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El reconocimiento del que goza en la actualidad la obra de Manet, emparentada, no obstante su modernidad, con el arte de los grandes pintores del Barroco, tuvo que abrirse camino por entre la incomprensión más cerrada de sus contemporáneos, los visitadores de los salones formados en otros hábitos o simplemente satisfechos con sus prejuicios estéticos. Sólo unos pocos reconocieron de inmediato el valor intemporal, clásico de aquel pintor que rompía los clichés y que pintaba como su genio le ordenaba. Uno de ellos fue Émile Zola, que trató personalmente al pintor y que, tras visitar al artista en su atelier, escribió en su defensa el ensayo que reproducimos a continuación, y que el profesor Millán Alba ha vertido por primera vez al castellano.

[ INTRODUCCIÓN ]

Mostrar pieza por pieza la personalidad de un artista es un trabajo delicado. Semejante tarea es siempre difícil, y sólo cabe hacerla en toda su amplitud y de forma enteramente verdadera sobre un hombre cuya obra esté acabada y cuyo talento haya dado lo que de él se esperaba. En tal caso, el análisis se ejerce sobre un conjunto completo; se estudia un genio en su totalidad y en todas sus facetas, se traza un retrato exacto y preciso, sin temor a dejar de lado algunas de sus particularidades. El crítico experimenta una intensa alegría al decirse que puede disecar a un ser, hacer la anatomía de un organismo, y que luego reconstruirá, en su realidad viva, a un hombre con todos sus miembros, sus nervios y su corazón, con todas sus ensoñaciones y toda su carne.

Al estudiar hoy al pintor Édouard Manet, yo no puedo sentir esa alegría. Las primeras obras notables del artista datan de hace diecisiete años como máximo. No me atreveré a juzgarlas de forma absoluta a partir de las treinta o cuarenta telas que he podido ver y apreciar. En este caso no hay un conjunto fijo; el pintor se encuentra en esa edad febril en la que el talento se desarrolla y crece; hasta hoy sin duda no ha mostrado sino un rincón de su personalidad, y tiene ante sí demasiada vida, demasiado futuro, demasiados azares de toda suerte como para que yo intente fijar en estas páginas con rasgos definitivos su fisonomía. Tampoco habría, ciertamente, emprendido la tarea de trazar la simple silueta que me cabe esbozar si no me hubieran determinado a ello poderosos y particulares motivos. Las circunstancias han hecho de Edouard Manet, quien aún es muy joven, uno de los más curiosos e instructivos temas de estudio. La extraña situación en la que, dentro del arte contemporáneo, le ha puesto el público, los críticos, e incluso sus colegas artistas, me ha parecido que debía ser estudiada y explicada con claridad. Y al hacerlo no sólo intento analizar la personalidad de Édouard Manet, sino nuestro mismo movimiento artístico, las opiniones contemporáneas en materia estética.

Se ha producido un caso curioso que, dicho en dos palabras, es el siguiente. Un joven pintor ha obedecido con toda ingenuidad a sus personales tendencias a la hora de ver y de captar; se ha puesto a pintar fuera de las sagradas reglas enseñadas en las escuelas, y ha producido, así, obras particulares, de un sabor amargo y fuerte que han herido la vista de la gente acostumbrada a ver otros aspectos. Y es el caso que esa gente, sin intentar explicarse por qué su vista quedaba herida, han injuriado al joven pintor, lo han insultado en su buena fe y en su talento, han hecho de él una especie de grotesco pelele que saca la lengua para divertir a los necios.

¿No es cierto que resulta interesante estudiar semejante revuelta, y que alguien de una curiosidad independiente como yo tiene razón en detenerse al pasar ante la irónica y ruidosa multitud que rodea al joven pintor y le persigue con sus abucheos?

Imagino que estoy en plena calle y que me encuentro con un grupo de chiquillos que acompañan a Édouard Manet tirándole piedras. Los críticos de arte –perdón, los guardias urbanos– hacen mal su oficio; aumentan el tumulto en lugar de calmarlo, e incluso me parece, ¡Dios me perdone!, que llevan grandes cascotes en la mano. En este espectáculo hay ya cierta grosería que entristece a un paseante solitario como yo, de maneras libres y tranquilas.

Me acerco, pregunto a los chiquillos, pregunto a los guardias urbanos, y pregunto al mismo Édouard Manet. Y nace en mí una convicción. Me doy cuenta de la cólera de los chiquillos y de la tibieza de los guardias; ignoro qué crimen ha cometido ese paria al que se lapida. Vuelvo a casa y redacto, en honor a la verdad, el atestado que va a leerse.

No tengo, evidentemente, sino un único objetivo: apaciguar la ciega irritación de los amotinados, hacerles recuperar sentimientos más inteligentes, rogarles que abran los ojos y, en cualquier caso, que no griten así en la calle. Les pido una crítica sana, no sólo para Édouard Manet, sino también para todos los temperamentos particulares que se presenten. Mi alegato se alarga, y mi objetivo ya no es sólo la aceptación de un único hombre, sino que se convierte en la aceptación del arte completo. Al estudiar en Édouard Manet la acogida que se dispensa a las personas originales, protesto contra ella, hago de una cuestión individual algo que interesa a todos los verdaderos artistas.

Reitero que, por distintas causas, este trabajo no puede ser un retrato definitivo, sino la simple comprobación de un estado actual, un acta levantada ante hechos lamentables que me parecen revelar tristemente el punto en el que casi dos siglos de tradición han conducido a la multitud en materia artística.

París, 1867

[ I ] EL HOMBRE Y EL ARTISTA

Édouard Manet nació en París en 1833. No dispongo sino de escasos pormenores biográficos sobre él. En nuestros tiempos correctos y educados, la vida de un artista es la de un tranquilo burgués que pinta cuadros en su taller como otros venden pimienta detrás de los mostradores. A Dios gracias, la melenuda raza de 1830 ha desaparecido totalmente y nuestros pintores se han convertido en lo que deben ser, en personas que viven la vida corriente.

Tras haber pasado algunos años en casa del abate Poiloup, en Vaugirard, Édouard Manet terminó sus estudios en el colegio Rollin. A los diecisiete años, al salir del colegio, se enamoró de la pintura. ¡Terrible amor este! Los padres toleran una amante, y hasta dos; si es necesario, cierran los ojos al libertinaje del corazón y de los sentidos. Pero las artes, la pintura, es para ellos la gran Impura, la Cortesana siempre hambrienta de carne fresca, que debe beber la sangre de sus hijos y hacerles pasar, aún jadeantes, por su garganta insaciable. En ello radica la orgía, el imperdonable desenfreno, el sangrante espectro que a veces surge en medio de las familias y que turba la paz de los hogares domésticos.

A los diecisiete años, Édouard Manet se embarcó, naturalmente como aprendiz, en un buque que se dirigía a Río de Janeiro. Sin duda alguna, la gran Impura, la Cortesana siempre hambrienta de carne fresca se embarcó con él y acabó de seducirle en medio de las luminosas soledades del océano y del cielo; se dirigió a su carne, balanceó amorosamente ante sus ojos las brillantes líneas del horizonte, le habló apasionadamente con el lenguaje suave y vigoroso de los colores. A su vuelta, Édouard Manet pertenecía por completo a la Infame.

Dejó el mar y fue a visitar Italia y Holanda. Por lo demás, aún se desconocía; se paseó como un joven ingenuo, y perdió el tiempo. Prueba de ello es que, al llegar a París, entró como alumno en el taller de Thomas Couture, en el que permaneció cerca de seis años, con los brazos atados por preceptos y consejos, chapoteando en plena mediocridad, sin saber encontrar su camino. Había en él un temperamento particular que no podía plegarse a aquellas primeras lecciones, y la influencia de aquella educación artística contraria a su naturaleza actuó sobre sus trabajos incluso después de su salida del taller del maestro: durante tres años se debatió bajo su sombra, trabajó sin saber demasiado lo que veía ni lo que quería. Sólo en 1860 pintó el Buveur d’absinthe [«Bebedor de ajenjo»], una tela en la que aún se encuentra una vaga impresión de las obras de Thomas Couture, pero que contiene ya en germen la forma personal del artista.

Desde de 1860, su vida artística es conocida por el público. Cabe recordar la extraña sensación que produjeron algunas de sus telas en la exposición Martinet y en el Salón de los Rechazados en 1863, y cabe también recordar el tumulto que ocasionaron sus cuadros Christ mort et les Anges y Olympia [«Cristo muerto y los ángeles»; «Olimpia»] en los Salones de 1864 y 1865. Volveré sobre ese periodo de su vida al estudiar sus obras.

Édouard Manet es de estatura media, más bien bajo que alto. El pelo y la barba son de un color castaño pálido; los ojos, pequeños y hundidos, son vivos y con una llama juvenil; la boca es muy personal, delgada, está continuamente moviéndose y las comisuras forman un gesto burlón. Todo el rostro, de una irregularidad fina e inteligente, anuncia agilidad y audacia, desprecio por la estupidez y la trivialidad. Si descendemos del rostro a la persona, encontramos en Édouard Manet a un hombre de una educación y una amabilidad exquisitas, de maneras distinguidas y de aspecto simpático.

No me queda más remedio que insistir en estos pormenores infinitamente pequeños. Los farsantes actuales, los que se ganan el pan haciendo reír al público, han hecho de Édouard Manet una especie de bohemio, de picaro, de ridículo hombre del saco. Y el público ha aceptado, como otras tantas verdades, las burlas y las caricaturas. La verdad se ajusta mal con esos títeres fantásticos creados por humoristas a sueldo, y es bueno mostrar al hombre real.

El artista me confesó que adoraba el mundo y que gozaba de una secreta voluptuosidad en los perfumes delicados y luminosos de las veladas nocturnas. Sin duda iba allí arrastrado por su amor por los colores fuertes y vivos; pero en el fondo de él hay también una necesidad innata de distinción y de elegancia que me precio de encontrar en sus obras.

Así es su vida. Trabaja duramente, y el número de sus telas es ya considerable; pinta sin desánimo, sin descanso, yendo recto ante sí, obedeciendo a su naturaleza. Luego vuelve a su interior donde gusta la calma de la burguesía moderna; frecuenta asiduamente el mundo, y lleva una existencia análoga a la de cualquier otro, con la diferencia de que puede ser más pacífico y mejor educado que cualquiera.

Necesitaba, verdaderamente, escribir estas líneas antes de hablar de Édouard Manet como artista. Ahora me siento mucho más cómodo para decir a la gente con prevenciones lo que creo que es la verdad. Espero que dejen de tratar de aprendiz de pintor desaliñado al hombre cuya fisonomía acabo de esbozar en algunos trazos, y que se preste una atención cortés a los juicios totalmente desinteresados que voy a hacer sobre un artista convencido y sincero. Estoy persuadido de que el exacto perfil del Édouard Manet real sorprenderá a muchas personas; en lo sucesivo se le estudiará con risas menos indecorosas y con una atención más oportuna. El asunto es el siguiente: este pintor pinta, sin duda, de forma totalmente ingenua, enteramente refleja; se trata de saber si tiene talento o si se equivoca groseramente.

No quisiera partir del principio de que la falta de éxito de un alumno que obedece a la dirección de un maestro es señal de un talento original, y sacar de ello un argumento en favor de un Édouard Manet perdiendo el tiempo en el taller de Thomas Couture. Cada artista pasa forzosamente por un periodo de titubeos y de dudas que dura más o menos tiempo; es cosa admitida que todos deben pasar ese periodo en el taller de un profesor, y no veo que ello sea malo; los consejos, aunque a veces retrasen la eclosión del talento original, no impiden que éste se manifieste un día, y se olvidan del todo antes o después a poco que se tenga una individualidad más o menos fuerte.

Pero, en el caso actual, me agrada considerar el largo y penoso aprendizaje de Édouard Manet como un síntoma de originalidad. Si mencionase aquí a todos a los que sus maestros han desanimado y luego se han convertido en personas de primer orden, la lista sería larga. «Usted nunca hará nada», dice el maestro, y ello sin duda significa: «Fuera de mí, no hay salvación, y usted no es yo». ¡Dichosos aquellos a los que sus maestros no reconocen como hijos suyos! Son de una raza aparte, y cada uno de ellos aporta su propia palabra a la gran frase que escribe la humanidad y que nunca estará acabada; tienen como destino el ser ellos, a su vez, maestros, egoístas, personalidades nítidas y señaladas.

Así pues, al salir de los preceptos de una naturaleza distinta a la suya, Édouard Manet intentó buscar y ver por sí mismo. Repito que estuvo dolorido durante tres años por los golpes de férula que recibió. Tenía en la punta de la lengua, como se dice habitualmente, la palabra nueva que traía y que no podía pronunciar. Luego su vista se aclaró, distinguió con nitidez las cosas, su lengua dejó de estar trabada, y habló; habló un lenguaje lleno de rudeza y de gracia que inspiró mucho recelo al público. No afirmo en absoluto que el suyo fuese un lenguaje enteramente nuevo y que no contuviese algunos giros españoles sobre los que tendré ocasión de explicarme; pero, por la osadía y la verdad de ciertas imágenes, resultaba fácil comprender que había nacido un artista; que éste hablaba una lengua que había hecho suya y que en lo sucesivo le pertenecía.

Así es como me explico el nacimiento de todo verdadero artista, el de Édouard Manet, por ejemplo. Al sentir que no llegaba a nada copiando a los maestros, al pintar la naturaleza vista a través de individualidades distintas a la suya, comprende, con toda ingenuidad, una hermosa mañana, que le falta intentar ver la naturaleza tal cual es, sin mirarla en las obras y en las opiniones ajenas. Cuando se le ocurre esta idea, toma un objeto cualquiera, un ser o una cosa, lo pone en el fondo de su taller y lo reproduce en un lienzo de acuerdo con sus facultades de visión y de captación. Hace el esfuerzo de olvidar todo lo que había estudiado en los museos; intenta no acordarse más de los consejos recibidos, de las obras que había mirado. Ahí ya sólo hay una inteligencia particular, a la que sirven unos órganos dotados con una morfología propia, que se coloca frente a la naturaleza y la traduce a su manera.

El artista logra, así, una obra que es carne y sangre suya, la cual ciertamente pertenece a la gran familia de las obras humanas; tiene hermanas entre las miles de obras ya creadas, y se parece en mayor o menor medida a algunas de ellas. Pero tiene su belleza propia, es decir, vive una vida personal. Los diversos elementos que la componen, tomados quizá de aquí y de allá, vienen a fundirse en un todo con un sabor nuevo y un aspecto particular; y ese todo, creado por primera vez, es un rostro del genio humano todavía desconocido. En lo sucesivo, Édouard Manet habrá encontrado su camino o, por mejor decirlo, se habrá encontrado a sí mismo: habrá visto con sus ojos y nos dará en cada una de sus telas una traducción de la naturaleza en esa lengua original que acaba de descubrir en el fondo de sí.

Y ahora, suplico al lector que ha tenido a bien leerme hasta aquí con la buena voluntad de comprenderme, que se sitúe en el único punto de vista lógico que permite juzgar sanamente una obra de arte. Sin ello no nos entenderíamos nunca; él conservará las creencias comunes, yo partiré de axiomas totalmente distintos, y ambos iremos, así, alejándonos cada vez más uno del otro: en la última línea me tratará de loco, y yo lo trataré de persona poco inteligente. Necesita proceder como el artista ha hecho consigo mismo: olvidar las riquezas de los museos y las necesidades de las supuestas reglas; expulsar el recuerdo de los cuadros amontonados por pintores muertos; no ver sino la naturaleza frente a frente, tal cual es; no buscar, por último, en las obras de Édouard Manet sino una traducción de la realidad, de un temperamento particular, y hermosa por su interés humano.

Lamentándolo mucho, me veo obligado a exponer aquí algunas ideas generales. Mi estética o, más bien, la ciencia que denominaré estética moderna, difiere demasiado de los dogmas enseñados hasta hoy como para que me atreva a hablar antes de haber sido perfectamente comprendido.

Veamos la opinión de la multitud sobre el arte. Hay una belleza absoluta, situada fuera del artista o, por decirlo mejor, una perfección ideal hacia la que tiende cada uno y que cada cual alcanza en mayor o menor grado. Por lo tanto, hay una medida común que no es sino esa belleza misma. Esa medida común se aplica a cada obra producida, y según se acerque o se aleje una obra de la medida común, se declara que esa obra tiene más o menos mérito. Las circunstancias han querido que se elija como modelo la belleza griega, de manera que el juicio sobre todas las obras de arte creadas por la humanidad se derivan de su mayor o menor similitud con las obras griegas.

De este modo, la amplia producción del género humano, siempre en proceso de creación, ha quedado reducida a la simple eclosión del genio griego. Los artistas de aquel país encontraron la belleza absoluta y, a partir de ese momento, todo ha sido dicho; una vez fijada la medida común, ya sólo se trata de imitar y de reproducir los modelos con la mayor exactitud posible. Hay personas que os demuestran que los artistas del Renacimiento sólo fueron grandes porque fueron imitadores. Durante más de dos mil años, el mundo se transforma, las civilizaciones se alzan y se derrumban, las sociedades se precipitan o languidecen en medio de costumbres siempre cambiantes; y por otra parte, los artistas nacen en diversos sitios, en las mañanas pálidas y frías de Holanda y en las noches cálidas y voluptuosas de Italia y de España. ¡Pero qué importa! La belleza absoluta está ahí, inmutable, dominando las épocas. Contra ellas se rompen miserablemente todas las vidas, todas las pasiones y todas las imaginaciones que han gozado y sufrido durante más de dos mil años.

He aquí, ahora, mis creencias en materia artística. Abrazo con la mirada a la humanidad que ha vivido y que, ante la naturaleza, en cualquier momento, bajo todos los climas, en todas las circunstancias, ha sentido la imperiosa necesidad de crear humanamente, de reproducir mediante las artes los objetos y los seres. Tengo, así, ante mí, un vasto espectáculo del que cada parte me interesa y me conmueve profundamente. Cada gran artista ha venido a darnos una traducción nueva y personal de la naturaleza. La realidad es aquí el elemento fijo, y los diversos temperamentos son los elementos creadores que han dado a las obras caracteres distintos. En esos caracteres distintos, en esos aspectos siempre nuevos estriba para mí el interés poderosamente humano de las obras de arte. Quisiera que las telas de todos los pintores del mundo estuviesen reunidas en una inmensa sala en la que pudiéramos leer página por página la epopeya de la creación humana. El tema sería siempre la misma naturaleza, la misma realidad, y las variaciones serían las formas particulares y originales merced a las cuales los artistas habrían expresado la gran creación de Dios. En medio de esta inmensa sala la multitud debería situarse para juzgar sanamente las obras de arte; la belleza ya no es aquí algo absoluto, una común y ridicula medida; la belleza se convierte en la misma vida humana; el elemento humano se mezcla con el elemento fijo de la realidad y saca a la luz una creación que pertenece a la humanidad. La belleza vive en nosotros, y no fuera de nosotros. ¡Qué me importa una abstracción filosófica! ¡Qué más me da una perfección soñada por un pequeño grupo de hombres! Lo que a mí me interesa como hombre es la humanidad, mi gran madre, y lo que me toca y me arrebata en las creaciones humanas, en las obras de arte, es encontrar en el fondo de cada una a un artista, a un hermano, que me presenta la naturaleza bajo una forma nueva, con todo el poderío o toda la dulzura de su personalidad. Esa obra, así considerada, me cuenta la historia de un corazón y de una carne, me habla de una civilización y de una comarca. Y cuando, desde el centro de la inmensa sala en la que están colgados los cuadros de todos los pintores del mundo, echo una mirada sobre ese vasto conjunto, tengo ahí el mismo poema en mil lenguas distintas, y no me canso de releerlo en cada cuadro, entusiasmado por la delicadeza y el vigor de cada dialecto.

No puedo hacer aquí entrega de todo el libro que me propongo escribir sobre mis creencias artísticas; me contento con indicar a grandes trazos en qué estriba y lo que creo. No derribo ningún ídolo, ni niego a ningún artista. Acepto todas las obras de arte con el mismo título, el de manifestaciones del genio humano. Casi todas me interesan por igual, y todas contienen la verdadera belleza: la vida, la vida en sus mil expresiones, siempre cambiantes y siempre nuevas. La ridicula medida común no existe; la crítica estudia una obra en sí misma y la declara grande cuando encuentra en ella una traducción fuerte y original de la realidad; entonces afirma que la génesis de la creación humana cuenta con una página de más, que ha nacido un artista que da a la naturaleza un alma nueva y nuevos horizontes. Y nuestra creación se extiende desde lo pasado a lo infinito del porvenir. Cada sociedad aportará sus artistas, los cuales aportarán su personalidad. Ningún sistema, ninguna teoría puede contener la vida en sus incesantes producciones. Por lo tanto, para nosotros, jueces de las obras de arte, nuestro cometido se limita a comprobar los lenguajes de los temperamentos, a estudiar esos lenguajes, a decir que en ellos hay una novedad flexible y enérgica. Si es necesario, los filósofos se encargarán de redactar las fórmulas. Yo sólo quiero analizar los hechos, y las obras de arte son simples hechos.

Pongo, por lo tanto, a un lado el pasado, no tengo ni regla ni patrón entre las manos, me coloco ante los cuadros de Édouard Manet como ante hechos nuevos que deseo explicar y comentar.

Lo que ante todo me llama la atención en esos cuadros es un equilibrio muy delicado en las relaciones de los tonos entre sí. Me explico. Unas frutas colocadas en la mesa se destacan sobre un fondo gris; según estén más o menos próximas, entre ellas hay valores de coloración que forman toda una gama de tintes. Si se parte de una nota más clara que la nota real, se está obligado a seguir una gama siempre más clara; ocurre lo contrario cuando se parte de una nota más oscura. Esto es lo que se llama, según creo, la ley de los colores. Que yo sepa, en la escuela moderna sólo Corot, Courbet y Édouard Manet han obedecido constantemente a esta ley al pintar las figuras. Con ella, las obras ganan una claridad singular, una gran verdad y un aspecto con gran encanto.

Édouard Manet parte habitualmente de una nota más clara que la que existe en la naturaleza. Sus pinturas son rubias y luminosas, de una sólida palidez. La luz cae blanca y amplia, iluminando los objetos de forma suave. No hay en ella el menor efecto forzado; los personajes y los paisajes se bañan en una especie de alegre claridad que llena toda la tela.

Lo que después me llama la atención es consecuencia necesaria de la observación exacta de la ley de los valores. Situado frente a un tema cualquiera, el artista se deja guiar por sus ojos, que ven aquél en amplios tintes ordenándose entre sí. Una cabeza puesta contra un muro no es sino una mancha más o menos blanca sobre un fondo más o menos gris; y el vestido yuxtapuesto a la figura se convierte, por ejemplo, en una mancha más o menos azul puesta al lado de la mancha más o menos blanca. De aquí se deriva una gran sencillez, casi ningún pormenor, un conjunto de manchas justas y delicadas que en pocos pasos da al cuadro un relieve conmovedor. Yo corroboro este carácter de las obras de Édouard Manet, porque domina en ellas y les hace ser lo que son. Toda la personalidad del artista consiste en la manera en que su mirada se organiza: ve rubio y ve por masas.

Lo que me llama en tercer lugar la atención es una gracia algo seca, pero encantadora. Entendámonos: no hablo de esa gracia rosa y blanca de las cabezas de porcelana de las muñecas, sino de una gracia penetrante y verdaderamente humana. Édouard Manet es un hombre de mundo, y en sus cuadros hay ciertas líneas exquisitas, ciertas actitudes excesivamente finas y hermosas que dan testimonio de su amor por la elegancia de los salones. Aquí radica el elemento inconsciente, la naturaleza misma del pintor. Y aprovecho la ocasión para protestar contra el parentesco que se ha querido establecer entre los cuadros de Édouard Manet y los versos de Charles Baudelaire. Sé que entre el poeta y el pintor hubo una viva simpatía, pero creo poder afirmar que este último no cometió nunca la estupidez, cometida por tantos otros, de querer poner ideas en su pintura. El corto análisis que acabo de hacer de su talento muestra con qué ingenuidad se coloca ante la naturaleza; si reúne varios objetos o varias figuras, su elección sólo está guiada por el deseo de obtener hermosas manchas, bellas oposiciones. Resulta ridículo querer hacer de un artista que obedece a este temperamento un soñador místico.

Después del análisis, la síntesis. Tomemos cualquier tela del artista y no busquemos sino lo que contiene: objetos iluminados y criaturas reales. Ya he dicho que el aspecto general es el de un rubio luminoso. Bajo la luz difusa, los rostros están tallados en amplios paños de carne, los labios se convierten en simples trazos, todo se simplifica y se alza desde el fondo mediante masas poderosas. El equilibrio de los tonos ordena los planos, llena la tela de aire, da fuerza a cada cosa. Se ha dicho, como burla, que las telas de Édouard Manet recordaban a los grabados de Epinal, y hay mucho de cierto en esa burla que es un elogio; en un caso y en otro los procedimientos son los mismos, los tintes se aplican por placas, con la diferencia de que los obreros de Epinal emplean tonos puros, sin preocuparse de los valores, mientras que Édouard Manet multiplica los tonos y establece entre ellos las relaciones justas. Mucho más interesante sería comparar esta pintura simplificada con los grabados japoneses a los que se parece por su extraña elegancia y sus magníficas manchas.

La primera impresión que produce una tela de Édouard Manet es algo dura. No estamos habituados a ver traducciones tan sencillas y sinceras de la realidad. Luego, como ya he dicho, hay una elegante frialdad que sorprende. Al principio, el ojo sólo percibe tintes ampliamente dispuestos en placas. En seguida los objetos se dibujan y se colocan en su sitio; al cabo de algunos segundos aparece un conjunto vigoroso y se experimenta un verdadero encanto en la contemplación de esta pintura clara y grave, que expresa la naturaleza con una suave brutalidad, si puedo expresarme así. Al acercarse al cuadro se ve que el oficio es más delicado que brusco; el artista sólo emplea la brocha, y lo hace con gran prudencia; no hay amontonamiento de colores, sino una capa uniforme. Este hombre audaz, del que se han burlado, emplea sabios procedimientos, y si sus obras tienen un aspecto peculiar, ello sólo es debido a la manera enteramente personal mediante la que percibe y traduce los objetos.

En suma, si me interrogaran, si me preguntaran qué nueva lengua habla Édouard Manet, respondería: habla una lengua hecha de sencillez y de equilibrio. La nota que aporta es esa nota rubia que llena la tela de luz. La traducción que nos da es una traducción exacta y sencilla, que procede por grandes conjuntos y que sólo señala las masas.

No me cansaré de repetir que para comprender y apreciar este talento es preciso olvidar mil cosas. Tampoco se trata aquí de una búsqueda de la belleza absoluta; el artista no pinta ni la historia ni el alma; lo que se llama composición no existe para él, y la tarea que se impone no es representar tal pensamiento o tal hecho histórico. De aquí que no deba juzgársele ni como moralista ni como literato: debe juzgársele como pintor. Los cuadros con figuras los trata como se permite en las escuelas tratar las naturalezas muertas; quiero decir que agrupa las figuras ante sí, un poco al azar, y que después no tiene otra preocupación que la de fijarlas en la tela tal como las ve, con las vivas oposiciones que forman al destacarse unas sobre otras. No le pidáis otra cosa que una traducción de una exactitud literal. No sabría cantar ni filosofar. Sabe pintar, y eso es todo: tiene el don, y ese es su temperamento propio, el de captar en su delicadeza los tonos dominantes y de poder, así, modelar en grandes planos las cosas y los seres.

Es un hijo de nuestra época. En él veo un pintor analítico. Todos los problemas han sido puestos en cuestión, la ciencia ha querido reposar sobre bases sólidas y ha vuelto a la observación exacta de los hechos. Y este movimiento no se produce sólo en el orden científico; todos los conocimientos, todas las obras humanas intentan buscar en la.realidad principios firmes y definitivos. Nuestros paisajistas modernos triunfan sobre nuestros pintores de historia y de género porque han estudiado nuestros campos, contentándose con traducir el primer rincón de bosque encuentran. Édouard Manet aplica el mismo método a cada una de sus obras. Mientras que otros se rompen la cabeza para inventar una nueva Mort de César o un nuevo Socrate buvant la cigue [«Muerte de César»; «Sócrates bebiendo la cicuta»], él coloca tranquilamente en un rincón de su taller algunos objetos y algunas personas, y se pone a pintar, analizando el conjunto con cuidado. Repito que es un simple analista; su trabajo tiene mucho más interés que los plagios de sus colegas; el mismo arte tiende así hacia la certeza; el artista es un intérprete de lo que hay, y sus obras tienen para mí el gran mérito de ser una descripción precisa hecha en una lengua original y humana.

Se le ha reprochado que imita a los pintores españoles. Estoy de acuerdo en que hay cierto parecido entre sus primeras obras y las de sus maestros: uno es siempre hijo de alguien. Pero, desde su Déjeuner sur l’ herbe [«Almuerzo en la hierba»], me parece que afirma de forma clara esa personalidad que he intentado explicar y comentar brevemente. La verdad quizá sea que el público, al verle pintar escenas y costumbres de España, ha decidido que tomaba sus modelos de más allá de los Pirineos. De aquí a la acusación de plagio, no hay mucho. Ahora bien, conviene decir que, si Édouard Manet ha pintado espadas y majos1, es porque tenía en su taller vestidos españoles cuyo colorido encontraba hermoso. Sólo en 1865 ha recorrido España, y sus telas tienen un acento demasiado individual como para que sólo se quiera ver en él a un bastardo de Velázquez y de Goya.

[ II ] LAS OBRAS

Al hablar de las obras de Édouard Manet ahora puedo hacerme entender mejor. He indicado a grandes rasgos las características del talento del artista, y cada tela que analice vendrá a apoyar con un ejemplo el juicio que he emitido. El conjunto es cosa conocida, de manera que sólo se trata de dar a conocer sus pormenores. Al decir lo que he sentido ante cada cuadro restableceré el conjunto de la personalidad del pintor.

La obra de Édouard Manet es ya considerable. Este trabajador sincero y laborioso ha empleado bien los seis últimos años. A los sarcásticos que lo tratan de picaro ocioso y chocarrero, les desearía su valor y su amor por el trabajo. Ultimamente he visto en su taller una treintena de telas, la más antigua de las cuales data de 1860. Las ha reunido allí para juzgar sobre el conjunto que formarían en la Exposición Universal.

Espero encontrarlas en el Campo de Marte en mayo próximo, y cuento con que establecerán de forma sólida y definitiva la reputación del artista. No se trata ya de dos o tres obras, sino de treinta obras al menos, de seis años de trabajo y de talento. No se puede negar al vencido por la multitud una brillante revancha de la que debe salir vencedor. Los jueces comprenderán, en la solemnidad que se prepara, que sería poco inteligente ocultar de forma sistemática uno de los rostros más originales y sinceros del arte contemporáneo. En este caso el rechazo sería un verdadero crimen, un asesinato oficial.

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Entonces quisiera yo coger de la mano a los escépticos y llevarlos ante los cuadros de Édouard Manet: «Ved y juzgad –les diría–. He aquí al hombre grotesco, la persona impopular. Ha trabajado durante seis años, y esta es su obra. ¿Todavía reís? ¿Os sigue pareciendo una divertida bufonada? ¿Empezáis a daros cuenta, no es cierto, que hay algo más que gatos negros en ese talento? El conjunto es uno y completo, y aparece ampliamente, con su sinceridad y su potencia. En cada tela, la mano del artista habla el mismo lenguaje, exacto y sencillo. Cuando abrazáis con la mirada todas las telas a la vez, encontráis que las distintas obras se mantienen, se completan, que representan una enorme suma de análisis y de vigor. Seguid riendo, si es que os gusta; pero, atención, porque, en lo sucesivo, os reiréis de vuestra ceguera».

La primera sensación que he experimentado al entrar en el taller de Édouard Manet ha sido una sensación de unidad y de fuerza. En la primera mirada que uno lanza sobre las paredes hay algo áspero y suave. Antes de detenerse sobre una tela en concreto, los ojos vagan a la aventura, de abajo arriba, de derecha a izquierda, y esos colores claros, esas formas elegantes que se mezclan, tienen una armonía y una franqueza hechas de una sencillez y una energía extremas.

Luego he analizado lentamente las obras una por una. He aquí, en pocas líneas, mis sentimientos ante cada una de ellas; insisto en las más importantes.

Como he dicho, la tela más antigua es el Buveur d’ absinthe, un hombre desencajado y embrutecido, envuelto en un trozo de abrigo y hundido en sí mismo. El pintor todavía se buscaba; en el tema hay casi una intención melodramática, y tampoco encuentro ahí ese temperamento exacto y sencillo, poderoso y amplio que el artista afirmará más tarde.

Después vienen el Chanteur espagnol y el Enfant à l’ épée [«Cantante español»; «Niño con espada»]. Son estas las primeras piedras, las primeras obras que han utilizado para aplastar las últimas obras del pintor. El Chanteur espagnol, un español sentado en un banco de madera verde que canta y pellizca las cuerdas de su instrumento, ha obtenido una mención honorable. El Enfant à l’ épée es un muchacho de pie, con aire ingenuo y asombrado, que sostiene con las dos manos una enorme espada adornada con su talabarte. Estas pinturas son firmes y sólidas y, por otra parte, muy delicadas, sin que hieran en nada la vista débil de la multitud. Se dice que Édouard Manet tiene algún parentesco con los maestros españoles, lo que nunca ha sido tan claro como en el Enfant à l’épée. La cabeza de ese pequeño muchacho es una maravilla de modelado y de fuerza atemperada. Si el artista hubiese seguido pintando cabezas semejantes, habría sido mimado por el público y le habrían abrumado con elogios y dinero. Es cierto que hubiera sido un reflejo y que nunca hubiéramos conocido la hermosa sencillez que constituye todo su talento. Confieso que mis simpatías se dirigen a otras obras del pintor; prefiero la franca frialdad, las manchas justas y poderosas de la Olimpia, a las delicadezas rebuscadas y estrechas del Enfant à l’épée.

A partir de ahora sólo hablaré de los cuadros que me parecen carne y sangre de Édouard Manet. En primer lugar están las telas de 1863, cuya aparición en Martinet, en el Boulevard des Italiens, produjo una verdadera revuelta. Como es habitual, silbidos y abucheos anunciaron que un artista nuevo y original acababa de aparecer. Las telas expuestas eran catorce; de ellas veremos ocho en la Exposición Universal: el Vieux Musicien [«El viejo músico»], el Liseur [«Lector»], los Gitanos, un Gamin [«Muchacho»], Lola de Valence [«Lola de Valencia»], la Chántense des rúes [«Cantante de las calles»], el Ballet espagnol, la Musique aux Tuileries [«Música en las Tullerías»].

Me contentaré con citar las cuatro primeras. En lo que se refiere a Lola de Valance, ésta es célebre por un cuarteto de Charles Baudelaire que recibió el mismo tratamiento y los mismos abucheos que el cuadro:

Entre tant de beautés que partout on peut voir,
Je comprends bien, amis, que le désir balance,
Mais on voit scintiller dans Lola de Valence
Le charme inattendu dun bijou rose et noir2

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No pretendo defender estos versos, pero para mí tienen el gran mérito de ser un juicio en verso de la entera personalidad del artista. No sé si fuerzo el texto, pero es perfectamente cierto que Lola de Vaíence es una joya rosa y negra; el pintor ya sólo procede por manchas, y su española está ampliamente pintada mediante vivas oposiciones; toda la tela está cubierta por dos tintes.

De los cuadros que acabo de nombrar, el que prefiero es la Chanteuse des rues. Una joven, bien conocida en las colinas del Panteón, sale de una brasserie comiendo cerezas en una hoja de papel. Toda la obra es de un gris suave y rubio; la naturaleza me parece haber sido analizada con sencillez y exactitud extremas. Dejando a un lado el tema, esta página tiene una austeridad que engrandece el marco; en ella se siente la búsqueda de la verdad, el trabajo concienzudo de un hombre que sobre todo quiere decir francamente lo que ve.

Los otros dos cuadros, el Ballet espagnol y la Musique aux Tuileries, fueron los que hicieron estallar el escándalo. Un aficionado exasperado llegó incluso a amenazar con pasar a mayores si se dejaba por más tiempo en la sala la Musique aux Tuileries. Comprendo la ira de ese aficionado: imaginad, bajo los árboles de las Tullerías, a toda una multitud, quizá a un centenar de personas, que se mueven al sol; cada personaje es una simple mancha, apenas determinada, en la que los pormenores se convierten en líneas o en puntos negros. Si yo hubiese estado allí, hubiese rogado al aficionado que se pusiera a una respetuosa distancia y entonces habría visto que esas manchas vivían, que la multitud hablaba y que esa tela era una de las obras características del artista en la que más ha seguido el dictado de sus ojos y de su temperamento.

En el Salón des Refusés [«Salón de los rechazados»], en 1863, Édouard Manet tenía tres telas. No sé si fue a título de perseguido, pero en esa ocasión el artista encontró defensores y hasta admiradores. Hay que decir que los cuadros expuestos eran de los más notables: el Déjeuner sur l’herbe, un Portrait de jeune homme en costume de majo [«Retrato de joven vestido de majo»] y el Portrait de mademoiselle V… en costume d’espada [«Retrato de la señorita V… vestida de torero»].

Estas dos últimas telas fueron consideradas de gran brutalidad, pero de un raro vigor y con tonos extremadamente fuertes. En mi opinión, el pintor se mostró en ellas más colorista de lo acostumbrado. La pintura sigue siendo rubia, pero de un rubio leonado y deslumbrante. Las manchas son grasas y enérgicas y se destacan sobre el fondo con toda la brusquedad de la naturaleza.

El Déjeuner sur l’herbe es la mejor tela de Édouard Manet, aquella en la que ha cumplido el sueño de todos los artistas: poner figuras de tamaño natural en un paisaje. Sabemos con qué fuerza ha vencido esta dificultad. En ella aparece algo de follaje, algunos troncos de árboles y, al fondo, un río en el que se baña una mujer en camisa; en primer plano, dos jóvenes están sentados frente a una segunda mujer que acaba de salir del agua y que se seca desnuda al aire. Esta mujer desnuda escandalizó al público, que sólo la vio a ella en la tela. ¡Dios mío! ¡Qué indecencia: una mujer, sin el menor velo, entre dos hombres vestidos! Esto no se había visto nunca, creencia que era un grosero error, porque en el museo del Louvre hay más de cincuenta cuadros en los que se encuentran mezclados personajes vestidos y personajes desnudos. Pero nadie se escandaliza en el museo del Louvre. Por lo demás, la multitud se cuidó muy mucho de juzgar el Déjeuner sur l’herbe como debe ser juzgada una verdadera obra de arte; sólo vio personas que comían en la hierba, al salir del baño, y creyó que el artista había tenido una intención obscena y provocadora en la disposición del tema, siendo así que el artista había sencillamente buscado oposiciones vivas y masas libres. Los pintores, sobre todo Édouard Manet, que es un pintor analítico, no tienen esa preocupación por el tema que atormenta ante todo a la multitud; para ellos, el tema es un pretexto a la hora de pintar, mientras que para la multitud sólo existe aquél. Seguramente, la mujer desnuda del Déjeuner sur l’herbe no está ahí sino para dar al artista la ocasión de pintar algo de carne. Lo que hay que ver en el cuadro no es un almuerzo en la hierba, sino el paisaje completo, con su vigor y su finura, con sus primeros planos, tan amplios y tan sólidos, y sus fondos de tan suave delicadeza; es esa carne firme, modelada con grandes paños de luz, esos tejidos simples y fuertes y, sobre todo, esa deliciosa silueta de mujer en camisa que forma, en el fondo, una adorable mancha rubia en medio del follaje verde; es, por último, ese amplio conjunto lleno de aire, ese rincón de la naturaleza expresado con tan precisa sencillez, toda esa admirable página en la que un artista ha puesto los elementos singulares y propios que estaban en él.

En 1864, Édouard Manet expuso el Christ mort et les Anges y un Combat de toreaux. De este último cuadro sólo ha conservado la espada del primer plano –el Homme mort–, que se acerca mucho en su concepción al Enfant à l’épée; en él, la pintura está pormenorizada y es muy tupida, de gran finura y solidez; sé de antemano que será uno de los éxitos de la exposición del artista, porque la multitud gusta mirar de cerca y no ser sorprendida por el carácter áspero y excesivamente rudo de una originalidad auténtica. En lo que a mí atañe, declaro que prefiero con mucho el Christ mort et les Anges; en él encuentro a un Édouard Manet completo, con los prejuicios de su mirada y la audacia de su mano. Se ha dicho que este Cristo no era un Cristo, y confieso que puede ser así; para mí, se trata de un cadáver pintado a plena luz, con franqueza y vigor; e incluso me gustan los ángeles del fondo, esos niños con grandes alas azules, de un carácter extraño, muy suave y elegante.

En 1865, Édouard Manet es recibido de nuevo en el Salón; expone un Jésus insulté par les soldats [«Jesús insultado por los soldados»], y su obra maestra, su Olympia. He dicho obra maestra y no me desdigo. Afirmo que esta tela es verdaderamente la carne y la sangre del pintor. Lo contiene por entero y sólo le contiene a él. Permanecerá como la obra característica de su talento, como la marca más excelsa de su poder. Yo he leído en ella la personalidad de Édouard Manet, y cuando he analizado el temperamento del artista, tenía únicamente ante los ojos esta tela que encierra a todas las demás. Como afirman los bufones públicos, tenemos aquí un grabado de Epinal. Olympia, acostada sobre sábanas blancas, forma una gran mancha pálida, blanca sobre fondo negro; en ese fondo negro se encuentra la cabeza de la mujer negra que trae un ramo de flores y el famoso gato que tanto ha divertido al público. A primera vista sólo se distinguen, así, en el cuadro, dos tintes, dos tintes violentos, que se anulan entre sí. Por lo demás, los pormenores han desaparecido. Mirad la cabeza de la joven: los labios son dos delgadas líneas rosas, y los ojos se reducen a algunos trazos negros. Ved ahora el ramo de flores, y os ruego que lo hagáis de cerca: placas rosas, placas azules y placas verdes. Todo se simplifica, y si queréis reconstruir la realidad tenéis que retroceder algunos pasos. Entonces se produce un extraño fenómeno: cada objeto se sitúa en su plano, la cabeza de Olympia se destaca del fondo con un relieve sorprendente, el ramo de flores resulta una maravilla de brillo y de frescura. La exactitud de la mirada y la sencillez de la mano han hecho este milagro; el pintor ha procedido como lo hace la misma naturaleza, por masas claras, por amplias franjas de luz, y su obra tiene el aspecto algo rudo y austero de la naturaleza. Por lo demás, hay algunas resoluciones previamente tomadas: el arte sólo vive de fanatismo. Y esas resoluciones previas son precisamente esa sequedad elegante, esa violencia en las transiciones que he señalado. En ello consiste el acento personal, el particular sabor de la obra. Nada hay de una finura más exquisita que los tonos pálidos de las distintas líneas blancas sobre las que está acostada Olympia. En la yuxtaposición de esos blancos se ha vencido una inmensa dificultad. El mismo cuerpo de la niña contiene encantadores tonos pálidos; se trata de una joven de dieciséis años, sin duda un modelo que Édouard Manet ha copiado tranquilamente tal cual era. Y todo el mundo ha puesto el grito en el cielo: han encontrado indecente ese cuerpo desnudo; y debía serlo, puesto que ahí no hay sino carne, una joven que el artista ha puesto en el lienzo en su desnudez joven y ya marchita. Cuando nuestros artistas nos entregan sus Venus, corrigen la naturaleza, mienten. Édouard Manet se pregunta por qué mentir, por qué no decir la verdad; nos ha hecho conocer a Olympia, una joven de nuestra época que encontráis en las aceras y que comprime sus delgados hombros en un pequeño chal de lana desteñida. Como de costumbre, el público se ha cuidado mucho de comprender lo que quería el pintor; ha habido personas que han buscado en el cuadro un sentido filosófico; a otras, más deshonestas, no les hubiera molestado descubrir en él una intención obscena. Así pues, ¡dígales en voz alta, querido maestro, que no es usted lo que piensan, que para usted un cuadro no es sino un simple pretexto para el análisis! Necesitaba una mujer desnuda, y ha escogido usted a Olympia, la primera que se ha presentado; necesitaba usted manchas claras y luminosas, y ha puesto usted un ramo de rosas; necesitaba manchas negras, y ha colocado usted en un rincón a una mujer negra y a un gato. ¿Qué es lo que quiere decir todo esto? Usted apenas lo sabe, y yo tampoco. Pero sí sé que ha logrado hacer admirablemente la obra de un pintor, de un gran pintor; quiero decir que ha logrado traducir enérgicamente y en un lenguaje propio las verdades de la luz y de la sombra, las realidades de los objetos y de las criaturas.

Llego ahora a las últimas obras, a las que el público no conoce. Ved la inestabilidad de las cosas humanas: Édouard Manet, que ha sido recibido en el Salón en dos ocasiones consecutivas, es decididamente rechazado en 1866; se acepta esa obra tan extraña y original que es Olympia, y no se quiere saber nada del Joueur de fifre [«El tocador de pífano»] ni del Acteur tragique [«Actor trágico»], telas que encierran la personalidad entera del artista, pero que no la firman tan claramente. El Acteur tragique, un retrato de Rouvière vestido de Hamlet, lleva un traje negro que es una maravilla de ejecución. Raramente he visto semejante finura en los tonos y tal facilidad en la pintura de tejidos de un mismo color yuxtapuesto. Sin embargo, prefiero el Joueurdefifre, un hombrecillo, un niño de una banda de músicos que sopla en su instrumento con todo su aliento y todo su corazón. Uno de nuestros grandes paisajistas modernos ha dicho que este cuadro era «la enseña de una tienda de alquiler de trajes», y estoy de acuerdo si con ello ha querido decir que el vestido del joven músico está tratado con la sencillez de una imagen. El amarillo de los galones, el azul oscuro de la túnica y el rojo de los calzones son también aquí grandes manchas. Y esta simplificación producida por la mirada clara y justa del artista, ha hecho de la tela una obra enteramente rubia, totalmente ingenua, deliciosa hasta la gracia, real hasta la aspereza.

Quedan, por último, cuatro telas, que apenas se acaban de secar: el Fumeur [«Fumador»], la Joueuse de guitare [«La guitarrista»], un Portrait de madame M… [«Retrato de la señora M.»] y Une jeune Dame en 1866 [«Una joven dama en 1866»]. El Protrait de madame M… es una de las mejores páginas del artista; debiera repetir lo que ya he dicho: sencillez y equilibrio extremos, aspecto claro y delicado. Para terminar, encuentro visiblemente expresada en Une jeune Dame en 1866 esa elegancia innata que Édouard Manet, hombre de mundo, tiene dentro de sí. Una joven, vestida con un largo peinador rosa, de pie, con la cabeza graciosamente inclinada, respira el aroma de un ramo de violetas que sostiene en su mano derecha; a la izquierda, un loro se inclina en su percha. El peinador es de una gracia infinita, delicado a la vista, muy amplio y muy rico; el movimiento de la joven tiene un encanto indecible. Todo ello sería incluso demasiado bonito si el temperamento del pintor no pusiera sobre el conjunto la marca de su austeridad.

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Olvidaba cuatro notables marinas –el Stearn Boat; le Cmnbat du Kerseage et de l’Albania [«El combate del Kerseage y del Albama»]; Vue de mer, temps calme [«Vista del mar con tiempo calmo»]; Bateau de pêche arrivant vent arrtère [«Llegada de un barco de pesca con el viento de popa»]–, cuyas magníficas olas demuestran que el artista ha recorrido y amado el océano, y siete cuadros de naturalezas muertas y de flores que felizmente empiezan a ser considerados como obras maestras por todo el mundo. Los más declarados enemigos del talento de Édouard Manet le conceden que pinta bien los objetos inanimados. Es un primer paso. Entre esas naturalezas muertas he admirado sobre todo un espléndido ramo de peonías –un Vase de fleurs [«Jarrón con flores»]– y una tela titulada un Déjeuner que permanecerán en mi memoria junto a la Olympia. Por otra parte, según el mecanismo de su talento cuyo engranaje he intentado explicar, el pintor debe forzosamente expresar con gran fuerza un grupo de objetos inanimados.

Tal es la obra de Edouard Manet, y tal el conjunto que, como espero, el público estará llamado a ver en una de las salas de la Exposición Universal. No puedo pensar que la multitud permanecerá ciega e irónica ante este conjunto armonioso y cabal, cuyas partes acabo brevemente de estudiar. Hay en él una manifestación demasiado original, demasiado humana como para que la verdad no salga victoriosa. Que el público se diga sobre todo que esos cuadros representan solamente seis años de esfuerzo y que el artista tiene apenas treinta y seis. El porvenir es suyo; yo mismo no me atrevo a encerrarlo en el presente.

[ III ] EL PÚBLICO

Me queda por estudiar y por explicar la actitud del público ante los cuadros de Édouard Manet. Una vez conocidos el hombre, el artista y las obras, queda otro elemento, la multitud, si se quiere comprender cabalmente el singular caso artístico al que hemos asistido. El drama estará completo; tendremos en la mano todos los hilos de los personajes, todos los pormenores de esta extraña aventura.

Por lo demás, nos equivocaríamos si pensásemos que el pintor no ha encontrado ninguna simpatía. Para la mayoría, es un paria, pero también un pintor de talento para un grupo que aumenta constantemente. Sobre todo en esta última época, el movimiento en su favor ha sido más amplio y más señalado. Los bufones se asombrarían si diese los nombres de ciertas personas que han testimoniado al autor su amistad y su admiración. Hay, ciertamente, una tendencia a aceptarlo, y espero que ello sea una realidad en poco tiempo. Entre sus colegas los hay también ciegos, que ríen sin comprender porque ven reír a los demás. Pero los verdaderos artistas no han negado nunca a Édouard Manet sus grandes cualidades de pintor. Obedeciendo a su propio temperamento, sólo han hecho las restricciones que debían hacer. Si de algo son culpables es de haber tolerado que uno de sus colegas, un muchacho sincero y de mérito, fuese abofeteado de la manera más indigna. Puesto que veían claro, y puesto que ellos, pintores, se daban cuenta de las intenciones del nuevo pintor, debían de haberse encargado, en mi opinión, de hacer callar a la multitud. Siempre he esperado que uno de ellos se levantara y dijera la verdad. Pero en Francia, en este país animoso y frivolo, hay un miedo terrible al ridículo; cuando, en una reunión, tres personas se burlan de alguien, todo el mundo se echa a reír, y si allí hay personas inclinadas a defender a la víctima, bajan los ojos humilde y cobardemente, y ellos mismos enrojecen, incómodos, con una media sonrisa. Estoy seguro que Édouard Manet ha debido hacer curiosas observaciones sobre ciertas molestias súbitas sufridas ante él por personas que conocía.

En esto radica toda la historia de la impopularidad del artista, y puedo fácilmente explicar las risas de unos y la cobardía de otros. Cuando la multitud ríe, casi siempre lo hace por nada. Vedlo en el teatro: un actor se cae al suelo y la sala entera se ríe con una alegría convulsiva; mañana, los espectadores seguirán riendo ante el recuerdo de aquella caída. Poned a diez personas de inteligencia suficiente ante un cuadro de aspecto nuevo y original, y esas personas, las diez, se comportarán como un niño; se darán codazos, comentarán la obra de la manera más cómica del mundo. Los necios se pondrán en la fila, aumentando el grupo; pronto aquello será una verdadera algazara, un acceso de estúpida locura. No invento nada. La historia artística de nuestra época está ahí para decir que ese grupo de necios y de burlones ciegos se ha formado ante las primeras telas de Decamps, de Delacroix, de Courbet. Un escritor me contaba recientemente que hace tiempo, habiendo cometido la torpeza de decir en un salón que el talento de Decamps no le desagradaba, le habían puesto en la calle sin miramientos. Pues la risa se contagia, y París se despierta un buen día con un nuevo juguete.

Entonces es el frenesí. El público tiene un hueso por roer. Y hay todo un ejército cuyo interés estriba en mantener la alegría de la multitud, y bonita manera tiene de lograrlo. Los caricaturistas la toman con el hombre y con la obra; los cronistas ríen más alto que los burlones desinteresados. En el fondo, sólo es risa, sólo es viento. No hay en ello la menor convicción, la más pequeña preocupación por la verdad. El arte es serio, y aburre profundamente; hay que alegrarlo un poco, buscar una tela en el Salón que puedan ridiculizar. Y entonces se dirigen siempre a esa extraña obra que resulta ser el fruto maduro de una personalidad nueva.

Remontémonos a ella, causa de risas y de burlas, y comprobemos que sólo el aspecto más o menos peculiar del cuadro ha producido esa loca alegría. Tal actitud está llena de comicidad, determinado color ha hecho llorar de risa, cierta línea ha puesto enfermas a más de cien personas. El público sólo ha visto un tema, y un tema tratado de cierta manera. Mira las obras de arte como los niños miran las imágenes: para divertirse, para alegrarse un poco. Los ignorantes se burlan confiadamente; los doctos, los que han estudiado arte en las escuelas muertas, se molestan por no encontrar, al examinar la obra nueva, su mirada y sus creencias habituales. Nadie piensa en ponerse en el verdadero punto de vista. Unos no comprenden nada; otros comparan. Todos se extravían, y entonces la alegría o la cólera sube a la garganta de cada uno.

Repito que sólo el aspecto es lo que produce todo esto. El público ni siquiera ha intentado penetrar en la obra; se ha quedado, por decirlo así, en la superficie. Lo que le choca y le irrita no es la constitución íntima de la obra, sino su apariencia general y externa. Si se diera el caso, aceptaría gustoso la misma imagen presentada de otra manera.

La originalidad: ese es el gran espanto. Todos somos, en mayor o menor medida y a nuestro pesar, animales rutinarios que pasan tercamente por el sendero por el que ya han transitado. Y cualquier camino nuevo nos da miedo, olfateamos precipicios desconocidos y nos negamos a avanzar. Necesitamos siempre el mismo horizonte; nos reímos o nos irritamos por cosas que no conocemos. De aquí que aceptemos sin problema una osadía tibia, y que rechacemos violentamente lo que nos distrae de nuestras costumbres. Cuando aparece alguien personal, tenemos miedo y desconfianza; somos como caballos espantadizos que se encabritan ante un árbol caído en mitad del camino porque no se explican ni la naturaleza ni la causa de ese obstáculo, ni tampoco intentan, por otra parte, explicárselo.

Todo ello no es mas que un asunto de costumbres. A fuerza de ver el obstáculo, el miedo y la desconfianza disminuyen. Luego hay siempre algún amable paseante que nos afea nuestro comportamiento airado y que tiene a bien explicarnos nuestro miedo. Yo deseo simplemente desempeñar el modesto cometido de ese paseante cara a esas personas espantadizas a las que los cuadros de Édouard Manet mantienen encabritadas o amedrentadas en el camino. El artista empieza a cansarse de su oficio de espantajo; pese a todo su valor, siente que se queda sin fuerza ante la irritación pública. Es hora de que la multitud se acerque y caiga en la cuenta de sus ridículos miedos.

Por lo demás, sólo hay que esperar. Ya he dicho que la multitud es un niño grande que carece de la menor convicción y que termina siempre por aceptar a la gente que se impone. La eterna historia del talento ridiculizado y luego admirado hasta el fanatismo se repetirá con Édouard Manet. Habrá tenido el destino de los maestros, de Delacroix y de Courbet, por ejemplo. Está en ese punto en el que la tempestad formada por las risas se apacigua, en el que al público empieza a dolerle los costados de tanto reír y sólo pide volver a la seriedad. Mañana, si no es hoy, será comprendido y aceptado, y si insisto sobre la actitud de la muchedumbre frente a cada individualidad que aparece, ello se debe a que el estudio de este asunto es justamente lo que constituye el interés general de estas páginas.

El público nunca se corregirá de sus miedos. Dentro de ocho días, Édouard Manet será quizá olvidado por unos burlones que habrán topado con otro juguete. Cuando aparezca un nuevo temperamento enérgico, volveréis a oír los abucheos y los silbidos. El último en llegar es siempre el monstruo, la oveja sarnosa del rebaño. La historia artística de esta última época prueba la verdad de este hecho, y la simple lógica basta para prever que se reproducirá fatalmente mientras que la multitud no quiera ponerse en el único punto de vista que permite juzgar sanamente una obra de arte.

El público nunca será justo con los verdaderos artistas creadores si no se contenta con buscar únicamente en una obra de arte una libre traducción de la naturaleza en un lenguaje particular y nuevo. ¿No está hoy profundamente triste por pensar que se abucheó a Delacroix, que no se tuvo ninguna esperanza en ese genio que sólo triunfó tras su muerte? ¿Qué piensan sus antiguos detractores? ¿Por qué no confiesan en voz alta que fueron ciegos y carentes de inteligencia? Ello sería una lección. Quizá se decidieran entonces a comprender que no hay ninguna medida común, ni reglas, ni necesidad de ningún tipo, sino hombres vivos que aportan una de las libres expresiones de la vida, que dan su carne y su sangre y que suben tanto más alto en la gloria humana cuanto más personales y absolutos resultan. Se iría derecho, con admiración y simpatía, a las telas de maneras libres y extrañas; éstas serían las que se estudiasen con más calma y atención, para ver si no acaba de aparecer una faceta del genio humano. Se pasaría despectivamente ante las copias, ante los balbuceos de las falsas personalidades, ante todas esas imágenes de cuatro cuartos que sólo proceden de una mano hábil. Se buscaría ante todo en una obra de arte un acento humano, un rincón vivo de la creación, una manifestación nueva de la humanidad enfrentada a las realidades de la naturaleza.

Pero nadie guía a la multitud. ¿Y qué queréis que haga ante el gran estrépito de las opiniones contemporáneas? El arte se ha fragmentado, por decirlo así; al parcelarse, el gran reino se ha dividido en una multitud de pequeñas repúblicas. Cada artista intenta atraer a la multitud, halagándola, proporcionándole los juguetes que le gustan, dorados y adornados con cintas rosas. Entre nosotros el arte se ha convertido, así, en una gran confitería, donde hay dulces para todos los gustos. Los pintores sólo han sido los mezquinos decoradores que trabajan en la ornamentación de nuestros espantosos apartamentos modernos; los mejores de ellos se han hecho anticuarios, han robado algo de su forma de hacer a algún gran maestro muerto, y sólo los paisajistas, los que analizan la naturaleza, han permanecido siendo apenas verdaderos creadores. Este pueblo de decoradores mezquinos y burgueses hace un ruido de todos los demonios; cada uno tiene su pequeña teoría, y todos intentan agradar y vencer. La multitud, adulada, va de uno a otro, divirtiéndose hoy con los amaneramientos de aquél, para pasar mañana a la falsa energía de éste. Y este comercio pequeño y vergonzoso, esos halagos y esas admiraciones de pacotilla se hacen en nombre de las pretendidas leyes sagradas del arte. Para hacer con pan de miel la figura de una mujercilla se pone en juego Italia y Grecia, se habla de lo bello como de un señor al que se conoce y del que seríamos respetuosos amigos.

Luego vienen los críticos de arte que todavía enturbian más este tumulto. Los críticos de arte son intérpretes que tocan todos a la vez su melodía, cada uno de los cuales escucha sólo su instrumento en la espantosa algarabía que producen. Uno habla del color, otro del dibujo, otro de moral. Podría nombrar aquí al que cuida su frase y se contenta con describir cada tela de la forma más pintoresca posible; o también de aquel que, a propósito de una mujer tendida de espaldas, encuentra el medio de hacer un discurso democrático; o de aquel que expresa mediante coplillas los graciosos juicios que emite. La multitud, desorientada, no sabe a quién escuchar: Pedro dice blanco, y Pablo negro; si se creyese al primero, se borraría el paisaje de aquel cuadro, y si se creyese al segundo se borrarían las figuras, de manera que sólo quedase el marco, cosa que, por lo demás, sería una excelente medida. No hay, así, ninguna base para el análisis; la verdad no es una y completa, y todo esto no son sino divagaciones más o menos razonables. Cada uno se pone ante la misma obra con disposiciones interiores distintas, y cada cual emite el juicio que le sugiere la ocasión o su talante interior.

Al ver el escaso entendimiento del mundo que pretende tener la misión de guiarla, la multitud se abandona a sus ganas de reír o de admirar. Esta carece de método y de visión de conjunto. Las obras le agradan o le desagradan, eso es todo. Y conviene observar que lo que le agrada es siempre lo más trivial, lo que está acostumbrada a ver cada año. Nuestros artistas no la miman; la han habituado a tales empalagos, a mentiras tan bonitas que niega con toda su fuerza las verdades fuertes. Todo ello no es sino un sencillo asunto de educación. Cuando aparece un Delacroix, se le abuchea. ¡Y ello porque no se parece a los demás! El espíritu francés, un espíritu que en la actualidad desearía cambiar dándole algo más de peso, se mezcla también aquí, y todo se convierte en burla para divertir a los más tristes.

Esta es la razón por la que una banda de rapaces se encontró un día en la calle con Édouard Manet y organizó a su alrededor un tumulto que hizo que yo, paseante curioso y desinteresado, me detuviera. He redactado, con mejor o peor suerte, un alegato en el que quito la razón a esos mozalbetes, en el que intento arrancar al artista de sus manos y llevarle a un lugar seguro. En el tumulto había policías –perdón, críticos de arte– que me aseguraron que aquel hombre era lapidado por haber ultrajado y mancillado el templo de lo Bello. Les contesté que el destino había sin duda señalado ya en el museo del Louvre el futuro lugar de la Olympia y del Déjeuner sur l’herbe. No nos entendimos y me retiré porque los muchachos empezaban a mirarme con aspecto hosco.

© De la traducción al castellano: José Antonio Millán Alba, 2003

NOTAS

1. En español en el original (N. del T.).
2. Entre tantas bellezas que doquier pueden verse,
Amigos, yo comprendo que dude nuestro anhelo;
Pero vemos brillar en Lola de Valencia
El encanto imprevisto de un joyel rosa y negro.
Perteneciente a Epígrafes, habitualmente incluido en Las flores del mal (N. del T.).