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Cuando se pregunta por el cómo, se presupone normalmente el qué, pero, pese a ello, con gran frecuencia éste se nos olvida. Los «cómo» invitan a la acción, los «qué» son más indescifrables, y así viene a suceder que las frondosas ramas de los «cómo» tapan el oscuro bosque de los «qué». Nuestra atención tiende a fijarse en los medios y en las novedades, en el negocio. No está mal que así sea, pero siguiendo el consejo horaciano: «misce stultitiam consiliis brevem; dulcís est desipere in loco», conviene de vez en cuando mezclar con lo sensato un grano de locura, como si no sólo nos interesara el cómo, sino también el qué y sus porqués.

Hay, además de este telón de fondo, una razón adicional para subrayar las últimas novedades con detrimento de las cuestiones más esenciales en temas de este tipo. Si, sobre todo, nos preguntamos por el «cómo» es porque la tasa de cambio es más fuerte de lo que podemos asimilar, porque nos preocupa el futuro, y porque, en el fondo, aunque oscuramente, nos inquieta la idea de que podamos estar trayendo algo que tal vez no deberíamos haber traído. Es lo que le ocurre necesariamente a quien se siente participante en una carrera que no tiene final preciso, que no sabemos muy bien adónde nos lleva.

Voy a referirme, con la brevedad que el caso requiere, a los tres mencionados órdenes de cuestiones —los «qué» y los porqués— relativas a las nuevas tecnologías de la comunicación.

LA TÉCNICA CLÁSICA Y LAS TECNOLOGÍAS DIGITALES

Las diferencias esenciales entre la técnica-arte sobre las que meditó Aristóteles y la tecnología desarrollada en el mundo occidental a raíz de la ciencia moderna se pueden explicar con facilidad atendiendo a tres contraposiciones:

A1. La técnica supone la preexistencia de una finalidad que la justifica, es decir, resuelve problemas previos.

A2. La tecnología crea, sobre todo, posibilidades nuevas y, al hacerlo, rompe la distinción inmediata entre lo superfluo y lo necesario, creando así nuevas necesidades y exigencias.

B1. La técnica es un medio, es elegible y optativa.

B2. La tecnología es un bien, no está subordinada, sino que subordina y obliga.

C1. La técnica clásica cobra su sentido en un entorno que le es previo.

C2. La tecnología crea su propio entorno, se hace absoluta.

Por ello suele decirse que las tecnologías digitales sirven a unas posibilidades que están muy por encima de las necesidades previamente sentidas por los usuarios. Si se pregunta para qué van a servir los nuevos servicios de telefonía UMTS, la única respuesta que se encontrará es que podrán usar servicios que se creen precisamente porque se ha decidido desarrollar esa tecnología UMTS. Ahora bien, si esto es verdad, no es toda la verdad, y las verdades deben procurarse enteras.

No es verdad, en primer lugar, porque cualquier tecnología surge siempre de procesos finalistas, aunque luego los desborde; pero ese desbordamiento, como es obvio, tampoco está exento de intención: se trata de batir a la competencia, cosa, al parecer, útil donde las haya. De manera que si nos obligamos a hacer algo sólo por el hecho de que puede hacerse (la gente que sube al Everest suele decir que lo hace porque estaba ahí) es porque, además, hay premio. Por lo tanto, lo más que podemos decir con seguridad es que las tecnologías nos aportan la sorpresa, pero una sorpresa que nos es demandada por un mercado que está ávido de novedad, que la demanda y la paga como tal.

EL IMPACTO DE LAS TECNOLOGÍAS DIGITALES

Las tecnologías que configuran específicamente la llamada Sociedad de la Información modifican no sólo la relación del hombre con su entorno natural (la muerte de la distancia de la que ha hablado Cairncross, la preeminencia de un espacio lógico sobre el espacio físico, la ruptura del nexo entre representación y cosa que es propia de lo inmediato, etc.), sino, sobre todo, el mundo tecnológico previo, la primera envoltura de la naturaleza que habían efectuado las técnicas de la sociedad industrial. Esta segunda envoltura digital dota al sistema tecnológico de un carácter fuertemente antiintuitivo, profundiza la pérdida del sentido y valor de la realidad que es típica del homo faber (que, en realidad, se fabrica sobre todo a sí mismo) y tienden a poner en manos del usuario el acceso a sistemas complejos mediante interfaces muy simples (tocar botones) que ocultan absolutamente sus principios de funcionamiento (manual de usuario frente a comprensión de la tecnología que se usa).

En concordancia con ello suponen, igualmente, una eliminación del esfuerzo (físico, por supuesto, pero también intelectual: los usuarios de un sistema operativo que se base en instrucciones comprendían el cómo y el porqué de aquéllas, los usuarios de un entorno gráfico no precisan de explicaciones), tanto el que sería preciso para procurar la comprensión del funcionamiento de algo (para manejarlo sabiendo lo que hacemos) como, sobre todo, el esfuerzo necesario para obtener el acceso. Todo ello es, por supuesto, muy razonable, pero lo que hay que subrayar es que tiende a configurar a todas esas tecnologías, por tanto, más como mercancías de consumo que como herramientas cuyo uso se comprende.

INVERSIÓN Y CONSUMO DESVINCULADOS DEL CÁLCULO COSTE-BENEFICIO

El éxito en la puesta en marcha de todas estas tecnologías exige siempre una apuesta más o menos razonable por un estado de cosas que aún no está en condiciones de ser usada inmediatamente. El que implica que, en muy buena medida, las inversiones particulares y de la mayoría de las empresas se han de apoyar no en razones, sino en impulsos. De ahí la importancia de las herramientas de marketing, porque las verdaderas novedades escasean. El peso de la obsolescencia planificada en esta clase de bienes no puede descansar en factores físicos de desgaste (que son casi despreciables), sino que ha de apoyarse en la fantasía del consumidor, en el vigor compulsivo de una moda de mercado. Todo ello requiere la presentación de este universo como un ámbito de progreso ilimitado y continuo en el que perder el tren es una amenaza permanente, de ahí la exacerbación de la competencia y del crecimiento de los mercados como valor económico básico, en detrimento de la calidad y especificidad de los productos, por ejemplo. Así hemos podido asistir a la paradoja de que una empresa que no mejora la calidad de sus servicios básicos puede, sin embargo, atraer más inversiones y subir su valor en la Bolsa por el hecho de que se adentra en terrenos de presente incierto, pero fuertemente cargados de magnas presunciones en un futuro impreciso.

SOCIEDAD DE LA IMAGEN FRENTE A SOCIEDAD DEL CONOCIMIENTO

La información disponible a efectos del conocimiento teórico venía creciendo de manera espectacular desde el siglo XVIII. A partir de ese momento se hicieron toda clase de esfuerzos por sistematizar la información disponible (enciclopedias, revistas especializadas, planes de estudio). Con la llegada de las tecnologías de la información se ha facilitado enormemente la dispersión y la multiplicación de los soportes disponibles. La información se ha convertido en una mercancía de circulación barata, pero se ha multiplicado de tal modo que los sistemas clásicos de selección, clasificación y almacenamiento están superados. Se trata, si somos optimistas, de un mal que pudiera ser pasajero, puesto que podrían ponerse en práctica nuevos métodos capaces de introducir de nuevo un orden racional en ese gigantesco magma informacional. Pero, mientras tanto, el fenómeno ha facilitado el agravamiento de enfermedades ya de suyo muy presentes en nuestro mundo: la confusión de la información con el saber, la pérdida del sentido de la verdad, la equiparación del simulacro con lo verdadero, la indiferencia frente a lo inmediato y su confusión con formas de lo virtual. Por todo ello, además de por varias otras razones que sería pretencioso acometer con brevedad, nuestra sociedad puede definirse mejor como una sociedad de la imagen (donde imagen debe ser entendida en contraposición a realidad), que como una sociedad del conocimiento.

TECNOLOGÍAS DE LA MENTE

El conjunto de avances que trae consigo el crecimiento y complicación del mundo de las telecomunicaciones hace que nuestra identidad se desespacialice (puesto que podemos actuar virtualmente en cualquier lugar del mundo, siendo irrelevante el lugar real en el que estemos, mientras estemos adecuadamente conectados y soportados), que pierda importancia el complejo de espacio-tiempo y materia que ha sido la base de nuestra identificación y de la identidad de cualquier clase de seres y objetos. Las tecnologías clásicas (energéticas, mecánicas, etc.) proporcionan formas de potenciar el alcance y las posibilidades de nuestro cuerpo. Las tecnologías digitales nos deslocalizan, nos abstraen de nuestro cuerpo y amplifican el espacio de acción de nuestra voluntad, de nuestra mente.

CONSECUENCIAS CULTURALES

Es un hecho que las tecnologías (en un sentido amplio) han cambiado, la vida del hombre sobre la tierra tanto al menos como cualquier otro factor y seguramente más que cualquier otro. Las tecnologías son el fruto de la inteligencia en su desvelamiento de las posibilidades que nos ofrece la estructura no obvia de la naturaleza: al leer más profundamente en ella, al alterarla, hemos sido nosotros los alterados. Este hecho nada dice contra la humanidad, es compatible con el mandato bíblico de «creced y multiplicaos y dominad la tierra», es decir, es perfectamente asumible por una de las más profundas y eficaces imágenes del hombre, la que nos proporciona la religión. Pero es evidente que, al hacerlo así, el hombre se está escogiendo, se está haciendo en una forma que es difícilmente reducible a la naturaleza. El hombre es también historia, es una criatura de sí mismo.

La tecnología ha permitido la masificación, el crecimiento de las poblaciones y ha traído consigo la pérdida de tradiciones y la psicología del hombre-masa, caprichoso, ignorante y hedonista. Con ello se ha roto el equilibrio entre minorías y pueblos, y se ha desvencijado todo el delicado sistema de equilibrios culturales inspirado en las instituciones tradicionales.

La tecnología ha sido un instrumento al servicio de la cristalización de los deseos por oposición a las prácticas de adaptación y ajuste a las pautas sugeridas por una idea coherente del entorno natural. El hombre se ha hecho capaz de imaginar cualquier cosa como posible: desde el cambio de sexo a la inmortalidad. Ni los límites y señales de la realidad ni la atención a la palabra de Dios parecen frenarle.

La tecnología cataliza los deseos, hace intolerables las limitaciones, fomenta quejas de señoritos insatisfechos. La tecnología ha contribuido máximamente al desencantamiento del mundo al reducirlo a un sistema de partículas y a un mero código informacional que siempre se tiene por algo optativo, artificial en el fondo. Nada es nada a título propio; todo es cambiable en cualquier otra cosa. La tecnología ha servido para minar el respeto a la relevancia de la realidad, a la vieja idea de que las cosas son lo que son independientemente de lo que se piense de ellas.

La fuerza de la tecnología es, en todo caso, tan grande que invita a la utopía, a la esperanza de acabar con los males del hombre (aboliendo la muerte) y, por el contrario, inspira fervientes rechazos en quienes quieren seguirse aferrando a visiones de la realidad más ingenuas y cálidas (es el caso de los ecologistas y los «neoludditas»).

UNA CONSIDERACIÓN MORAL

La gran pregunta que ha de hacerse cualquiera que participe en el desarrollo de la sociedad tecnológica es la siguiente: ¿sirve todo esto para algo más que para ganar dinero? Por importante que esto último sea, sería necio olvidar que si no avanzamos hacia una sociedad más exigente en lo moral y en lo intelectual, el progreso se verá acompañado, cada vez más, de un peligro que no sabremos cómo combatir.

Al evaluar el desarrollo y la implantación de una tecnología hay que tener presentes, al menos, tres planos: el de su posibilidad natural (lo que incluye condiciones en el orden del ser y necesidades en el orden del conocer), el de la intención y el designio (a veces, el mero proseguir investigando, ese resto de curiosidad primigenia que hay en todo cuanto hacemos y por tanto en toda tecnología), y el de la energía (los costes y las derivadas de distinto orden) necesaria para poner en marcha cualquier máquina, lo que debiera incluir la toma en consideración de una serie de necesidades que van desde las exigencias de conocimientos y tecnologías previos, hasta las consideraciones éticas y económicas.

Necesitamos de una ética de los negocios y de una respuesta ética a los planes y desarrollos tecnológicos, si no queremos perder completamente de vista el sentido de nuestra vida, la posibilidad de elegir nuestra forma de instalación en el mundo y entre las cosas. La inercia del crecimiento tecnológico tiende a hacemos creer que el único criterio concebible para determinar sí algo se ha de hacer o si no merece la pena el empeño acaba siendo, suponiendo que sea posible, el análisis de costes, porque partimos de la base, muy discutible, de que se ha de hacer todo lo que pueda ser hecho, de modo que, si algo puede hacerse se hará, sin que importe ni poco ni mucho el sentido que la acción tenga.

Existe el riesgo de olvidar nuestra capacidad de hacer preguntas, de confundir el progreso como valor con cualquier cambio suficientemente rápido. En especial, deberíamos tratar de que, aunque sea difícil llegar a saberlo con seguridad, el lugar al que nos dirigimos tenga, al menos, algo que ver con aquél que deberíamos haber escogido previamente. Podemos olvidarnos de esa precaución y de esa constatación porque hemos llegado a creer que gobernamos un vehículo tan perfecto que puede eximirnos de la decisión sobre el destino del viaje.

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA

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Profesor Univ. Rey Juan Carlos.