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Cuando Zbigniew Brzezinski publicó en 2007 su ensayo Second Chance. Three Presidents and the Crisis of American Superpower hubo quien afirmó haber leído entre líneas que el libro era un manifiesto en favor del candidato Barack Obama, pese a que entonces aún no se había dilucidado la pugna entre Hillary Clinton y el senador por Illinois. Era lógico pensar que las simpatías del autor se dirigían hacia Obama, entre otras cosas porque Bill Clinton, cuya presidencia es analizada junto con las de los Bush, no salía muy bien parado en el libro. El principal reproche era que Clinton desaprovechó una oportunidad histórica: en 1995 la superpotencia americana había llegado a su cenit. El panorama internacional era favorable a Washington: no existía la Unión Soviética y sí la débil Rusia de Yeltsin; la maquinaria militar americana había impuesto su paz en Bosnia-Herzegovina ante la endémica incapacidad europea; China estaba todavía lejos de ser una potencia emergente; el proceso de paz palestino-israelí capeaba sus dificultades. En pocas palabras, vivíamos en los felices años noventa, aunque lejos de las ilusiones del nuevo «orden mundial» proclamado por el primero de los Bush. Pero Brzezinski reprochaba a Clinton no tener una estrategia clara, sobre todo en su segundo mandato. El presidente creía en la fuerza imparable de la globalización, como si ésta fuera un fatal determinismo histórico, pero la fe casi kantiana en la democratización y en el libre comercio no eran suficientes para abordar los desafíos a la seguridad global, tal y como los presentaba el pro- pio Brzezinski en su conocida obra de 1997, El gran tablero mundial.

LAS CONTRADICCIONES DE LA ADMINISTRACIÓN CARTER

El citado libro, elevado a clásico de la geopolítica, era en el fondo una crítica a los puntos débiles de la Administración Clinton, un reproche a la falta de visión hecha por un estratega cuyo trabajo consiste en anticiparse a los acontecimientos. Pero es más fácil aconsejar desde la independencia de la vida académica que desde un puesto próximo al poder, como el que el propio Brzezinski desempeñaba como consejero de seguridad nacional de Jimmy Carter. El estratega tuvo la ocasión de vivir las tensiones y las contradicciones de aquella presidencia, pues como buen americano de origen polaco veía los mayores riesgos para la seguridad en el conflicto Este-Oeste, y no tanto en los problemas derivados de las relaciones Norte-Sur, tal y como opinaba Andrew Young, aquel embajador afroamericano en la ONU que se ganó a pulso el sobrenombre de Big Mouth. No es extraño que el realismo moderado del secretario de Estado, Cyrus Vance, se sintiera llamado a desautorizar o a hacer uso de un clamoroso silencio ante algunas declaraciones de Young o de Brady Tyson, representante en la Comisión de los Derechos Humanos en Ginebra. Brzezinski tuvo que vivir las habituales tensiones, que tanto confunden a la opinión pública, derivadas de la calculada ambigüedad entre «radicales» y «moderados» de una misma Administración, y que conocemos bastante en las latitudes españolas y europeas. Lo malo es que esas ambigüedades, pensadas para satisfacer a diversos tipos de electores y además dar imagen de moderación, suelen desembocar en falta de coordinación en actuaciones, y lo que es peor: en falta de determinación para abordar problemas. Huyendo de soluciones maximalistas que inquieten al apacible ciudadano del Estado del bienestar, se acaba negando los problemas o se buscan salidas a muy corto plazo.

A este respecto, la frustración de Brzezinski en los años finales de la Administración Carter era innegable: la invasión de Afganistán por los soviéticos y la revolución jomeinista en Irán tuvieron mucho que ver con las contradicciones de un Carter que quería dar al mismo una imagen de contemporización y firmeza. En 1980 el antisovietismo de Brzezinski salía reforzado, tras la dimisión de Vance, pero ya era demasiado tarde: la revolución conservadora de Reagan, que recuperaba el orgullo nacional americano, ponía meses después punto final a la presidencia de Carter. Con todo, Brzezinski, en su libro El dilema de EE.UU. (2005), justificaba a aquel presidente, con su énfasis por el respeto de los derechos humanos, en el sentido de haber contribuido al deterioro del sistema soviético. Mas la Historia no ha sido muy indulgente con Carter, pese a su flamante Premio Nobel de la Paz. En su país, el ex presidente siempre despertará mayoritariamente un cierto recelo. De hecho, Clinton nunca quiso ser la «reencarnación» de Carter, y sí la de quien saludó en la Casa Blanca a los diecisiete años: J. F. Kennedy, aunque fuera en su sonrisa o su peinado. Por lo demás, los asesores de Obama siempre apostarán por un revival mediático de Kennedy o Luther King, pero no les gustaría en absoluto que alguien identificara al candidato como una segunda edición de Carter. Lo peor es que si Obama llegara a la presidencia y calara la percepción, que sin duda buscarán sus oponentes, de que es un Carter afroamericano, tendría muy difícil alcanzar un segundo mandato.

MULTILATERALISMO Y GLOBALIZACIÓN

Como cabía esperar, Brzezinski carga las tintas en Second Chance contra la presidencia de George W. Bush, el hombre que habría aumentado la hostilidad global hacia EE.UU., con su unilateralismo y maniqueísmo neoconservador. El balance trazado en este libro es el de un aumento de la amenaza terrorista y el de un resentimiento hacia los americanos, todo un terreno fértil para reclutar terroristas. Pese a los esfuerzos para eliminar tensiones con los aliados europeos o la cordialidad en las formas de una Condoleeza Rice, que caracterizan el segundo mandato presidencial, la conclusión de Brzezinski es que llevará años de esfuerzo y habilidad restaurar la credibilidad política y la legitimidad de EE.UU. La solución pasará por «una política exterior de la posguerra fría de auténtico carácter global». Ni que decir tiene que el estratega apuesta por la imagen de una superpotencia que le diga al mundo: no soy como vosotros me imagináis. Y la mejor imagen no es, por supuesto, la del republicano John McCain, por mucha experiencia que acumule en temas de política exterior y seguridad, ni la de una Hillary Clinton que encarnaría el pasado de su marido y que para muchos es vivo ejemplo de un círculo cerrado de poder. Por tanto, sólo Barack Obama reuniría las condiciones —y la imagen— necesarias para que EE.UU. tenga la segunda oportunidad, que probablemente sería la última, para llevar al país al liderazgo global, un concepto que Brzezinski contrapone al de dominio global, que asocia con los neoconservadores republicanos. Además, la idea de cambio, palabra mágica en todas las elecciones, la da la propia biografía: candidato nacido en Hawai, de padre keniata, y con una infancia en Indonesia. En teoría, Obama sería la encarnación del multilateralismo frente al unilateralismo de la primera Administración Bush, pero no deberíamos olvidar que el senador por Illinois propone renovar el liderazgo americano, y en modo alguno que EE.UU. sea una especie de primus inter pares, según lo que algunos entienden por multilateralismo. Todo multilateralismo tiene un límite: el del interés nacional, aunque puedan guardarse ciertas formas. Más si queremos creer que lo multilateral, tal y como lo entienden Obama y el propio Brzezinski, supone que el Consejo de Seguridad tenga derecho de veto sobre las iniciativas americanas o que Washington no pueda actuar en solitario contra cualquier amenaza exterior, estaríamos en un error de bulto. Basta con leer al respecto la autobiografía de Obama, La audacia de la esperanza.

También sería muy simplista suponer que el interés de Brzezinski y Obama por la globalización vaya en detrimento del interés nacional estadounidense. El mundo global es un escenario en el que buscar oportunidades, y no la expresión de unas oscuras leyes históricas. Una posible presidencia de Obama puede sonar a apoteosis de la soft diplomacy, pero ésta poco significa si no hay detrás una hard security en sentido amplio. Las imágenes de un presidente afroamericano recorriendo el África subsahariana o Sudamérica no podrán ocultar por mucho tiempo la realidad de intereses dispares, que poco tienen que ver con quién sea el inquilino de la Casa Blanca. No es cuestión de colores de piel ni de gabinetes de estudios de partidos a la búsqueda de proyección internacional, del tipo de los que se complacen en decir que en EE.UU. han ganado o van a ganar los nuestros. Una política exterior demócrata no dejará de hacer apología del sistema político americano y del interés nacional; no creerá en las Naciones Unidas sino en los Estados Unidos. En ese sentido, Israel puede sentirse tranquilo, por mucho que los adversarios del senador por Illinois se complazcan en recordarle que su nombre completo es Barack Hussein Obama.

ÉTICA Y REALISMO EN LAS RELACIONES INTERNACIONALES

Lo que nos resulta un enigma es cómo compaginar un estilo ético en las relaciones internacionales con un cierto realismo, que se contrapondría a la visión ideal del mundo, casi trotskista en las formas aunque wilsoniana en el fondo, atribuida a los neoconservadores. El realismo viene dado por lo que Brzezinski llama el «despertar político global», que no son necesariamente aspiraciones a la democracia y al libre comercio. En cambio, tiene mucho que ver con la «dignidad humana» que, en expresión de nuestro estratega, adquiere formas diferentes de Irak a Indonesia, o de Bolivia al Tibet. Más que dignidad humana, pensamos que debería llamarse dignidad nacional o nacionalista, porque el sentimiento de injusticia va muy unido hoy, no tanto a una clase social como en el siglo XIX industrial, sino a la emergencia de los nacionalismos de todo tamaño, unos con vocación de gran potencia global y otros simplemente periféricos. En este escenario del siglo XXI, la ética en las relaciones internacionales pondría el acento en la necesidad de reconocimiento que tienen los nacionalismos en nombre de su peculiar dignidad o de los derechos colectivos que se atribuyen. Lo cierto es que el Brzezinski de la guerra fría tenía las cosas más claras, pero el problema es que ahora los desafíos mundiales son tan múltiples como en ocasiones difusos. Una apología pura y simple de la «dignidad humana» acabaría chocando tarde o temprano con el mesianismo democrático de los valores universales encarnados por EE.UU. El riesgo está ahí: en nombre de la dignidad de los otros, se puede adoptar una política realista y pragmática que pasa por alto el respeto de los derechos humanos, entendidos como universales, y no tamizados por la criba de supuestas particularidades histórico-culturales. ¿No se llama esto también multiculturalismo y relativismo? ¿Cabe preguntarse si Obama, como presidente, encarnaría ese tipo de realismo? ¿Se apartaría de la tradición de demócratas idealistas como Wilson, Roosevelt y Kennedy? Si fuera así, sería toda una paradoja si lo que de verdad buscaba el senador por Illinois era imponer un estilo ético del que carecería la Administración Bush.

¿Podría suceder que un Obama presidente resucitara la diplomacia «evangelista» de Jimmy Carter, en expresión de Raymond Aron? Además de que los tiempos son otros, cabe pensar que Brzezinski no estaría muy de acuerdo, pues conoció muy de cerca aquella experiencia, y quizás nos dijera que el «evangelismo» no aplacaría por sí solo ese antiamericanismo que nutre primariamente a los enemigos de Washington.

Analista de política internacional, escritor y profesor de política comparada.