileza y galanía saber hablar castellano». También era una lengua muy conocida en Francia. La mayor parte de las personalidades presentes en el acto romano la entendían bastante bien.

Pero esa no era la razón de que la utilizara Carlos en su discurso. La lengua española en tan solemnes e irrepetibles circunstancias tenía una significación política que concuerda con otras decisiones imperiales de aquellos años y con ciertos usos recientes del gobierno hispano, que cada vez empleaba más el castellano en vez del latín, incluso para las relaciones exteriores. Lo cual había venido a coincidir con el que podría llamarse gobierno de Cobos que, en la práctica, había sustituido para asuntos nacionales e internacionales al antiguo canciller imperial, Mercurino Gatinara, fallecido en 1530. De hecho, Alfonso de Valdés, el hermano de Juan, que murió en Viena el 6 de octubre de 1532, fue el último de los secretarios imperiales casi exclusivamente dedicados a la sección de cartas latinas de la cancillería.

El señor de Brantóme (1540-1614) ofrece en castellano las palabras supuestamente exactas con que Carlos V habría replicado al obispo de Macón, embajador de Francia en la corte pontificia, cuando le pidió que no hablara en español sino en otra lengua más inteligible para todos. «Señor obispo —dijo entonces—, entiéndame si quiere; y no espere de mí otras palabras que de mi lengua española, la cual es tan noble que merece ser sabida y entendida de toda la gente cristiana».

En la escena vaticana revisten especial importancia varios hechos. Primero, que el discurso imperial fue largo (hora y media he leído en algún sitio) y elocuente, según reconocen generalmente los cronistas, y que como ya se ha dicho fue pronunciado con naturalidad y con vehemencia. Que fue un discurso muy personal, inesperado para Cobos y Granvela, y que Carlos se reveló como un notable orador en lengua castellana. Algunas expresiones caballerescas sugieren un cierto conocimiento de las novelas de este género. Por ejemplo, cuando invita o reta al rey francés a «se conducir conmigo en campo de su persona a la mía y conducirme con él armado o desarmado en camisa, con una spada y un puñal, en tierra o en mar, o en una puente o en isla, o en campo cerrado o delante de nuestros exercitos o do quiera que él querrá y justo sea». La hispanización del emperador era un hecho.

En segundo lugar, es de destacar la afirmación de la nobleza de la lengua y la pretensión de que sea instalada y reconocida como lengua general de la cristiandad. Porque, según Brantóme, el emperador acudió a emplearla, quizá por baladronada —rodomontade—, pero con las razones que se acaban de resumir y no porque se pareciera al italiano, que era más conocido de las gentes del Pontífice, como dice el estudioso Paulo Jovio. Finalmente, llama la atención el nombre que Carlos dio a la lengua. Casi todos los testimonios son unánimes en que insistió en que hablaba en «español».

EL NOMBRE DE NUESTRA LENGUA

Al principio de su existencia diferenciada del latín, nuestro idioma fue apellidado romance o román. «Román paladino», dice Gonzalo de Berceo que es la lengua en que él escribe. (Vulgare aulicum —aula significa «palacio»— o vulgare iIlustre llamaría Dante a la lengua literaria itálica, medio siglo después del poeta riojano). Más tarde, el nombre oscila entre romance y castellano. Y en determinados momentos o autores, ambos términos se emplean de forma indistinta. Nebrija publica la Gramática de la lengua castellana y el Vocabulario de romance en latín, a pocos años de distancia. Escribiendo en latín, Nebrija se refiere unas veces al hispaniensis sermo y otras a las hispanas o hispanienses dictiones, para traducir romance o castellano.

Juan de Valdés emplea la expresión «lengua castellana», si bien en cierto lugar escribe «vocablos españoles» para referirse al léxico. Ya en el XVI —y no sólo hablando con extranjeros o para ellos— se emplea frecuentemente el término «español» para designar la que no pocos escritores llaman «lengua común de España». Fernando de Herrera, en las primeras páginas de sus anotaciones a las obras de Garcilaso (1580), lo mismo que Francisco de Medina en su carta prólogo a esa misma obra, escriben «lenguaje español». Herrera se extiende luego en una larga comparación lingüística y literaria entre la «lengua toscana» y la «española».

Entre los grandes escritores de la Edad de Oro, unos, como Cervantes, prefieren la denominación de castellano o de lengua castellana; otros son más variables. En las traducciones y otras obras de Quevedo aparece el término español o lengua española. Baltasar Gracián parece escribir siempre «español». Suya es la expresión «el español, lengua universal». En la Crisi IV de la primera parte de El Criticón, Andrenio enumera varias lenguas y pondera sus méritos o características: «la latina, eterna thesorera de la sabiduría, la francesa erudita, la italiana eloquente, la española, universal como su Imperio».

Por fin, casi en nuestros días, grandes maestros se inclinan por una u otra denominación. Menéndez y Pelayo, por ejemplo, emplea «castellano» para la lengua y «español» para la gente y la cultura, mientras Menéndez Pidal opta por «español». Antología de los poetas líricos castellanos, Historia de los heterodoxos españoles y Manual de gramática histórica española son los títulos de algunas de sus obras más importantes.

LENGUAS PARTICULARES, LENGUAS UNIVERSALES

Española o castellana, la lengua mostraba una vocación y, en ocasiones, una pretensión de ser lengua universal: «la lengua española, tan universal como su imperio», según la ya referida expresión de Gracián.

Para los escritores y estudiosos de los siglos XVI y XVII, las lenguas universales eran, en principio, el latín y el griego, a las que en ocasiones se añade el hebreo. Es decir, las lenguas sabias comúnmente estudiadas y cultivadas en los diversos pueblos y territorios de Europa. Las demás eran lenguas particulares, aunque fueran también cultas y poseyeran una cierta historia literaria.

Para que una lengua pudiera codearse con las grandes lenguas sabias, la mentalidad de la época renacentista exigía que se dieran en ella ciertas condiciones internas y externas. Entre estas últimas, por ejemplo, la de estar extendida o ser practicada en muchos lugares y entre diversos pueblos. Juan de Valdés proclamaba, con mal disimulado orgullo, que el «castellano» era hablado en todos los reinos peninsulares como lengua común entre todos ellos, y estaba muy de moda en Italia. Un siglo después, Gracián repetiría cosas parecidas. Esa había sido, desde mediados del siglo XV, la que podría llamarse «doctrina Valla».

Lorenzo Valla (1407-1457) fue el principal lingüista del primer Renacimiento itálico y el de mayor influencia en la posteridad. Él no llama al latín lengua universal, pero afirma que es superior a las otras, porque es practicado y conocido en todo el mundo y considerado como propio por itálicos, hispanos, franceses, etc.

Roma había realizado, dice Valla, dos grandes hazañas: extender su imperio y difundir el latín. Ambas a la vez y al mismo paso. Sólo que la obra lingüística había sido más duradera que la política. Mil años después de la llegada de los bárbaros y —pese a ella— el latín permanece y, añade Valla, podemos llamarlo nuestra lengua.

Para esta doctrina el latín es una lengua reglada o gobernada, que se rige por las cuatro normas o criterios que había enumerado Quintiliano (s. I d. C.), repitiendo a Marco Terencio Varrón (s. I a. C.): el uso, la antigüedad, la autoridad y la razón o ciencia. Es una lengua que emplea la gente, que tiene historia, que posee modelos y para la que existe una gramática. Se habla, por así decir, en todas partes igual. Es una lengua fijada o estable, que vale en todos los lugares como lengua de referencia.

En el prólogo con que enderezaba a la Reina Isabel su famosa gramática castellana, Nebrija proclama necesario que esta lengua dejara de estar «suelta e fuera de regla», y que «ha recebido muchas mudanzas, porque si la queremos cotejar con la de oi a quinientos años, hallaremos tanta diferencia e diversidad cuanta puede ser maior entre dos lenguas». Había que conseguir para el castellano «que lo que agora e de aquí adelante en él se escriviere pueda quedar en un solo tenor» y así se extienda «por la duración de los tiempos que están por venir, como vemos que se ha hecho en la lengua griega e latina, las quales por aver estado debaxo de arte, aunque sobre ellas han pasado muchos siglos, todavía quedan en una uniformidad». A la práctica —o uso— habrían de sumarse tiempo —-antigüedad—, literatura —modelos y autoridades— y ratio, o sea una gramática.

HACIA UNA GRAMÁTICA EN ESPAÑA

El español Nebrija conocía muy bien a Valla, a Quintiliano, a Varrón y toda la tradición gramatical de los romanos. Fue el introductor en la península de la renovación de los estudios latinos y uno de los intelectuales más distinguidos de la época de los Reyes Católicos, de cuya política era entusiasta partidario y a los que ofreció ideas, expresiones y símbolos de la lengua que les sirvieran de doctrina, de filosofía política y de emblema.

En 1492, hallándose en la dorada plenitud de su prestigio y de su madurez humanística, Nebrija acometió la composición de una gramática de la lengua castellana. De ella es obligado decir que era una empresa por lo menos prematura, como demostraron los hechos. Por mucho renacimiento —las renascentes litterae— que hubiera en el ambiente cultural hispánico y europeo, una gramática racional o científica era cosa del latín —la lengua universal—, mientras que las singulares estaban destinadas a ser empleadas para entenderse entre ellas por las gentes de una época y lugar determinados y se hallaban sometidas a la exclusiva monarquía del uso.

Nebrija publicó su gramática castellana casi medio siglo antes del discurso del emperador, en tiempos de sus abuelos, Fernando e Isabel, que pronto recibirían el título de Reyes Católicos. Esta obra fue el primer ensayo de una gramática de lengua moderna elaborada en Europa. Antes habían existido algunas gramáticas de estas lenguas, pero dirigidas a la enseñanza de extranjeros.

La gramática castellana, a diferencia de los otros libros del autor, no fue ciertamente un éxito editorial. Ya lo decía en 1536 Juan de Valdés, que no apreciaba mucho ni esa obra ni otras del autor, llamando la atención sobre que no se había vuelto a imprimir en los casi cincuenta años que habían transcurrido desde su publicación. No se volvió a imprimir, en efecto, hasta el siglo XVIII, y entonces lo fue como una joya erudita. Pero aunque su libro fracasara, Nebrija acabó triunfando. Sus ideas tuvieron el más glorioso destino reservado a una doctrina: encarnarse en hechos, convertirse en historia.

En el prefacio con que presenta y justifica su obra en forma de carta dedicatoria a la Reina Isabel, Nebrija trata de política, de lenguas y de pueblos, y de la historia comparada de las unas y de los otros. En los felices tiempos que le había tocado vivir a la Reina y a él, dice Antonio, los pedazos de España que andaban sueltos se habían acabado de juntar en «cuerpo y unidad de reino, la forma y travazón del cual así está ordenada, que muchos siglos, injurias y tiempos no la podrán romper ni desatar».

En esa España, en ese reino, existía una lengua cuya suerte habría de discurrir en paralelo con la del poder político. Siempre fue la lengua compañera del Imperio, escribía en la más famosa de sus frases —que adaptaba al caso particular de España— un principio que Valla había enunciado a partir de la experiencia de la historia de Roma y del latín.

La lengua de España —la lengua castellana— se había extendido por tierras ajenas a Castilla: Aragón, Navarra, Italia, junto con los soldados que «embiamos a imperar a aquellos reinos». Era lengua de uso, tenía antigüedad de quinientos años —dice Nebrija con manifiesta exageración o acertada premonición, según se piense en el poema del Cid o en las j archas mozárabes—, había sido cultivada por algunos estimables autores y poseía esa vocación universal que se manifestaba en su extensión por otros pueblos y lugares. Le faltaba una gramática, es decir, el «artificio» o conjunto de normas que aseguraran que lo que «agora e de aquí adelante» se escribiese en castellano pudiera quedar de un tenor y extenderse a los tiempos por venir.

A tal fin compone Nebrija su gramática castellana sobre el modelo de la latina, también suya, con las diferencias de método y sistema que impone la naturaleza de ambas lenguas. En las páginas de su gramática, Antonio deja caer unos nombres de escritores, de ordinario poetas, que constituyen el primer catálogo de autoridades de la lengua castellana: Juan de Mena, el Marqués (o sea, Santillana), Gómez Manrique, algún poema popular, etc.

Las cosas y la historia discurrieron por cauces distintos a los que había imaginado Nebrija. Su gramática castellana no fue operativa sobre la lengua como autoridad o como norma. Pero la historia posterior siguió la orientación a que apuntaba el estudioso andaluz. La lengua castellana ganó prestigio con sus creaciones literarias y la extensión de su empleo para los asuntos oficiales, mientras que su uso se extendía al ritmo de la expansión del imperio hispano hasta ocupar por entero el nuevo continente.

EL ESPAÑOL Y OTRAS LENGUAS

En los cien años que transcurren entre Nebrija y Cervantes, o los que separan a Boscán de Lope, el castellano o español queda constituido sustancialmente tal como sería después, igual que había ocurrido con el latín entre Cicerón y Tito Livio, o entre Lucrecio y Ovidio. En esas condiciones la expansión por el Nuevo Mundo sería un proceso natural y espontáneo, que no rompería la comunidad sustancial de la lengua, admitiéndose sin embargo en ella, en no pequeña medida, dentro de cada territorio o nación, cierta cantidad de peculiaridades que en ningún caso llegan a constituir verdaderas variedades dialectales. Y lo mismo sucede en la península.

EL CASTELLANO EN OTRAS REGIONES O NACIONES

Pero el castellano o español es, además, lengua natural y no impuesta o añadida en las regiones de la península que poseen idioma propio con características de lengua de cultura. Así ocurre en las que recuperaron su literatura en el siglo XIX, como el catalán y el gallego, y en las que la construyen ex novo en el XX, como el euskera en sus diversas variedades dialectales. La cultura literaria castellana de los autores de unas y otras suele transparentarse en sus escritos, y no son pocos los que escriben libros, poemas o artículos de prensa en su lengua y en la común de España.

La lengua española, en suma, constituye la mayor riqueza de nuestra nación. En esta tierra, que en tan gran medida se nos aparece dura, escueta, seca y en no pocos lugares y ocasiones hostil, la lengua es un recurso natural, una fuente de riqueza y un activo intangible, obra de la Historia. Hasta en el orden económico podría compensar a la nación de los bienes que le negó la Naturaleza, si algún día, y en serio, los gobiernos emprenden una verdadera política de fomento y promoción del español, y la sociedad se apercibe del imponente valor que tiene entre las manos.

Las políticas que han de ser diseñadas, y ejecutadas después, corresponden a los ámbitos de la educación, de la cultura —y de la tecnología— y de la acción exterior. El primer y principal contenido de la educación ha de ser la lengua. Su aprendizaje, utilización y correcto empleo han de llevarse la parte del león en los grados básicos de las diversas enseñanzas. Por eso, entre otras razones, no por corporativismo de clasicistas, las gentes de mi gremio queremos salvar a toda costa el latín en los estudios medios. El latín es la base histórica y por así decir la previa encarnación de nuestra propia lengua. Virgilio es tan nuestro como Berceo y Garcilaso. Y si, como no dejan de querer algunos, se saca de los estudios también a Garcilaso, a Cervantes y a Lope, se convertirá a los españoles en una inmensa legión de mudos, además de ágrafos.

Una política cultural de conservación y fomento de los valores del español ha de traducirse en el respeto a nuestra lengua por la Administración, y muy señaladamente por parte de los medios de comunicación escritos y audiovisuales. Se ha de promover la ordenada creación y difusión de un instrumental léxico y tecnológico que permita que la internacionalización de la vida, de la ciencia y de sus aplicaciones, de la cultura, de los deportes, del ocio, etc. se haga sin detrimento de nuestra lengua. Nada más lejos de ello que los pruritos casticistas y los intentos de normalizaciones antinaturales y al final ridículas. Como dignos y orgullosos herederos de la tradición de los latinos, los hispanos habrían de tener respecto del inglés, en que nos suelen venir envueltas tecnologías y ciencias (porque siempre fue la lengua compañera del imperio), el mismo comportamiento que los romanos con el griego, con el que les pasaba igual. Unas veces traducían, otras practicaban el calco semántico, otras latinizaban y acababa resolviendo la gente, es decir el «uso» (quem penes arbitrium est et ius et norma loquendi, como escribió Horacio) que en países cultos generalmente se inspira en los buenos escritores.

En cuanto a la política exterior, España debe proponer en la comunidad hispanoamericana de naciones como un deber de todos —y como una necesidad política—, la acción conjunta en el fomento y la promoción de este tesoro histórico. Hasta el siglo XVI fue propiedad y responsabilidad exclusiva de la Hispania europea. Pero desde el XIX, es tarea común de las naciones y de los pueblos que comparten el honor de proclamar como suya la lengua española.

Fundador de Nueva Revista