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Lo mejor de la arquitectura española presente es su futuro. Si el hoy es brillante, el mañana promete nuevas alegrías. Los años noventa la pusieron de moda en los circuitos mediáticos; todo indica que en el principio del siglo la fiesta va a continuar.

Pero ahora son los jóvenes los que arrasan. «No hay Mozarts en la arquitectura», decía Javier Carvajal; las nuevas generaciones pretenden desmentir al maestro. Se acabaron los complejos y las autorrestricciones. Tan desenfadados como los holandeses, tan virtuales como en la costa oeste americana, formalistas o estrictos, correctos a la francesa, interesados en la modelación de espacios o en la extrusión de superficies… El catálogo de la creatividad hispana ha ensanchado sus contenidos ampliando, al tiempo, sus puntos de vista.

Menos atentos al entorno físico que al marco cultural, se interesan por los problemas universales mientras comparten el territorio de la red. Citan con soltura a Derrida o Lyotard, hablan de espacio-basura, áreas de impunidad o casa-interfaz. Ningunean el high-tech, pero exploran las posibilidades de la baja tecnología y el reciclaje. Aceptan con idéntica esenvoltura las arquitecturas desenfadas de los lofts y los mórbidos y coloristas espacios virtuales de las arquitecturas multimedia. Aquellas viejas categorías críticas tan insistentemente esgrimidas hace años —¡cómo atufa a naftalina el realismo de la escuela de Barcelona o el idealismo madrileño!— producen la misma distante indiferencia que provocaría una mención al Imperio Otomano.

La última Bienal de Arquitectura de Venecia vio la presentación en sociedad de los nuevos protagonistas. Alberto Campo, comisario del pabellón de España, apostó por un amplio elenco de muchos autores con pocas obras. El dramático ambiente negro de la instalación, en el que flotaban, escenográficamente iluminadas, las propuestas de los jóvenes arquitectos, mereció el premio al mejor pabellón de la Muestra. La acumulación abigarrada de propuestas fascinó por la creatividad de tan diferentes aproximaciones, por la pluralidad de intereses investigadores, por la radical imposibilidad de reducirlos a esquemas clasificatorios simples.

Las multiplicadas escuelas crepitan de jóvenes docentes que, antes de cumplir los cuarenta, ya adornan sus curricula con estancias como profesores invitados en Princeton o Cornell, con exposiciones en las Arquerías o el CCB y con artículos o proclamas publicadas en las nuevas revistas escolares que, por supuesto, llevan títulos como Grietas, Fisuras, Intersticios, Fragmentos, Discontinuidades, Fracturas o Estratos.

Pero no sólo maduran rápido las nuevas promociones. Al tiempo, se expanden por el mapa, en una diseminación geográfica que coloniza el territorio de la vieja piel de toro. Quizás Teruel no exista todavía, pero claramente se acabó el hablar en exclusiva de Madrid y Barcelona. El páramo se ha acabado. De Pamplona a Córdoba o Granada, de Coruña a Alicante o Castellón, en Olot, Cartagena, Mataró o el Puerto de Santa María, los estudios profesionales ocupan brillantemente una periferia que ya no es promesa sino referencia inexcusable.

Sin embargo, et in Arcadia ego: no todo es idílico, por supuesto. Esa calidad disciplinar, ampliamente demostrada y reconocida por la profesión, no ha conseguido mejorar la percepción crítica por parte de una sociedad siempre recelosa, que mira la investigación exigente con desconfianza y entiende la búsqueda de la excelencia en términos de divismo. La autocomplacencia narcisista que nos tienta insidiosamente apenas disimula la persistente incomunicación entre arquitectos y sociedad. Y siendo esto lamentable, aunque a la vez comprensible, menos justificable parece que la cultura arquitectónica avance más rápidamente que las ordenanzas necrosadas de nuestras principales ciudades y las posibilidades reales de materializarse.

Construir hoy en la ciudad histórica es una proeza. La tiránica y mediocre inundación de normas de obligado cumplimiento, escrutada por un sinnúmero de comités de vigilancia, rasea a nivel de la más tosca vulgaridad cualquier atisbo de arquitectura innovadora. A falta de ideas sobre la ciudad que se quiere, basta resignarse a mantener la que se tiene. ¿Progreso? Viejo concepto de una modernidad hoy superada…

La ciudad es todos y de todos, cierto. Mas la idea de la ciudad la generan pocos y la construyen menos. De la convergencia sumatoria de auctoritas y potestas, de saber y poder, hemos heredado los ámbitos urbanos que nos enriquecen como ciudadanos.

Ya no más. Los agentes sociales, a la búsqueda del lucro rápido, y los estamentos políticos y administrativos, celosos de su poder no compartido, han sabido excitar el apoyo de las masas y concitar su desconfianza ante el intelecto crítico. ¿Será preciso aducir ejemplos? La abyecta polémica sobre el proyecto de Moneo para el Prado, manipulada en términos literalmente goebelsianos, alimenta las ventas periodísticas mientras avergüenza al intelecto. Ni un argumento, excepto descalificaciones sin base, ironías vacuas o insultos declarados. Menestrales y amas de casa exigirán con desparpajo dialogar con el catedrático, decano de Harvard, único de los interlocutores que ha dedicado su vida al estudio de la arquitectura, la ciudad y sus problemas.

Alguien tendrá que decir alguna vez que mejor que aventurar opiniones es adquirir ciencia, idoneidad para el juicio. Que si bien todo el mundo tiene derecho a opinar, no lo tiene a que se tomen en serio sus opiniones, en la medida en que surjan del frívolo «pues a mí me parece» o del peor «pues a mí me gusta». Y que el diálogo entre el que sabe y el que no sabe se llama enseñanza.

Ya estoy escuchando los dicterios de los nuevos inquisidores, que velan por la pureza del pensamiento políticamente correcto: la expresión de estos juicios, fuera del ámbito académico, no contribuye sino a subrayar la acusación de autista ya asociada al mundo universitario. No importa. Puede que estos desencuentros sean necesaria demostración de que el espíritu crítico, que siempre crea sarpullidos, sigue funcionando con eficacia. Triste sociedad, la que no esté en crisis…

Lo determinante, lo nuclear, es el sustrato educativo, la base teórica, la formación. Solamente cuentan, finalmente, la preparación, que es ardua, y la creatividad, que es insustituible. Y ambas cosas parecen ir razonablemente bien en España. La seriedad de la enseñanza en las principales escuelas —unánimemente elogiada por los de fuera— explica la cosecha de Venecia. Y permite esperanzas optimistas de un verano de plenitud, que reviente sin aviso por la espiga de trigo ayer sembrada.