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La meta más ansiada por cualquier presidente que llega a la Casa Blanca por vez primera ha sido siempre la de ser reelegido cuatro años después. Conseguida, el siguiente desvelo es ocupar su lugar en la historia. El mero dato de que fuera el primer afroamericano en llegar a la suprema magistratura ya le reservaba un sitio singular a Obama desde 2008, pero el axioma de la doble meta se ha cumplido también en él. A pesar de que desde 1945 un presidente de Estados Unidos no puede evitar sus responsabilidades como potencia global, entre 2009 y 2013 los principales puntos de su agenda política fueron la recuperación económica y la reforma sanitaria. El repliegue de la acción exterior, militar y política, de Estados Unidos la denominó como «liderazgo desde atrás», un oxímoron feliz. La pérdida de los demócratas del control de la Cámara de Representantes desde las elecciones de 2010 acentuó la necesidad de búsqueda de equilibrios internos, de ahí que no puede extrañar esa inacción ante fenómenos que cambiaron equilibrios regionales como fueron las primaveras árabes.

A partir de su victoria en las elecciones de noviembre de 2012, Obama pudo buscar con decisión acuerdos con Cuba e Irán que trataban de afrontar viejos contenciosos, aunque como en alguna ocasión ha criticado el siempre imprescindible Henry Kissinger, careciendo de una gran estrategia de política exterior que permitiera establecer un cierto orden internacional. En Oriente Medio se mezcló la falta de reacción frente a las primaveras árabes con el vacío estratégico que provocó la precipitada retirada de Irak, lo que evitó que pudiera existir un contrapeso efectivo ante el surgimiento del Estado Islámico (ISIS), desestabilizó Irak e hizo más cruenta la guerra civil en Siria, terminando por afectar incluso a Turquía. Si en el terreno humanitario uno de los símbolos de este conflicto ha sido la crisis de inmigrantes en el Mediterráneo, en el terreno geopolítico lo es el nuevo protagonismo de Rusia en una región de la que Estados Unidos había conseguido dejarla al margen en las últimas décadas.

La realidad es que desde agosto de 2008, con ocasión del conflicto en Georgia, en el final de la Presidencia de Bush, Rusia ha demostrado su voluntad de revertir los cambios geoestratégicos que tuvieron lugar a lo largo de la década de los noventa como consecuencia de la caída del muro de Berlín y la extrema debilidad política en la que quedó entonces; desintegración de la URSS, el avance de la OTAN en el este de Europa hasta los países bálticos y el sometimiento de Serbia en los Balcanes. Del predecible mundo bipolar se pasó al espejismo del mundo unipolar.

Esa guerra en el verano de 2008 marcó un punto de inflexión ante el que el nuevo presidente de Estados Unidos, elegido unos meses más tarde, respondió mostrando la voluntad de un «reset», «un nuevo comienzo», en la relación bilateral, por lo que desmontó el «escudo antimisiles» en Polonia y firmó en Praga en abril de 2010 un ambicioso acuerdo de reducción de armas nucleares. La crisis de Ucrania en 2014 que condujo a la toma de Crimea por parte de Rusia y el activo papel en la guerra civil de Siria dan la apariencia del deseo de un nuevo rol internacional por parte de Putin. Hasta ahora Obama lo había visto con desdén, considerándolo como un imperialismo de cartón piedra por las debilidades internas tanto de la economía como de la sociedad rusa. Un país que solo es capaz de gas y petróleo, ha repetido en alguna ocasión. El hecho de que ahora haya acusado a Rusia de injerencia en el proceso electoral americano, pone de manifiesto el error de Obama a la hora de valorar las capacidades de Rusia.

El colofón de una Presidencia exitosa concluye dejando al candidato de su partido en la Casa Blanca. Desde 1945 eso solo ha ocurrido en una ocasión, con Reagan. Los datos macroeconómicos eran buenos y los índices de aprobación de Obama desde la primavera de 2016 eran positivos y en alza. No lo tenía difícil el Partido Demócrata para lograr una nueva presidencia. La elección de una mala candidata —Hillary Clinton contaba con una gran animadversión, incluso entre las bases de su propio partido, como se demostró tanto en 2008 como en las primarias contra Sanders— y una muy deficiente campaña —en los últimos meses solo destacó en los medios por noticias relativas a su salud y a una investigación respecto a unos correos electrónicos que acentuaban el perfil más opaco de quien, sin duda, era el candidato mejor preparado para asumir la Presidencia de su país— llevaron a una derrota inesperada.

Las elecciones de Estados Unidos se basan siempre en coaliciones electorales. Desde sus orígenes, como tierra prometida de minorías religiosas perseguidas en Europa, se trata de un país plural. Su sistema político favorece los equilibrios. El sistema legislativo bicameral y la elección del presidente a través de un «colegio electoral» son dos instrumentos que permiten evitar la irrelevancia política de los estados menos poblados. Una forma más de evitar que las mayorías sometan a las minorías —uno de los elementos fundamentales en una democracia liberal—, aunque sea a costa de hacer más complejo el proceso político.

Las diferentes oleadas migratorias han configurado nuevas diversidades y las leyes de derechos civiles de los sesenta alteraron los polos de los partidos; Lincoln era republicano y desde hace cincuenta años los estados del sur se han convertido en el bastión del GOP (Grand Old Party o partido del elefante, como se les conoce popularmente). Esos estados rurales y del interior frente a Nueva Inglaterra y la costa oeste que una vez fueron republicanas —Reagan fue gobernador de California— y que hoy votan con fidelidad a los demócratas. Voto urbano frente a voto rural. Pero también el voto de la menguante mayoría blanca frente al auge de las minorías —afroamericanos y latinos—. Voto de nuevas formas familiares frente al voto de los valores tradicionales. Voto de quienes dirigen y protagonizan la transformación digital frente a las comunidades industriales que la padecen y se quedan atrás como consecuencia de ella.

Hace cuatro años se decía que los republicanos nunca alcanzarían la Presidencia por su baja aceptación entre las minorías —ya fuera por razón de raza o género—, el 8 de noviembre ganó un candidato sin ninguna experiencia política previa y con un relato propio del nacionalismo conservador, «hacer América grande otra vez», que supo conectar con los temores de la clase media blanca, especialmente en los estados indecisos, afectados por la competencia del comercio global y la transformación digital.

Desde la elección de 1960 se ha venido repitiendo eso de que la campaña de un candidato a presidente de Estados Unidos no es muy diferente a la de cualquier otro producto, como la Coca-Cola. Si la televisión no es información, sino espectáculo, Trump supo darlo y los medios de comunicación lo recogieron con amplitud, a pesar de la evidente animadversión que demostraron hacia el personaje. Las redes sociales han roto el monopolio de los medios tradicionales, la opinión pública se manifiesta, se configura y se comparte en nuevos espacios, por lo que un candidato ya puede ganar la Presidencia sin el apoyo de ningún diario de relevancia. Lo que sí necesita es saber armar una coalición para ganar el voto del colegio electoral. La de Trump era de votantes blancos de clase media. Quizás era la única posibilidad en la que él resultaba creíble, pero no le podía fallar nadie, y en 2008 y 2012 los católicos habían optado por Obama.

De ahí que frente a las críticas públicas que despertó en el papa Francisco su discurso antiinmigración, «quien piensa solo en construir muros no es cristiano», tratase de ganar los votos de esa importante minoría con mensajes dirigidos a ellos, incluso la víspera electoral, garantizándoles que no sería hostil a los católicos y trabajaría con ellos. Finalmente, Trump ganó el voto católico frente a una Hillary Clinton que había tratado de retenerlo con su candidato a vicepresidente. Quizás ha pesado todavía el enfrentamiento con el Vaticano en tiempos de Juan Pablo II de la esposa del entonces presidente Clinton.

Una campaña a la Presidencia de Estados Unidos polariza y divide al país. Más cuando los candidatos eran figuras enormemente controvertidas. Si Hillary Clinton no gustaba a una parte importante de su electorado, lo mismo ocurría con Trump, aunque en el caso del republicano la rebelión contra las élites del partido que supuso su elección ya reflejaba un clima social de deseo de ruptura frente a los liderazgos establecidos. Si el mensaje de cambio es siempre un activo en unas elecciones, Trump, sin duda, lo encarnaba. La abierta oposición de una parte de los dirigentes republicanos, lo reforzó.

Como es previsible que Trump desee su reelección, primará su agenda nacional y la internacional la utilizará para fortalecer su mensaje interno. El primer gesto, antes incluso de llegar a la Casa Blanca, ha sido conseguir que la empresa Carrier no trasladase una parte de su producción a México. Es probable que a partir del 20 de enero se congelen las negociaciones para firmar el acuerdo comercial con la UE, el conocido como TTIP, y que a través de órdenes ejecutivas anule algunos elementos de la reforma sanitaria de Obama. Ahora bien, si realmente quiere que la suya sea una Presidencia efectiva, necesitará trabajar con el Congreso.

El punto de partida es un país dividido. El hecho de que Hillary Clinton ganase en voto popular por más de dos millones genera una situación de frustración aún mayor entre los derrotados. Aunque las primeras declaraciones de Trump fueran en un tono conciliador, las amenazas formuladas en campaña, como la de encarcelar a la candidata rival o a no reconocer la derrota en caso de que esta se produjese, demuestran que se trata de un líder imprevisible. La mayoría de los nombramientos que ha efectuado no ayudarán a restañar las heridas abiertas.

El papel de liderazgo de la administración que tiene que llevar a cabo el presidente es muy complejo. No es fácil ensamblar un equipo para dirigir Estados Unidos. Alguien tan aparentemente racional y sosegado como Obama ha tenido en estos ocho años cinco jefes de Gabinete, cuatro secretarios de Defensa y tres consejeros de Seguridad. Demasiados cambios en puestos clave que quizás sirvan para entender esa ausencia de un gran proyecto. En 2008 los demócratas tenían el poder en las dos cámaras, desde 2014 no lo tienen en ninguna.

En los primeros meses de la Presidencia de Trump, las figuras clave serán el vicepresidente Mike Pence y el jefe de Gabinete, Reince Priebus, quien ha sido presidente del Comité Nacional Republicano. Ellos tienen la experiencia y los contactos con senadores y congresistas para convertir en legislación los objetivos de Trump. Es un momento favorable para la nueva Administración por contar los republicanos con mayoría en el Capitolio, por lo que si Trump quiere tener una presidencia efectiva y no verse limitado a la firma de órdenes ejecutivas tendrá que buscar el apoyo y el entendimiento con unas élites republicanas que se distanciaron de él hasta su victoria electoral. Frente a las necesidades de realismo político, la figura de Steve Bannon como estratega en el Gabinete es la del responsable de que la acción política mantenga el respaldo de la base electoral sobre la que Trump llegó a la Casa Blanca.

En materia de política de seguridad, la cuestión más importante será la relación entre los generales Michael Flynn, consejero nacional de Seguridad, es decir, quien tendrá el acceso directo y casi diario con el presidente, y James Mattis, propuesto para secretario de Defensa, aunque necesita la confirmación del Senado. Por su trayectoria, son perfiles complementarios: Flynn más ligado a la inteligencia militar y Mattis al mando efectivo sobre tropas. Desde hace más de medio siglo un general no ocupaba la Secretaría de Defensa, un departamento de una enorme complejidad en su gestión técnica, económica y política. Los militares suelen ser siempre reticentes a la hora de llevar a cabo despliegues de tropas en el exterior ante conflictos que no supongan una amenaza directa a la seguridad de Estados Unidos.

Un directivo de una multinacional como es el caso de Rex Tillerson, propuesto para secretario de Estado, puede conocer y haber trabajado con congresistas y senadores y tener una cierta agenda internacional. Pero dirigir el Departamento de Estado es una tarea que aunque en algunos aspectos pueda tener paralelismos con una multinacional, su naturaleza es muy diferente. El Senado no es una junta de accionistas, ni los más de 10.000 diplomáticos del Departamento de Estado son empleados, ni los periodistas y medios que siguen la política exterior son como los que siguen la economía y las finanzas. Desde 1945 es la primera vez que se designa a alguien sin experiencia política previa para dirigir la diplomacia americana, lo que sin duda es un mensaje de una voluntad de evitar grandes compromisos en materia de política exterior. Ese será el núcleo duro de una Administración construida para acompañar el discurso de cambio del candidato más que para una acción efectiva de acción exterior. La gran estrategia cuya ausencia lamenta Kissinger tendrá que seguir esperando.

También al resto de naciones les queda esperar y ver cómo se pone en marcha la Administración y cómo reaccionan ante las crisis que vayan surgiendo. Hace ocho años Obama podía ser una incógnita para la comunidad internacional, pero su compañero de candidatura era un viejo senador que había sido presidente de la Comisión de Exteriores, mantuvo al republicano Robert Gates como secretario de Defensa y designó a la senadora Hillary Clinton como secretaria de Estado. Él era nuevo pero su equipo era de gente conocida y tenían experiencia de trabajar con socios y aliados.

Así había sido hasta la fecha. Con Trump no ocurre lo mismo y nunca está de más recordar ahora que se ha cumplido un siglo del inicio de la Primera Guerra Mundial que un cúmulo de errores y oportunidades desaprovechadas desataron un conflicto que cambió la historia de Europa. Grandes potencias, ante una crisis localizada en los Balcanes, terminaron por desencadenar una guerra atroz. Es sabido que la obra de Barbara Tuchman Los cañones de agosto tuvo una influencia indudable en el modo en el que Kennedy respondió al desafío que supuso la crisis de los misiles de Cuba. Mattis seguro que la ha leído ya que presume de una biblioteca de más de 7.000 volúmenes. Aunque, como digo, Trump no llega con una gran estrategia de política exterior, por lo que será difícil que choque con otras potencias más allá de disputas diplomáticas como la producida con China como consecuencia de su conversación con la presidenta de Taiwán. La política de «pivotar» a Asia y la búsqueda de fluidas relaciones con China no impidió a Obama vender armas a Taiwán. Es cierto que la retórica de Trump respecto a China ha sido más dura en el aspecto de la política comercial, pero está por ver cómo va a orientar su política respecto al Pacífico, una región que presenta una creciente inestabilidad política en aliados tradicionales como Corea del Sur y Filipinas, con la cuestión de Corea del Norte pendiente y con un latente conflicto entre China y Japón a propósito de las islas Senkaku (Diaoyu). La ausencia cerca del presidente de figuras con experiencia, conocidas por sus contrapartes y que sepan manejar la compleja relación con China y el Pacífico es una de las grandes carencias del nuevo equipo. La situación interna de la Unión Europea y el Brexit ha descartado la necesidad de cualquier gesto en estas semanas previas. A pesar de esta distancia inicial, Trump no encontrará mejores aliados.

A Obama se le entregó el premio Nobel cuando era solo una promesa como presidente, pero la comunidad internacional le dejó solo cuando amenazó a Al Asad con consecuencias en el caso de que atravesase la «línea roja» de atacar con armas químicas a la población civil. Nadie quiso apoyarle: ni el «especial» aliado británico, ni demócratas o republicanos en su propio país estuvieron junto al presidente y Obama tuvo que desdecirse debilitando así su liderazgo.

No es probable que a Trump le otorguen el beneficio de la duda. En cualquier caso, el centro de atención de su acción política será la política nacional. Una de las decisiones que más controversia levanta es la de elección de jueces del Supremo, y Trump tendrá que proponer a alguien que reemplace a Antonin Scalia, quien falleció en el mes de febrero. Será la prueba de fuego sobre la capacidad de la Administración a la hora de trabajar con los líderes del Senado, ya que los demócratas disponen de minoría de bloqueo. Las reformas en materia fiscal, las políticas de incentivos industriales y subidas de tipos de interés que alivien la situación del sector financiero podrán ayudar a crear una sensación de bonanza económica que las muy efectivas políticas de Obama no han hecho. Además, tendrá que presentar una alternativa a lo que derogue de la reforma sanitaria de Obama, así como las medidas de endurecimiento de la política de inmigración. No parece probable que el Gobierno de México vaya aceptar pagar el muro para contener la inmigración y el tráfico de drogas de la frontera.

Mudarse de la Torre Trump, sobre el asfalto de la 5ª Avenida de Nueva York, a la Casa Blanca, con su jardín de rosas, en la Avenida Pensilvania, sometido al escrutinio desde la altura del Capitolio, exigirá al nuevo inquilino trabajar de un modo diferente al de su trayectoria vital hasta la fecha y a como lo hizo como candidato. Es un oficio distinto, en una ciudad, Washington, acostumbrada a ver pasar presidentes. Es todavía una incógnita saber si el aparatoso Trump aguantará el rigor y la intensidad que exige el proceso político americano o preferirá liderar desde la altura distante de su torre de Manhattan. Se juega su reelección.

Es un lugar común afirmar que a lo largo de 2016 se ha puesto de manifiesto la crisis de la democracia liberal. Es cierto que en Estados Unidos ha ganado lo desconocido frente a la experiencia, pero las bases de la democracia continúan firmes, la fortaleza de las instituciones incontestada y los derrotados son los primeros aliviados por la limitación real de los poderes del presidente.

Sobre el papel, los elementos de continuidad existen. El paulatino repliegue en la acción política exterior de Estados Unidos limitándola a su componente militar, la primacía del autoabastecimiento energético frente a consideraciones medioambientales —el fracking—, el ser ambos periféricos de Washington —uno, afroamericano de Hawái; el otro, magnate de Nueva York— o el uso de los nuevos canales de comunicación, son rasgos comunes en estilos políticos y de toma de decisiones muy diferentes. A partir del 20 de enero se verá si lo que ha ocurrido es realmente una revolución o, finalmente, todo queda en una revuelta.

Pablo Hispán Iglesias de Ussel es licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad de Navarra. Universidad en la que se doctoró en Historia Contemporánea. Ha desempeñado distintos cargos en la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid. Es autor de varias publicaciones sobre diversos temas como la Economía sumergida, Política monetaria, Política regional, Globalización y temas de la Unión Europea.