Tiempo de lectura: 20 min.

En un relato de ciencia ficción, cuyo título no acierto a recordar, se narra cómo un extraterrestre sapientísimo, conmovido con el menesteroso estado de los humanos, escogió a uno de los nuestros para comunicarse con él y hacerle conocer el más profundo de los grandes secretos del universo ni siquiera imaginado por los terráqueos. La información que se nos ponía en las manos tenía que ver con un número y con un cierto ritmo, de tal modo que una vez en posesión de esa clave, según suponía el filantrópico benefactor, el progreso de la civilización sería exponencial y seguro.

Comoquiera que nuestros progresos son inauditos, pero menores de lo que se podría suponer, cualquiera que sea el lector de esa narración se siente propenso a sospechar el fracaso de ese cósmico trasvase de secretos. No se vaya a pensar, sin embargo, que el genio bienhechor anduvo descuidado confiándose a cualquier necio; muy al contrario, eligió lo mejor: un momento histórico espléndido (los comienzos de la revolución industrial) y una de las culturas más ricas (la alemana) dirigiéndose, además, a uno de los ejemplares humanos más capaces y sensibles. Como era de temer, pese las precauciones del marciano, la clave desvelada no dio para gran cosa: según se nos cuenta, sirvió tan sólo para «descubrir» el vals.

Una moraleja que no basta

A finales del siglo XX, cuando el desarrollo vertiginoso de la informática y las tecnologías de la comunicación está haciendo realidad la ficción, nos encontramos con una situación que podría contemplarse a la luz de las enseñanzas del relato anterior: para muchos «tecnófilos» entusiastas poseemos una clave (la digital) revolucionaria; cabe preguntarse, sin embargo: ¿seremos capaces de alumbrar algo más sustantivo que el baile vienés? Por apurar la analogía, ¿no podría ser que el extraterrestre exagerase las posibilidades de su confidencia? o, dicho de otro modo, ¿no podría pasar que lo que pueda dar de sí la clave digital no sea para tanto?

Nuestra ventaja respecto al receptor de la confidencia del supersabio reside en que, ahora, el secreto no se ha confiado a nadie en particular sino que, aparentemente, está al alcance de todos: se trata de un «secreto» conocido. El autor de la ficción ha expuesto una moraleja que le agradecemos, pero que no nos basta. Ha dado por supuesto, muy ingenuamente, que de una buena información teórica podría venir la liberación, y ha querido poner de manifiesto que la estupidez congénita de los seres humanos puede esterilizar cualquier posibilidad de avance: sin ser más optimistas, nosotros sabemos, además, que no es suficiente estar en el secreto de algo, porque hace falta, también, tener algún dinero.

Cuando se nos profetiza el futuro digital no se nos habla de verdades de salvación (aunque se vendan como tales) sino de tecnologías de desarrollo muy costoso. Nuestro panorama se complica, pues, ya que no estamos ante meras posibilidades, sino ante la presencia de intereses comerciales y financieros pujantes, de alianzas inestables y de apuestas de futuro escasamente altruistas, es decir: no nos las hemos de ver con filántropos, sino con gentes (frecuentemente más fiables que aquellos, todo hay que decirlo) que no se consideran en la obligación de promover ninguna verdad, sino, más bien, en la de apostar por lo más rentable aunque sea a costa de necedades y mentiras.

Pese a la popularidad aparente de los nuevos secretos, en realidad son muy pocas las empresas que tienen la envergadura suficiente para determinar el futuro, por más que se nos recuerde una y otra vez que Alien, Gates y compañía empezaron en un garaje. Aquellos fueron, sin duda, otros tiempos: ahora en el bostoniano Media Lab (con el patrocinio de los muy grandes del sector) trabajan centenares de ingeniosos innovadores a sueldo que se lo pondrán muy difícil a cualquiera que lo intente desde fuera del conglomerado dominante.

La sociedad digital

El mundo digital – la rapidísima evolución de los sistemas informáticos y de las comunicaciones- aparece todavía frente a los más como un fruto de raíz misteriosa cuyas posibilidades se adivinan inagotables y subversivas del orden comunicacional establecido. Estamos ante tecnologías de ruptura que acabarán con supuestos implícitos muy generalmente aceptados, que disolverán algunas de las distinciones categoriales del universo de la información y de la vida cotidiana: desaparecerá la distinción entre televisor, ordenador y teléfono; no necesitaremos monedero; nunca perderemos cosas porque éstas llevarán un chip que permitirá su localización en todo momento (no buscaremos las llaves, ellas nos llamarán a nosotros); dejará de tener sentido la programación de las cadenas audiovisuales, seremos capaces de confeccionar nuestro propio periódico y podremos trabajar en nuestra casa (en el caso improbable de que conservemos nuestro actual empleo), además de un sinfín de insólitas e inauditas novedades de todo tipo.

Convendría recordar que, con seguridad, el mero enunciado de que ciertos cambios serán inevitables no es inocente: no siempre se trata de una profecía, muchas veces estaremos -en cierto modo- ante una programación, ante una estrategia de asentamiento y penetración que hace de lo que parece un pronóstico un instrumento de propaganda: una situación que refuerza la sumisión de los desinformados y realimenta los pronósticos más favorables a cualquier cambio, al cambio sin otro fundamento que él mismo. Se habla ya de una «sociedad digital» que se presenta como inevitable, una imposición que tiene tanto de oportunidad como de amenaza, y que traerá consigo una revolución integral de nuestras comunicaciones y de nuestras vidas.

Más pronto que tarde oiremos hablar de «filosofía digital» y tal vez, incluso, de teología y de ética «digitales» porque, sin duda, en tanto las tecnologías sean efectivamente capaces de modificar la forma en que nos relacionamos con la realidad, nos obligarán a pensar de nuevo, a plantearnos el puesto del hombre en un mundo configurado y subvertido por la tecnociencia. Pero también: la difusión de ciertas formas de pensar es un requisito del cambio, una vanguardia del marketing, una ayuda -entre el cinismo y la mentecatez- a la apertura y colonización de mercados enteramente autónomos respecto a las necesidades del cliente: el sueño de un vendedor sádico.

Precisamente por todo ello es de la mayor importancia distinguir la reflexión y el pensamiento libre capaz de imaginar el futuro de la mera propaganda, o de la tendencia -tan humana- a ponerse a la altura de los tiempos: distinguirlo de la beatería tecnológica.

Por lo pronto, se habla ya de un nuevo analfabetismo, el de aquellos que no son capaces de iniciarse en los ritos y en las jergas de las nuevas tecnologías y sus fantásticas aplicaciones, y cabe suponer que algún día podría llegar a pronunciarse el veredicto de insolidaridad y de peligrosidad social sobre aquellos que no estén conectados a «la red».

Como de todos modos conviene alimentar las esperanzas de que no todo lo que se supone inevitable lo es en efecto, será conveniente ejercer de escéptico, señalando algunas limitaciones de las nuevas profecías al hilo de ciertos datos relevantes.

El código universal

La posibilidad de almacenar cualquier información por amplia que sea mediante recursos físicos de apariencia insignificante era bien conocida por los matemáticos desde, por lo menos, los tiempos de Leibniz. En efecto, si dispusiéramos de una tecnología capaz de realizar una incisión o una marca de dimensiones realmente mínimas en una barra metálica de tal modo que pudiéramos medir la distancia entre dicha marca y el punto de comienzo de su soporte físico (que correspondería al cero), podríamos utilizar una sola de esas marcas (en realidad una distancia entre dos puntos) para representar cualquier mensaje.

Midiendo esa distancia obtendríamos un número irracional de tantas cifras como quisiéramos (los irracionales tienen infinitas cifras decimales), dependiendo de nuestra capacidad de medir con exactitud y del tamaño necesario para codificar el mensaje.

Bastaría, por ejemplo, con identificar todo el texto de la Enciclopedia Británica con un número escrito en un sistema de numeración de, por ejemplo, 36 cifras (las necesarias para codificar el alfabeto y los signos de puntuación del modo más simple, aunque por supuesto puede hacerse con menos: bastan dos cifras, como se sabe) de modo que se obtuviera un número con tantos dígitos como símbolos contiene el texto (y en su mismo orden). Con determinar el punto correspondiente a esa cifra en el continuo de la recta obtendríamos una marca que podría ser leída como la información completa de la Enciclopedia por cualquiera que tuviese la tecnología necesaria para establecer con precisión suficiente la distancia entre dos puntos que acota la marca.

Es claro que no se posee la tecnología necesaria para localizar con suficiente precisión física los puntos que corresponden con exactitud a números irracionales, pero desde el punto de vista lógico el sistema de almacenamiento es irreprochable. Las tecnologías digitales se basan esencialmente en el mismo principio (cualquier información puede ser expresada en forma numérica, en este caso con unos y ceros), y en el hecho de que es fácil imitar físicamente «ristras» de ceros y unos recuperando el significado que les hacemos portar mediante procesos de descodificación de manejo muy seguro. De modo que, al menos desde un punto de vista teórico, la novedad digital no lo es tanto.

Un crecimiento espectacular

Las novedades que nos esperan no están, pues, en el ámbito conceptual o lógico, sino en un terreno tecnológico y, además de ello, en el plano, siempre resbaladizo, en el que se evalúan las expectativas de consumo de manera previa a su cálculo económico y financiero y a su explotación comercial. Nada de ello obsta, por supuesto, para que sus consecuencias sociológicas puedan ser muy poderosas.

Lo que ahora sí podemos hacer, y cada vez más deprisa, es procesar de modo literalmente vertiginoso inmensas ristras (potencialmente casi infinitas) de unos y ceros, con los que podemos codificar cualquier mensaje y operar de muy diversos modos con él.

La clave está en los procesadores, los lectores y las fibras capaces de procesar, leer y transmitir enormes «paquetes» de dígitos binarios con una celeridad casi inimaginable. Para hacernos una idea de los enormes progresos que se han experimentado en este terreno, basta recordar que el famoso ENIAC -una de las primeras máquinas a las que se puede llamar «ordenador»- podía manejar ochenta caracteres, mientras que cualquier ordenador personal tiene una capacidad millones de veces superior, o que un ordenador actual de precio no superior a los 2.000 dólares es más rápido y capaz que un IBM que costaba 10 millones de dólares en 1976.

Los informáticos hablan de la «Ley de Moore», que establece que la capacidad de los ordenadores se duplica cada año lo que, de continuar siendo verdad, supondría un crecimiento exponencial que pronto dejaría de tener sentido1.

Con un crecimiento de este tipo, que tiene su paralelo en la capacidad de transmitir datos a través de las nuevas fibras ópticas que aumentan de modo sustancial el ancho de banda utilizable (el cable telefónico clásico puede transmitir unos 64.000 bits por segundo, mientras que se está hablando de que en fibra podremos transportar dentro de un tiempo un billón de bits por segundo)2, es lógico que se formulen las más atrevidas conjeturas.

La cultura de la novedad

Ahora tenemos experiencia de cuáles son las consecuencias de algunos inventos y sabemos lo que terminó pasando con el ruidoso motor de explosión del señor Otto. Además, formamos parte de una cultura que habla mucho, que cada día tiene que sorprender (o, más bien, que anonadar) a los lectores con novedades e inventos. Existe toda una industria dedicada a recordarnos lo que tenemos y sabemos, a subrayar nuestras posibilidades, los logros y sus promesas, al tiempo que prácticamente nadie subraya lo que ignoramos y de lo que carecemos, porque es molesto (cuando no imposible) recordar lo que no se sabe o lo que no se puede hacer. Con estos mimbres cualquiera puede hacer un cesto fantástico y mirar torvamente a los que no se dejan seducir por las nuevas jergas ni se derriten de emoción al pensar que pueden acceder a gigantescas masas de información con las que nunca habían contado – e s decir, a los que no muestran especial interés en comprar el cesto que venden los profetas-.

Dado que ya no estamos en los tiempos del filioque y que la humanidad raramente se conmueve por un silogismo, no cabe olvidar que el tipo de novedad que ahora poseemos implica un potencial de cambio mucho mayor que el que pudiera corresponder a cualquier revolución o «ruptura» conceptual: en el fondo, tal vez el vals cambió más las cosas que el secreto que supuestamente se quedó fuera de nuestro alcance. Bien está, pero que no se pidan ni el pasmo ni el aplauso universal.

Técnica y tecnología

La gran diferencia entre las tecnologías de la época industrial y la técnica de los siglos anteriores (la técnica sobre la que meditó Aristóteles) reside en que la tecnología no se limita a resolver problemas, sino que es una gigantesca máquina de creación de posibilidades. Cuando el empleado de la oficina de patentes de Nueva York preguntó para qué demonios podría servir un aparato (el telégrafo) que permitiera a alguien de Chicago hablar con alguien en Los Angeles, estaba pensando como un aristotélico: creía que donde no hay necesidad la técnica no tiene sentido. Pero en este asunto se ha acabado imponiendo Bacon al Estagirita.

Para los modernos de la era industrial, cuyo primer profeta fue el Canciller inglés, lo que vale de una tecnología es lo que permite, porque el cambio se da por hecho. En una cultura de la novedad, el máximo de interés no se encuentra en la perfección de lo que ya se hace, sino en la invención de un quehacer. Reconociendo que ésta es la tendencia, conviene meditar hasta que punto puede ser excesiva, de qué modos – en aras de la innovación- se nos arrebata el agrado.

La obsolescencia «externalizada»

Esta actitud de fondo ha permitido -incluso, en cierto modo, ha exigido- lo que se ha llamado «la obsolescencia planificada». Dicha condición se ha venido apoyando según diversas dosis en una mezcla de carencias intencionadas y de publicidad masiva. En efecto, hemos de cambiar de coche porque está previsto que no dure más que unos años, y porque aun los más refractarios a las añagazas del marketing acaban sucumbiendo a la necesidad de comprar uno nuevo para seguir moviendo la rueda de la fortuna.

Todo esto es sabido. No lo es tanto, sin embargo, que la tecnología informática, por razón de sus propios logros, es un sector en que la obsolescencia apenas puede incorporarse en el producto, sino que ha de venir casi íntegramente desde fuera. En otros términos, un modesto ordenador PC IBM XT, dotado de un procesador 8086 y funcionando a 8 Megaherzios con un disco duro de 20 Megabytes puede ser más que suficiente, por ejemplo, para lo que necesita alguien que se dedique a escribir. Y ese aparato tendería a ser «eterno», porque su funcionamiento apenas implica desgastes físicos significativos y porque, como muy bien explica Negroponte3, «el valor de un bit lo determina en gran parte su capacidad para ser utilizado una y otra vez».

Precisamente por ello, la obsolescencia de esa clase de equipos se ha debido buscar en algo distinto de ellos mismos. No conviene olvidar que, según una comparación hecha por Tom Forrester que nos recuerda Miquel Barceló4, si la industria del automóvil hubiera experimentado un desarrollo similar al de la informática, un Rolls costaría hoy menos de 300 pesetas y podría dar unas 25 vueltas al mundo con el consumo de un litro de gasolina: ¿quién se desprendería de semejante ganga? Pues los magos (no de la informática sino del marketing) nos han hecho creer que necesitábamos un Rolls nuevo cada veinte meses, y nos amenazan con la desaparición del PC que conocemos para ser sustituidos por lo que ya se llaman «ordenadores tontos» (por lo que se ve, estos PC se pasaban de listillos) con los que podremos estar conectados todo el día y con todo el mundo. Eso sí: sin que, fuera de especulaciones más o menos fantasiosas y de ejemplos bastante decepcionantes, acabe de estar muy claro para qué.

El consumidor sin atributos

Buena parte del proceso de renovación de equipos que en estos últimos seis años ha permitido la expansión de la industria informática se ha basado en decisiones de imagen antes que en un análisis real de las necesidades de los usuarios. Y esto ha sido especialmente cierto en el mercado formado por los usuarios domésticos, los profesionales y las pequeñas empresas. De suerte que, en su conjunto, los procesos de informatización han supuesto una inversión de capitales y de tiempo que no siempre podrían justificarse en un análisis riguroso de la relación coste-beneficios.

Ello ha configurado una industria que, desde el punto de vista comercial, no se ha orientado a la satisfacción de las necesidades reales de los clientes, sino a la creación de expectativas artificiales que obliguen a los clientes a olvidarse de sus deseos para identificarse con las fantasías que promueven las campañas de venta.

Ya que hemos aludido a la comparación positiva de Forrester respecto a la automoción, extraigamos otras lecciones de la comparación de ambas industrias. Cuando se compra un automóvil se tiene a disposición una infinita variedad de modelos y especialidades que pugnan duramente por ganarse la voluntad – y los dineros- del consumidor. Podemos comprar un deportivo, un familiar, un todo terreno, una furgoneta o un coche de bomberos. Sin embargo (especialmente si se consumara la desaparición de los Mac del mercado5), cuando compramos un ordenador nadie nos pregunta para qué lo queremos y, en consecuencia, hemos de comprar una máquina capaz de satisfacer a la vez necesidades tan diversas como las que sienten el comprador de una furgoneta y el de un coche deportivo.

Podría pensarse que todo eso no es sino una ventaja, tanto más cuanto que, desde el principio, el ordenador se ha vendido como una máquina universal, capaz de hacer casi cualquier cosa. Pero el hecho es que el mercado ha funcionado a base de un crecimiento alternativo de la capacidad de los procesadores y de la complejidad de los sistemas de software, de modo que han tirado uno de otro sin mejoras indiscutibles para el usuario. Ocurre que cuando el usuario está convencido de que «todo va mejor» con un procesador más rápido y con un software más potente, los argumentos rigurosos y las comparaciones precisas le acaban sonando a chino.

Seducidos por la velocidad y por la capacidad, los consumidores se han olvidado de la utilidad. La informática ha conseguido salirse del circuito de una cierta racionalidad en el consumo y es casi seguro que sólo un fracaso estrepitoso en las estrategias de crecimiento de todas las grandes marcas hará que abandone al «consumidor sin atributos» para ocuparse de nuevo de las preferencias y necesidades del cliente.

Un último ejemplo: quien necesita el ordenador para escribir no precisa de una gran capacidad de manejo de gráficos ni disponer de miles de tipos de letras. Nadie ha desarrollado, por el contrario, un software capaz de ayudar efectivamente al escritor, un sistema que incorpore diccionarios de calidad, bases de datos con la obra de los clásicos de su lengua, sistemas de búsqueda de citas o pasajes, etc. Y lo mismo podría decirse de las necesidades de otros usuarios, porque, en su actual configuración, los ordenadores han buscado la uniformización de los clientes, huyendo de la diversificación sustancial de la oferta. De manera que aunque un PC pueda definirse, como hace Bill Gates, como «una herramienta para resolver problemas identificados»6, se ha vendido en realidad como «una herramienta que es necesario renovar a cualquier precio aunque no se tenga claro por qué razón haya de hacerse». Y, sobre todo, nadie ha hecho la necesaria diferenciación entre «ordenador-deportivo» y «ordenador-coche de bomberos», porque el apabullamiento de la diversidad ha ocultado la ventaja de la especialización tanto en máquinas como en programas.

Multimedia y realidad virtual

De la evidencia de que un nuevo aumento de capacidades, velocidades y programas podría comenzar a no traer nuevos crecimientos del mercado de los PC han surgido dos nuevas líneas de promoción de la informática de consumo: en primer lugar el llamado «Multimedia» (expresión debida a Negroponte, verdadero caudillo e ideólogo de los nuevos senderos) y, en segundo lugar, la conexión de los PC a proveedores de información y a otros PC mediante una red, la tan nombrada Internet.

El fenómeno «Multimedia» es, básicamente, un promesa para la mayoría de usuarios. Por supuesto, se ha avanzado de modo impresionante en la edición de vídeo, pero esta es una tarea que interesa a los profesionales, y la tecnología necesaria no acaba de dar lugar a una «aplicación asesina»7 para lanzar las ventas de los usuarios comunes. Es posible que, en la medida en que se perfeccionen las tecnologías necesarias y se pueda disponer de bancos de imágenes de interés y calidad, el Multimedia pase a ser algo realmente interesante fuera de los circuitos profesionales de la edición digital de imágenes8; pero, hasta ahora, son ganas de hablar. Como la «realidad virtual», su hermana mayor, el Multimedia tiene que pasar todavía de las musas al teatro.

La conexión a redes está extendiéndose de un modo sorprendentemente rápido y es un asunto en el que, aunque tampoco acaben de estar absolutamente claras las ventajas para el cliente común, se han embebecido con fervor digno de mejor causa los «navegantes» del espacio postmoderno. Para un «cibernauta» amigo de pasear por la confusión y la sorpresa, el «ciberespacio» de Internet es algo más que la imagen del paraíso. Por si tuviéramos pocas, Internet nos descubre millones de posibilidades fácilmente accesibles y fuertemente sugestivas. Sin embargo, cualquiera que se pregunte: «¿acaso es mi problema la falta de posibilidades?», deberá abstenerse de lanzarse a una selva multiforme y caótica, de abismarse en lo que puede ser un mero simulacro de la comunicación.

El futuro está en la red

El desarrollo de las redes está siendo, sin embargo lo anterior, el catalizador de importantes conmociones en la industria del software9. Existen ya aplicaciones que pueden ser «asesinas»: el email o correo electrónico, las «tertulias» o foros de intercomunicación entre especialistas o aficionados a un determinado tema, y el acceso a fuentes documentales como bibliotecas o museos, que será espectacular cuando esos tesoros estén completamente accesibles en forma digital y dispongamos de un ancho de banda suficiente (fibra óptica en lugar del cable telefónico ordinario).

Importa señalar que ninguna de esas tres aplicaciones tiene en realidad mucho que ver con la «filosofía de red» que está tratando de imponérsenos. Estamos asistiendo a (mejor aún: deberíamos estar participando en) una batalla entre los que pretenden que la red sea la única fuente de información y todo lo que se necesite sea un puesto para entrar en ella, y quienes creen que el PC en su actual configuración es un invento demasiado bueno como para dejar que se nos arrebate.

Hay una fortísima conjunción de intereses que apuesta por la red. En primer lugar, el de las empresas que están creando software especial para navegar por las redes; en segundo lugar, de las empresas de telefonía y telecomunicación que ganan dinero por cada minuto que permanezcamos conectados, y que atisban un negocio fantástico en la extensión universal de las redes de cableado con fibra óptica y, por último, pero no en menor medida, está la oportunidad que tienen de sacarse la espina las grandes empresas informáticas (cuyo paradigma es IBM), que han visto que su negocio estaba en el aire con el predominio actual de los dispensadores de software para PC.

Aleccionadas por el costo que para IBM ha tenido su apuesta tardía por los PC y el que parece acabará teniendo para Apple su negativa a licenciar el Mac os, las empresas que dominan el mercado del software para PC (Microsoft es el caso más claro), no pueden arriesgarse a perder el tren de la world wide web y, aunque prefirieran un mundo distinto, tienen que correr tras este señuelo por si acaso funciona (como, hasta el momento, parece que hace).

La red y los nudos

En este contexto de apuestas por situarse bien ante lo que parece el futuro más probable, puesto que cabalga a lomos de la convicción de que lo nuevo no puede ser peor (una convicción ciertamente extraña, pero muy extendida), el sueño de las compañías mejor situadas en los productos especiales para hacer que la red circule cada día mejor es muy claro: acabar con el PC tal como lo conocemos en la actualidad. No se tratará ya de proporcionar mejor software para la red, sino de sustituir por completo el individualista PC por una red de todos en la que todo se comparte y en la que todo estará disponible. No suele advertirse que eso supondrá una doble tarifa por acto: la del alquiler por utilizar la red y la del empleo del software, que no se almacenará en el «disco duro» (a cambio se nos dirá que no habrá que comprarlo) sencillamente porque nuestro «disco duro» estará en la propia red.

Esta especie de nuevo comunitarismo que quiere acabar con la soledad egoísta del usuario individual ha de exagerar en sus promesas porque, de momento, está corto de realidades. Lo curioso de este concepto que busca una nueva koiné es que se apoya, en sus inicios, en la soledad un poco paranoica de quienes se quedan las horas muertas colgados de la pantalla sin que puedan explicar muy bien por qué.

Las enormes dificultades que supone una comunicación fácil entre millones de usuarios con diferentes configuraciones de hardware, con programas distintos y sistemas frecuentemente incompatibles, representan unas oportunidades de negocio realmente espectaculares. Desde el punto de vista del ingenio, la situación es un desafío permanente a los miles de programadores que están buscando a todas horas soluciones inteligentes y elegantes a los problemas planteados. Resulta muy difícil poner en riesgo un panorama tan alentador para quienes viven del crecimiento del consumo informático.

Pasividad e iniciativa

Si se compara la actitud que implica la presencia ante la pantalla del ordenador navegando por la red con la sumisión propia del espectador ante el viejo televisor, es fácil convenir que hemos ganado en iniciativa lo que hemos perdido en pasividad. Irónicamente, podría observarse que la práctica del zapping vendría a ser un equilibrio intermedio entre ambos extremos viciosos.

La actitud ante los aparatos tradicionales va a ser rudamente puesta a prueba por las nuevas promesas (en el momento, si es que llega, en el que sean convenientemente rentables). Al teléfono ya le ha llegado su hora: liberado del cable, pierde su sitio en el hogar y la oficina y domina las calles. Lo que gana en autonomía lo pierde en capacidad de insidia: cuando todas las líneas sean digitales, no podrá ser por más tiempo un escondite para el insulto o la amenaza, porque la pantalla receptora nos dirá primero el número de quien nos llama. Su futuro se anuncia indiscernible del e-mail y, por tanto, vinculado a los nuevos aparatos que están soñando los exploradores del mercado de mañana.

El televisor también estará en la red. Dejará de depender de los horarios de las cadenas y de sus sorprendentes alteraciones para jeringar al vecino. Actuará bajo pedido, como lo hará, igualmente, nuestro aparato de música. No será necesario tener soportes físicos, ni cintas, ni discos. Cuando pidamos seremos satisfechos. Cuanto pidamos se nos dispensará. Se acabará con el problema del disco que no encontramos o de la película que no pudimos ver cuando fue emitida.

Para transmitir buena música bastan 1,2 millones de bits por segundo y una película puede llegar con 45 millones. Eso ya está hecho (podría hacerse incluso con el cable telefónico si dispusiéramos de un modem adecuado10), de modo que en muy poco tiempo podríamos recibir la película que queremos ver o la sinfonía que querríamos oír sin vincularnos para nada el momento de su emisión. La idea misma de emisión perderá su sentido, porque se podrá desvincular el acto de emitir del acto de escuchar o de leer: como apunta Negroponte11, «definitivamente, el medio ha dejado de ser el mensaje».

La catarsis final, la orgía de la iniciativa, vendrá dada cuando cada cual se haga su programación a la carta. ¡ Qué tiempos nos esperan!

Los nuevos hogares tendrán un lugar de privilegio para el nuevo aparato: teléfono, correo electrónico, video y ordenador. Su aspecto no se adivina todavía, aunque se apuesta por pantallas gigantes y extraplanas y porque acabará obedeciendo a nuestra voz.

La tecnología del futuro nos garantiza una plenitud de iniciativa extrañamente compatible con que nadie nos pregunte si ese futuro es tan adorable como se nos fuerza a creer. Bill Gates12 ha comparado uno de esos nuevos instrumentos (el PC «monedero») con las famosas navajas suizas. Yo he tenido tres, porque hay edades en que son más regalables que una corbata: pero, a mi pesar, no recuerdo haberlas usado nunca más que para ir de viaje o al campo, que es cuando, inevitablemente, las perdía.

Consecuencias sociales

Parece evidente que las consecuencias sociales de esta clase de tecnologías van a ser muy amplias. Quisiera, sin embargo, hacer un esfuerzo por deslindar las cosas: hasta la fecha la mayoría de las consecuencias habidas lo son a causa de la brutal competitividad de la industria informática y la de los que emplean sus aplicaciones.

Por ejemplo: la red favorece el tele-trabajo, pero porque evita gastos a las compañías, que pueden contratar mano de obra más barata en cualquier lugar del mundo o porque ahorra gastos de alquiler de locales. No hay nada en la red que por sí mismo favorezca el tele-trabajo, aunque, por supuesto, lo haga posible. Pero atribuir un gran futuro al tele-trabajo como consecuencia del éxito de las tecnologías es, como mínimo, confundir las cosas.

Las nuevas comunicaciones y los nuevos soportes favorecerán el comercio, sin duda; pero hay que ser bastante crédulo para pensar que van a beneficiar, sobre todo, al consumidor: que Bill Gates13 afirme que permitirán «el paraíso de los compradores», debe tomarse como una afirmación debida a los dotes comerciales del autor más que a su vena profética (no tan contrastada como la primera).

Cuestiones como la de los derechos de autor, el porvenir del libro, la regulación de la publicidad, la financiación de la prensa escrita están en el aire. Porque, en último término, lo que está por ver es el modo en que irán tomando forma las posibilidades que hoy contemplamos: qué perfil adquirirán, si serán viables desde el punto de vista financiero14, si encontrarán un público dispuesto o si, por el contrario, como ha pasado ya otras veces, la oferta no se verá premiada con la necesaria largueza.

No se trata, en fin, de ser excesivamente optimistas, pero tampoco de ser apocalípticos. Hay muchas cosas que van a cambiar con la implantación de las «infopistas»15; pensar que esto sea inevitable y que, además, acabará en algo realmente bueno, es lo más lógico, a poco que se crea en el mercado y en la libertad. Esta confianza no debería ocultarnos, sin embargo, que sería deseable un mercado menos cautivo, un consumidor más crítico, unos usuarios menos alucinados con la novedad a cualquier precio.

Supongo que el destino final depende, de algún modo, de todos nosotros. Es conveniente mantener la atención bien despierta y no confundir el grano del progreso con la paja (sin la que, no obstante, es imposible el grano) de la promoción comercial. El equilibrio entre ambos podría apoyarse en el hecho de que, por así decir, el que se informatiza el último se informatiza mejor, puesto que la celeridad de todos estos procesos y su inevitable subordinación final a las necesidades del público hacen que siempre vaya a ser posible y ventajosa la implantación de las soluciones existentes en cada momento. En último término, para no precipitarse, siempre queda la esperanza de que, como ha escrito Negroponte, «lo que hoy parece razonable mañana se demostrará que no lo es»16.

NOTAS

1 • Puesto que hay límites físicos precisos a la capacidad de computación y el crecimiento exponencial los rebasaría pronto.
2 • Según Gates (Camino al futuro, Me Graw-Hill, Madrid, 1995, pág. 134) el ancho de banda disponible en la actualidad se multiplicará por cien en los próximos cinco años. Negroponte (op. cit., págs. 32 y 39) pone el siguiente ejemplo: el billón de bits por segundo permitiría transmitir en ese tiempo todo lo que ha publicado el Wall Street Journal o bien un millón de canales de TV a la vez: una capacidad 200.000 veces mayor que la del cable telefónico.
3 • Nicholas Negroponte, El mundo digital, Ediciones B, Barcelona, 1995, pág. 99.
4 • En el prólogo a Negroponte, op. cit., pág. 11.
3 • Lo que sería una tragedia que debería conmover a los ecologistas. Un ejemplo claro de que el ingenio puede ser vencido por la brutalidad. Aunque el autor sea usuario de PC, es difícil que alguien le persuada de que las agresivas campañas de Gates estén basadas en algo distinto al arte de la buena venta. Apple ha sabido inventar, pero puede ser vencida por quien se olvida de la originalidad y se dedica a la conquista del mercado. Para el porvenir de la creatividad y la inteligencia, que Deep Blue acabe venciendo a Kasparov o a su heredero es un detalle técnico sin importancia, en comparación con la amenaza efectiva que significaría la consumación de este desastre.
6 • Bill Gates, Camino al futuro, Me Graw-Hill, Madrid, 1995, pág. 134.
7 • El término es de Gates. Una «aplicación asesina» es la que dispara las ventas de un determinado producto. Para los PC, las «aplicaciones asesinas» fueron las bases de datos, las hojas de cálculo y, sobre todo, los procesadores de textos (el mejor de ellos, el Word Perfect 5.1. para MS DOS, ha perecido, víctima de la obsolescencia planificada y del canibalismo de las compañías informáticas. Ahora es prácticamente imposible comprarlo, y todo el que quiera acceder a un procesador ha de conformarse con algún otro, seguramente más «potente» y aparentemente más sencillo, pero desde luego más lento y engorroso).
8 • En el plano profesional (en ciertas ingenierías, en la edición audiovisual, etc.) es evidente la superioridad de documentos en forma digital de la que habla Gates (op. cit., pág. 113).
9 • Para Gates (op. cit., pág. 91), el desarrollo de Internet es un fenómeno de importancia comparable a la aparición del PC en 1981.
10 • Según Negroponte (op. cit. pág. 38) la red telefónica de EE.UU. podría transportar con el modem apropiado 6 millones de bits por segundo. Bastante más de lo que se necesita para enviar una película por cable.
11 • Op. cit., pág. 82.
12 • Idem, pág. 76.
13 • Idem, pág. 156.
14 • Bill Gates (idem, pág. 223) reconoce que tanto la tecnología imprescindible como la demanda están por experimentar aún.
15 • Como bien argumenta Terceiro (La sociedad digital. Del homo sapiens al homo digitalis, Alianza, Madrid 1996, pág. 15), éste término, sugerido por Gustavo Matías, es preferible al más extendido de «autopistas de la información».
16 • Op. cit., pág. 61.

Profesor Univ. Rey Juan Carlos.