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MERCEDES MONMANY. En su célebre ensayo La antipolítica, usted acuñó el término que servía de título para definir la actitud de los intelectuales que, como usted, vivían en un régimen comunista con un poder político cuya principal característica era la de inmiscuirse en cualquier rincón de la sociedad, incluida por supuesto la cultura. En aquel momento, la antipolítica, para usted, era la política practicada por aquellos que no eran políticos profesionales, es decir: la resistencia de los intelectuales que querían volver a situar la política en su lugar legítimo, al margen de labores que no les pertenecían. Posteriormente, en su recolección de ensayos (1989-1994), The Melancholy of Rebirth, pone al día la labor de aquellos intelectuales, libres ya de cargas y mensajes concienciadores («Se han acabado los libros baratos: el Estado ya no tiene ningún interés en lo que los ciudadanos leen o en lo que los escritores dicen. Los escritores ya no somos unos sumos sacerdotes, pero tampoco somos ya unos herejes»). Pasadas todas las luchas, ¿sigue existiendo alguna función, algún papel especial que hayan de desempeñar los intelectuales?

GYÖRGY KONRÁD. En aquellos tiempos de la dictadura, vivíamos en unas condiciones claramente diferentes. Uno ni siquiera tenía consejos razonables que poder dar a sus colegas. Yo pude describir un cierto comportamiento a un grupo de personas de aquí, que estaban en la oposición democrática a la dictadura, pero que era también congruente con lo que hacían otros compañeros de causa en Chequia o en Polonia, es decir: una especie de movimiento central o del este europeo por la democracia. Un movimiento, que obtuvo bastante resonancia y «éxito»; otra cosa es lo que pasara después con la gente, eso es algo completamente distinto. Aun así, no me gustaría decir que, en la actualidad haya algún tipo de rol, algún deber general reservado a los intelectuales. Todo el mundo tiene un papel, aquel que construye para sí mismo. En ello hay una gran libertad, al tiempo que un gran riesgo. El papel depende las personas. Por otro lado, como el éxito de los escritores en la actualidad se ha convertido por desgracia en algo tan «cuantitativo», ese papel, esa búsqueda permanente de un rol, es la gran coartada para una presencia constante en los medios. El éxito revierte actualmente en el número de ejemplares vendidos, algo que puede ser cuantificado inmediatamente. Sería una gran hipocresía no verlo o no querer hablar de ello; y por otra parte, sería también idiota estar entusiasmado o encantado con esa situación. Se trata de un hecho puro y simple de nuestra época, y cada uno efectúa sus propias desviaciones. A veces esas «desviaciones» se convierten en éxito, y otras veces, no. Pero, como siempre, hay que distinguir netamente los valores literarios de lo que son éxitos mediáticos.

M.M. Una vez superadas las «dos Europas», creadas injusta y artificialmente tras la II Guerra Mundial y el reparto de países en bloques o zonas de influencia, ese viejo regusto que parecía haberse perdido ya de vista —la desunión europea—, pareció retornar cuando estalló la crisis por el conflicto de Irak. ¿Vio usted de forma pesimista esta nueva división, ese desacuerdo entre una llamada «nueva Europa» y otra «vieja Europa»? ¿Cómo vio también las manifestaciones de protesta que se sucedieron en las distintas capitales europeas?

G.K. El hecho de que Donald Rumsfeld dijera aquello estuvo bien, no era grave: él no es un filósofo ni un hombre de ideas, sino un secretario de Estado de Defensa. Pero el hecho de que toda la prensa europea haya estado rumiando esa frase, eso sí que es ya un certificado de pobreza. Por otro lado, la izquierda europea siempre fue propensa a ensalzar los valores pacifistas; aunque, curiosamente, por poner un ejemplo, en los últimos años, no hubo manifestaciones cuando se bombardeaban pueblos enteros de Bosnia, en pleno suelo europeo. En ambos casos, lo que yo observo es la no convención, la no coherencia de la causa; porque, por una parte, está la indiferencia más total, y por la otra, la protesta y sacar las cosas de quicio. Milosevic, por ejemplo, no está muy cerca de mi Corazón, pero Sadam Hussein tampoco. Entonces no entiendo por qué algunos consideran que Sadam Hussein es más simpático que Milosevic; su cuota de asesinatos supera con creces la cuota de asesinatos de Milosevic. Por lo tanto, para mí, todo ese movimiento, francamente, no es sincero.

M.M. Volvemos quizá al fantasma del antiamericanismo…

G.K. Siempre hay que manifestarse contra alguien. ¿Quién es el más poderoso? Cuando se manifiestan los antiglobalización en contra de los G7 o los G8; cuando protestan o se manifiestan en contra de las cumbres europeas, entonces yo quiero imaginar que todos tienen sus razones más o menos racionales. Pero no creo que sean unas razones tan inteligentes como para que, para defenderlas, haya que romper los cristales de los escaparates. Creo que existe cierta energía que tiene que manifestarse de alguna manera, y que a veces esa energía encuentra el contrincante justo. Quizá un buen ejemplo de ello serían las manifestaciones del año 89, a favor de la liberación de Centroeuropa y la Europa del este. Entonces, las manifestaciones tenían un éxito rotundo, pero tengo que decir que Jamás se rompió ni un solo escaparate. Yo he vivido también bastante tiempo en Berlín, largos períodos, y sabía perfectamente que los grupos «autónomos» se iban a manifestar, que se trataba de una serie de acontecimientos de tipo ritual. Que era una cierta dramaturgia, una puesta en escena social.

M.M. No cree por tanto que sea nada fundamental, de gran calado…

G.K. A mí, en modo alguno me parece que el profesor Habermas tenga razón, ya que él piensa que el destino de Europa, de cara al futuro, lo determinan dos fechas o momentos: cuando hubo las grandes manifestaciones contra la guerra de Irak y, por otro lado, con la «Carta de los Ocho». Decir que esas fechas definen todo el futuro de Europa es como decir que un simple grano o suceso determina toda una vida, cuando en realidad se trata de fenómenos pasajeros. Un fenómeno que no es pasajero es que la Unión Europea esté funcionando como una comunidad económica y que se esté preparando una Constitución. Estos son los asuntos realmente importantes y determinantes, no sólo los chismorreos de quién es nuevo o viejo. Puestos a hacer diferencias, tampoco tiene mucho sentido establecerlas porque, según eso, también podría decirse que América es más vieja que Europa, ya que la Constitución americana, como carta democrática, es la primera.

M.M. Hablemos un poco de la relación de América con Europa, o si se prefiere de «América en Europa».

G.K. Cuando intervino en Europa, América lo hizo en casos malos. No tenía muchas ganas de intervenir como aliado de Gran Bretaña en las dos guerras mundiales, pero lo hizo, manteniendo esa solidaridad con sus aliados. Impuso la democracia en Alemania y en Japón y de algún modo detuvo el avance de las dictaduras rusa y china. Yo estuve en el año 82 en Alemania y entonces hubo muchas manifestaciones en contra de las bases norteamericanas y de sus misiles. Pero cuando los americanos dijeron que ya no ponían más bases y que se iban del país, también hubo protestas porque los alemanes necesitaban esa protección, aunque al mismo tiempo no querían que los americanos estuvieran allí. Ese es un problema de lógica difícilmente resoluble. Aunque nunca se planteó la pregunta de cómo resolverlo juntos. Y eso es lo que ocurrió al final.

M.M. Actualmente ¿qué se considera más: novelista, ensayista u hombre de ideas? ¿Cuáles son sus últimos libros aparecidos en Hungría?

G.K. Creo que soy el mismo en todas las facetas, aunque lo que hago preferiblemente es ser novelista. En Hungría han aparecido dos libros míos últimamente. Uno se titula Partir y regresar, y el otro, que es como su continuación, Arriba, en el monte, en el momento del eclipse de sol, aunque el título en húngaro es más breve. Son, para definirlos de alguna forma, dos «novelas autobiográficas», que cubren desde los años de antes de la guerra, los de la guerra, la posguerra y hasta nuestros días. Durante la guerra yo vivía en provincias, en un pueblo llamado Berettyoújfalu, aunque desde mayo de 1944 hasta mayo de 1945 no, porque si me hubiese quedado allí, habría terminado en Auschwitz. Yo tenía once años y mis padres fueron detenidos por la destapo y deportados. Era el método que solían utilizar: escogían primero a los más pudientes de las ciudades o pueblos pequeños. Mi hermana y yo, junto a dos primos, nos quedamos en Budapest. De Budapest nos enviaron unas cartas de invitación, que ya no se podían cursar porque era demasiado tarde. Entonces yo soborné a la autoridad local y nos dieron un pase para viajar. Así que un día antes de que el pueblo donde vivíamos se convirtiera en un gueto, pudimos llegar a Budapest. Los demás jóvenes de la población, al cabo de dos semanas, ya se habían convertido en humo. En realidad, en febrero de 1945, estábamos ya de regreso en nuestra pequeña ciudad. Mis padres, debido a una serie de circunstancias bastante increíbles, lograron sobrevivir. Fueron deportados a Austria y esto también hay que atribuirlo a una casualidad, porque en principio el tren donde iban se dirigía a Auschwitz, y el otro, el que no debían tomar, a Austria. Por un azar se equivocaron de tren. En aquella época había muchas cosas así, puras casualidades, y como resultado, de la pequeña ciudad donde vivíamos, donde había más o menos mil judíos, nosotros fuimos los únicos adolescentes que quedaron con vida y nuestra familia, la única que quedó intacta. Yo tenía entonces once años, pero si hubiera tenido catorce, como Kertész, habría tenido más posibilidades de sobrevivir, porque a esa edad eran enviados a los campos de trabajo. Sin embargo, a los once, uno era enviado directamente al crematorio.

M.M. ¿Qué recuerda del resto de la gente del lugar? ¿Les ayudaban?

G.K. La mayoría se mostraba indiferente. Había una minoría que se alegraba de que a los judíos les tocara pasar problemas. Dentro de esto, había otra pequeña minoría, la de, por ejemplo, los miembros del partido nazi húngaro, los «cruces flechadas», que formaron comandos voluntarios de ejecución. Por otro lado, también había personas que miraban a los judíos con simpatía y los ayudaban hasta cierto punto. Había gente que los ayudó a esconderse. Otros propusieron esconder los bienes de los judíos (y los escondieron bien escondidos: definitivamente). También otra gente les dijo: «Mira, tú ahora estás en una situación muy difícil, yo te doy mis papeles para que intentes escapar». También había gente que en sus casas construyeron huecos donde escondieron a judíos y les pasaban comida todos los días para que se pudieran alimentar. Había de todo.

M.M. Por último, usted pertenece a un país eminentemente literario. En alguna ocasión ha comentado que es «en relación a la lengua y a la literatura por lo que se define a la nación húngara». ¿Qué experimentó al serle concedido el Premio Nobel de Literatura a un compatriota suyo, Imre Kertész, primer galardón concedido a un escritor en lengua húngara de la historia?

G.K. Me alegré y, sin duda, se lo merece. Pero yo siempre he estado convencido de que los escritores no juegan en ningún tipo de «equipo nacional» encaminado a ganar premios como el Nobel. Aunque me alegré, claro está, dada su biografía, y dado el tema que trata. Aunque Kertész dijera recientemente en una entrevista que el verdadero tema de su obra no es el «ser judío», sino un cierto período del comunismo en Hungría, normalmente es imposible no identificar su nombre y su biografía con sus novelas. Aunque también es cierto que una situación de opresión se puede trasponer a las diferentes condiciones humanas. Sólo su novela Sin destino merece ese premio, sin duda.

Escritora, editora y crítica literaria. Su última obra es «Humanismo cosmopolita» (Gedisa) del que es coautora con Rafael Argullol.