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Uno de los aspectos clave de la grandeza de un país es, sin duda, su capacidad para atraer y retener la atención de los demás». En su muy reciente estudio El gran continente del Kan. China bajo la mirada de Occidente (1999), el sinólogo Jonathan D. Spence apunta, con enorme precisión, el itinerario que ha marcado la geografía interior de la mirada de Occidente hacia China. Y los resultados son, sin duda, espectaculares: la pervivencia del estereotipo marcado por Marco Polo a finales del siglo XIII se mantiene intacto hasta hoy. El jardín expuesto, granado, laberíntico, se muestra, a la postre, invisible. Cuando Giovanni Papini publicó «Una visita a Lin-Yutang (o del peligro amarillo)» en El libro negro (1951), muchos se asombraron, tal vez por el tono apocalíptico y estereotipado de su contenido, de lo que allí se afirmaba en boca del escritor chino: «El pueblo chino es inmortal, siempre igual a sí mismo bajo todas las dominaciones. Ni los tártaros, ni los japoneses, ni los norteamericanos, ni los rusos han logrado o lograrán transformarlo. Pulula y se expande como un gigantesco polipero tenaz y compacto, que ningún extranjero logrará desarraigar […] Los chinos se han servido de la repú-blica de Sun-Yat-Sen para librarse de los parásitos del antiguo imperio manchú; utilizaron al bolcheviquismo (sic) para liberarse de los parásitos de la república burguesa; un día u otro, bajo una bandera de conveniencia, se liberarán de los parásitos del comunismo…»

En las Analectas, Confucio dice:

«El hombre sabio se deleita en el agua; el hombre bueno se deleita en las montañas. El sabio se mueve; el bueno permanece inmóvil. El sabio es feliz; el bueno soporta» (VI, 21).

A propósito de ello, Fung Yu-Lan, autor de un libro clásico, Breve historia de la filosofía china (1948), escribía:

«Al leer este dicho, siento algo en él que sugiere una diferencia entre el pueblo de la antigua China y el pueblo de la antigua Grecia. China es un país continental. Para los chinos antiguos, su patria era el mundo. Hay en la lengua china dos expresiones que pueden ser traducidas, ambas, como el mundo. Una de ellas es «todo lo que hay bajo el cielo» y la otra «todo lo que hay dentro de los cuatro mares». Para el pueblo de una nación marí-tima, como los griegos, sería inconcebible que expresiones como éstas pudiesen ser sinónimos. Pero es lo que ocurrió en la lengua china, y no sin razón» .

Buena parte de los estudios occidentales sobre China y su cultura no se han dedicado a otra cosa que a desentrañar y descifrar las enigmáticas expresiones de una historia que, cuanto más se adentra uno en ella, más fascinante y extraña resulta.

Lo cierto es que el orientalismo responde más a la cultura que lo produjo que a su supuesto objetivo, que también estaba producido por Occidente. Fue Víctor Segalen quien escribió que «el poder del exotismo no es sino la facultad de concebir de otro modo». Pero Oriente, sobre todo el Extremo Oriente, no es un área geográfica y cultural sobre la que se tenga libertad de pensamiento y de acción. De acuerdo con Edward W. Said (Orientalismo, 1990):

«Oriente fue casi una invención europea, desde la antigüedad había sido escenario de romances, seres exóticos, recuerdos y paisajes inolvidables y experiencias extraordinarias».

Una de las perturbaciones que ha propiciado la pasada década, y que lleva camino de asentarse en las mentalidades presentes, ha sido, sin duda, el reforzamiento de los estereotipos, la generalización de un molde que «reduce a cada cual a una imagen maestra» previamente asignada.

I

Pekín, en este septiembre de 1985, transmite, al recién llegado, la sensación de ser quien está al otro lado y espera. No hay conversación entre occidentales que no comience con la pregunta de por qué estás aquí. Las respuestas son siempre las mismas: para algunos, expulsados de la historia y de sí mismos, exilio político, y, para otros, exilio económico; para muchos, turismo accidental; para menos, negocios y joint ventures; para una minoría curiosa, exotismo cinematográfico teñido de cargos diplomáticos y para el resto, obras literarias en marcha, medicina y acupuntura, aprendizaje o docencia de lenguas extranjeras; en fin, todos recién licenciados, con sus fantasmas personales y alguna cosa más, siempre cercana al desarraigo, exhibidos con el ingenuo asombro de la edad.

Pekín es una ciudad de grúas y avenidas con doble carril de bicicletas. Una ciudad que parece disfrutar con su circulación caótica en la que resultan inútiles las señalizaciones. La ciudad es una procesión estática de figuras en cuclillas, que ocupan los laterales de las amplias avenidas y fuman y esperan. Pekín, desde dentro, exige —para percibir el peculiar olor a cemento de la ciudad, el olor del ajo y el peculiar aroma viciado de los establecimientos, de las calles y del autobús— el saberse prisionero de un contrato chino. La sensación de prisión, tal vez, explique la construcción de las casas antiguas con un muro protector delante del edificio principal que detiene a los malos espíritus. Pero ¿quién protege al «diablo extranjero» de tantos desencuentros contemporáneos? Gweibo es el término que define al «diablo extranjero» y gweibo a la «mujer-demonio». No existe el concepto «extranjero» a secas. De ahí, la rápida invención de «amigo extranjero» como forma de paliar tan secular manera de entender al otro.

No es extraño. Timothy Mo, autor de Una posesión insular, nacido en Hong-Kong de padre chino y madre británica, destacaba que «el pueblo chino es muy susceptible y el más racista del mundo». Tal vez. Hacia 1986, las calles de Pekín asistieron a un hecho inédito entre la solidaridad de las naciones hermanas en el socialismo. Cientos de manifestantes se dirigían hacia el barrio de las legaciones extranjeras. Todos ellos eran estudiantes africanos, de raza negra, que expresaban así su protesta por el trato vejatorio y discriminatorio de que eran objeto por los estudiantes chinos. Según explicaban algunas de sus pancartas, se les impedía acercarse a sus compañeras chinas de facultad, bailar con ellas y, por supuesto, intimar. La chica también sufriría las consecuencias de tan arriesgada amistad. Si en la tradición terminológica los occidentales eran considerados da bidzi («gran nariz») y bárbaros irrecuperables «caras de caballo», los negros, entonces, debían soportar el término «diablo-negro-extranjero». Los casos se contaban en los círculos de extranjeros entre la incredulidad y el temor. Sin embargo, uno de ellos lo viví muy cerca. En una de las Universidades de Pekín en la que desempeñaba mi labor como profesor de lengua y literatura española y literatura hispanoamericana, tenía un colega norteamericano de raza negra y de edad aproximada a los sesenta años. Había llegado a China, como muchos otros, que no era precisamente mi caso, emocionado por los supuestos avances sociales experimentados durante la dictadura comunista. A los pocos días de su llegada, envío una carta laudatoria al China Daily, en la que expresaba, como norteamericano, el reconocimiento a un régimen que había hecho desaparecer, en su ya peregrina opinión, las diferencias sociales y les felicitaba por el magnífico trato que se dispensaba a los extranjeros que venían a trabajar en China. Algunos le censuramos tan exagerada apología a un régimen que encarcelaba por opinar y que había establecido hondas diferencias sociales entre los que formaban parte del «aparato del Estado» y el resto de la población. En fin, mi amigo, al que llamaremos Ethan, comenzó a recibir llamadas de estudiantes becarios de raza negra que habían leído su artículo y que deseaban hablar con él. Durante meses estuvo reuniéndose con estos estudiantes y grabando sus conversaciones, con el fin de elaborar un concienzudo trabajo sobre la cooperación universitaria de China con algunos países africanos. El resultado fue desolador para el buen profesor de lengua inglesa y literatura norteamericana. Cada uno de aquellos estudiantes le había relatado la vida cotidiana dentro de la Universidad en la que estudiaban. Las palizas de los estudiantes chinos, las peleas los sábados por la noche y, sobre todo, los constantes insultos que recibían cuando paseaban por Pekín les habían creado una situación, al decir de ellos, cuando menos incómoda. Y le enseñaron el insulto callejero en chino. En efecto, para la estupefacción de mi amigo Ethan, reconoció que esas supuestas palabras de confraternízación que recibía en sus paseos o al entrar en un establecimiento se habían trocado en: «Hola, diablo-negro-extranjero».

Al desasosiego pessoano del recién llegado se le conocía, en aquellos días y entre la numerosa y excéntrica colonia occidental como el pekinazo; es decir, el hachazo o el rechazo que el tradicional hermetismo chino reserva a cualquier extranjero, sobre todo, si éste es occidental. La dificultad de adaptación es, casi, imposibilidad, y también, una asignatura que debe aprobarse en las primeras horas. Algo advertía en la China de 1985 que el extranjero que gana es el extranjero que resiste.

Por ello, celosos de su hermetismo, los chinos suelen recordar que el visitante extranjero que recorre China por unos días, cuando regresa a su país, escribe un libro; por el contrario, quien ha vivido en China por espacio de unos meses, sólo se atreverá a escribir un breve artículo periodístico, pero, y he ahí su sabio escepticismo, quien aquí vive durante unos cuantos años es incapaz de escribir una sola línea. Pero la escribimos.

Pekín es una ciudad en la que el recién llegado, ante su desesperación, no encuentra las huellas de una milenaria cultura, ni los trazos de una arquitectura sospechada tras las someras descripciones finiseculares de, por ejemplo, Blasco Ibáñez y Gómez Carrillo o en la melancólica mirada de María Teresa León a mediados del presente siglo cuando la visitó junto a Rafael Alberti. Lo cierto es que el viajero que llegaba a China en 1985 no encontraría a Pekín, porque Pekín es una ciudad que no existe; la sistemática destrucción de la ciudad como conjunto urbanístico (quedan, claro, la grandiosa Ciudad Prohibida, el Templo del Cielo, el Palacio de Verano, Beihai y tantos espléndidos lugares aislados, sin ciudad) culminada tras los delirios maoístas de los años sesenta han convertido a las antiguas Ciudad Manchú y Ciudad Tártara en una mezcla transculturada de Kiev y Dallas; tal vez quedará en su memoria la China de los «Tintines» o de los aparatosos decorados de 55 días en Pekin de Nicholas Ray; o los espacios sinuosos y los vericuetos y peripecias urbanas de los héroes de Robert Van Gulit parodiados por Ramón Gómez de la Serna en Una novela china de su espléndida serie Seis falsas novelas; pero ni Fu Manchú, el malévolo personaje de Sax Rohmer, se convierte en el propietario de una Casa de Té restaurada, ni siquiera la ciudad es el laberinto inventado por las mejores páginas de Arthur Waley. Nada, ni un mísero recuerdo de algún guardia rojo agitando enloquecido las máximas maoístas; bajo la melodía de Dong Fang Hong: «¡El Este es Rojo! / ¡Sale el sol! / ¡China crea a Mao Zedong!», porque ese Pekín creado por una imaginería occidental hoy no existe, y lo peor es que si alguna vez existió, mezclado con los miserables ricksawhs y las casas de té, ha desaparecido para siempre, incluso, ahora en estos últimos días de 1999, cuando se anuncia la desaparición de aquellas manzanas de hutong (callejuelas) que, en Pekín y cercanas a la Ciudad Prohibida, han dado vida y escenario a buena parte de la literatura, el teatro y el cine chino de este siglo; ahora próximas a su final, víctimas del ensueño arquitectónico: construir el futuro teatro de la ópera de la capital.

La mejor expresión de los cambios operados en China se manifiesta en la fachada del Hotel Pekín, por el que han desfilado los personajes más fascinantes que se dignaron pasear su espléndida carcasa por este siglo. El Hotel Pekín, a escasos metros de Tiananmen y de la Ciudad Prohibida, es una imponente mole dividida en tres edificios. El edificio central es el original, de arquitectura decimonónica con melancólicas evocaciones de las mejores páginas de Somersest Maugham y Vicky Baum. A su derecha se construyó, durante los años de amistad con los soviéticos, un nuevo añadido bajo la impronta de lo que se denominaba arquitectura chino-soviética; es decir, estructura soviética con el tejado tradicional chino. Años más tarde, y tras la visita de Nixon en 1972, comienza lentamente la aproximación de chinos y norteamericanos. El Hotel Pekín no se librará de ello. A su izquierda se construyó un nuevo edificio, típicamente norteamericano, que sobresalía sobre el noble edificio principal y sobre los tejados en punta clásicos del Imperio del Centro, y todo ha ido a más. Ahora, a finales de este desdichado siglo XX, se le ha añadido, ya en medio de la muralla roja de la Ciudad Prohibida, la apoteosis del género neutro que caracteriza la China de estos años: una reconstrucción minuciosa de un híbrido entre el hotel internacional y el reclamo a la tradición. Todo vuelve a su sitio, y el palimpsesto arquitectónico en que se ha convertido Pekín tiene en este hotel la metáfora más rotunda. «Hay que viajar de inmediato a China —recomienda Vicente Verdú— porque pronto, cuando los turistas lleguen, se encontrarán con todo tan expuesto que no habrá nada por desvelar». Cuando todo esté expuesto para la mirada del otro, que para un chino no es sino el occidental, habrá sido, tal vez, el momento en que lo esencial quede a resguardo de todas las miradas. A uno le da la impresión de que éste es un asunto sobre el que gira buena parte del jardín invisible, de ese jardín de senderos que se bifurcan que fue, es, será la contemplación de China desde el espejo occidental.

Peter Mathiessen, en 1973, escribió: «Me encuentro ante una excelente ocasión de soltar lastre, de ganar la vida perdiéndola, lo que no significa temeridad sino aceptación, ni tampoco pasividad sino desprendimiento» . Es cierto, el rumor de las bicicletas invade la música de la ciudad, todo lo empapa, y convierte esa sensación de desprendimiento en algo cosustancial a la transformación del tiempo y del espacio en China. ¿Por qué? Pues, porque a pesar de los recién cumplidos cincuenta años de implantación comunista, en el viejo Imperio del Centro ocurren deliberados hechos de particular fascinación, para esa invocada mirada del otro. Nunca pude albergar más intensamente la sensación de otredad que en los paseos por la calle Wangfujing de Pekín en el otoño de 1985. China como heterotopia. Escribe François Jullien: «Lo que llamamos la alteridad china no consiste en que haya más diferencias que similitudes (con respecto a nosotros), sino en que resulta previamente inevitable cualquier marco común de interpretación (a no ser que ingenuamente imponga el suyo como norma)». La clave es que las respuestas preparadas para contestarnos a las preguntas respecto a China no sirven. Es un contexto de civilización distinto que es recíproco para ambos.

El caso merece cierta atención, lo cuenta Alain Peyrefitte en su memorable, por tantas razones, El imperio inmóvil. En 1792, los ingleses —el primer ministro Pitt y el presidente de la Compañía de Indias, Mr. Dundas— envían cinco veleros y un persuasivo buque de guerra, al mando del embajador extraordinario Lord McCartney, bien pertrechado de médicos, pintores, botánicos y científicos, para negociar ante la Corte Imperial china la instalación de un embajador permanente en Pekín. Detrás del motivo formal, como no podía ser de otra forma, se esconde la necesidad británica de equilibrar el comercio de Su Graciosa Majestad británica con el Hijo del Cielo y Emperador de China. La crónica de equívocos, en los diferentes ceremoniales y normas de protocolo que, con tanta delicadeza como rigidez, exigen los mandarines a los integrantes de la misión británica ilustran de manera harto elocuente el ensimismamiento de una cultura como la china consciente de su infinita singularidad.

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Sirva uno de ellos como ejemplo. Un hecho que un siglo más tarde continuaría creando análogos equívocos, tal y como lo describiera Víctor Segalen en su Rene Leys, me refiero a la ceremonia del kotow que obligaba a arrodillarse tres veces consecutivas y tocar el suelo con la frente a todo aquel que obtuviera el honor de presentarse ante el emperador. Por supuesto, Lord McCartney se niega a ello; él es un subdito de Su Graciosa Majestad británica y no se pliega ante nadie de esa forma, ni siquiera ante su Rey. Los equívocos continúan. El emperador chino, al ser informado de los deseos de Inglaterra de establecer relaciones diplomáticas e intercambio de embajadores, contestará que cualquiera que viva en China es súbdito del Hijo del Cielo, está obligado a rendirle pleitesía y cumplir las leyes sin distinciones y, añade, no tiene ninguna intención de intercambiar nada, puesto que China es el Imperio del Centro sobre la tierra y esto significa, literalmente, que fuera de los límites de sus ya inmensas fronteras «el otro», que en este curioso caso son los europeos, no existe. Para subrayar todo ello, Lord McCartney recibe el tratamiento de «enviado vasallático» y los presentes, habituales en este tipo de viajes, no son sino tributos debidos al emperador que los recibe junto a otros «reinos vasallos»; es decir, Tíbet y Birmania, entre otros. Territorios que, como ha denominado Chan Hing-Huen en Le monde sinisé, se extienden a Japón, las dos Coreas y, claro, Vietnam. Cuando nació el Estado japonés entre los años 400 y 648 de nuestra era, cuenta Jean-Louis Jacquet, los chinos llamaban a Japón el país de los Wa, es decir, el país de los enanos y los jorobados. En suma, lo que Alain Peyrefitte define como «autismo colectivo» es un rasgo determinante de la cultura china que apenas ha sido explorado por Occidente.

Durante siglos, China ha sido una nación voluntariamente aislada del mundo occidental. El antiguo Imperio del Centro, cuyo emperador era denominado Hijo del Cielo, permanecía ajeno a los avatares y conflictos internacionales. El resto, lisa y llanamente, no existía. Sólo a partir del siglo XVIII y bajo la presión británica, molestos por el tratamiento dado a Lord McCartney y desengañados de hacer negocios por vías pacíficas, las fronteras chinas comenzaron a desmoronarse ante el ímpetu comercial europeo. Lo demás es de sobra conocido: colonización, nacionalismo, frustrada modernización, guerra contra la invasión japonesa, guerra civil y triunfo del comunismo ortodoxo de Mao Zedong. Una historia que en lo que corresponde a este siglo ha contado, tal vez como nadie en cuanto a intensidad y arrojo, Jung Chang con ejemplaridad, valentía y notable pulso narrativo, en la saga familiar Cisnes salvajes.

Pero los ejemplos en el Pekín de 1985 pueden multiplicarse. A quien esto escribe alguien le relató la siguiente conversación en una Escuela de enseñanza secundaria de Pekín, entre una niña peruana y otra china. La peruana dijo: «Yo, aquí en China soy extranjera, pero si tú viajas a mi país, la extranjera serás tú». Inmediatamente, la niña china contestó: «No, yo no seré extranjera porque yo soy china». En cierta ocasión, pronunciaba una conferencia junto a un colega español, en la Universidad Pedagógica de Lenguas Extranjeras de Pekín, sobre los estereotipos nacionales; es decir, las imágenes mutuas que entre España y China existían entonces. De repente, un joven licenciado se levantó y un poco harto, quizá, de nuestro inconsciente e inevitable etnocentrismo, después de realizar una exhaustiva relación de las diferencias entre los huesos de las cabezas orientales y occidentales, concluyó convenciéndonos de la mayor dureza del esqueleto chino y nos recordó, con extrema delicadeza, que: «Cuando en Europa ustedes iban de árbol en árbol, en China se construían ciudades de compleja arquitectura».

Frederick Tristán, al ser preguntado sobre la omnipresencia de China en su obra contestaba, parodiando el Ubu Rey de Alfred Jarry: «La escena transcurre en China; es decir, en ninguna parte». Algo así como en un escenario de infinitas y complejas bifurcaciones, un jardín invisible. Para buen número de europeos, China es considerada como el escenario de todos los paraísos imaginarios. Julia Kristeva, que fue activa participante en el delirio maoísta de los sesenta, reconoce ahora en Los samurais: «Buscábamos escapar de los límites que nos imponía la sociedad occidental que, por otro lado, nos parecía conformista y asfixiante. Ibamos a la caza de una cultura que no fuera europea, producto de una civilización […] lo encontramos en China […]. Era una China imaginaria […] la decepción fue clave, tras el viaje a China y el encuentro con la realidad». Pero, ¿le ha interesado a alguien la realidad china alguna vez? La sinología, que es una invención occidental, procura que esa fuente de imaginación no se perturbe, practica el rodeo intelectual con especial énfasis. A propósito de los inevitables desencuentros culturales entre China y Occidente, se preguntaba León Vandermeersch: «¿Cómo presentar el pensamiento chino sin caer en el barro de fórmulas inevitablemente aproximativas?». Cualquier visión de la cultura oriental, cualquier relato de una viaje o una estancia moderadamente prolongada es leída en Occidente como la descripción de un muy particular escenario de la imaginación, una proyección de fantasmas y ensoñaciones. Y en ésas estamos.

Desde Paul Claudel, como bien han recogido Eliot Weibenger y ahora Spence, a Ezra Pound, la nómina de los seducidos por China recorre lo más granado de la literatura contemporánea: el citado Víctor Segalen, W.B. Yeats, José Juan Tablada, Eugene O’Neill, Blaise Cendrars, Rainer María Rilke, Vicente Huidobro, Raymond Roussel, Max Jacob, T.S. Eliot, Franz Kafka, Saint-John Perse, Pearl S. Buck, Giovanni Papini, Henri Michaux, André Malraux, Bertold Brecht, Jorge Luis Borges, Octavio Paz, William Carlos Williams, ítalo Calvino, Jean Levi, Paul Theroux, Vikrhan Seth… entre otros.

Sobre el jeroglífico chino, todos: empresarios, analistas, escritores, viajeros y viajantes del comercio global y demás administradores de Occidente tienen establecido un canon, que no es sino un rodeo intelectual. China se refleja en el espejo cóncavo de Europa, desde la exótera visión de Marco Polo, como el feronés, ese hermano gemelo oriental que según Gerard de Nerval a todos nos espera al otro lado del puente de Praga, en el País de Nunca Jamás. Por ello, no sin cierta razón, el físico y disidente chino Fang Lizhi afirma en su libro, Abattre la Grande Muraille, que en Occidente «cuanto menos se comprende China, más optimistas son los juicios respecto a nuestra historia». Constituye, por ello, un particular jeroglífico que sólo «unos ojos preparados para verlo», como Von Hommansthal pedía para Grecia, pueden relatarnos. Es difícil imaginar un territorio en el que la poesía, por ejemplo, fuera considerada, durante siglos, como la más alta demostración de conocimiento, como fue el requisito ineludible para quien deseara obtener el título de jinshi (doctorado) y, así, acceder al mandarinato o a un alto cargo dentro de la Administración imperial.

En el Pekín de 1985, según me relataron algunos amigos chinos, «los extranjeros que en China viven como chinos, para éstos, o están chalados o son espías». Sin embargo, las sombras de otro tiempo todavía se pasean por los oscuros barrios que rodean a la Ciudad Prohibida, junto a los indecisos símbolos de un cambio determinante. Ancianas que cuidan sus pies, vendados en la infancia como ejemplo de sofisticación manchú en lo que no era sino una salvaje mutilación, y caminan trabajosamente; los entonces incipientes «mercados libres» que han comenzado a funcionar por toda la inmensa ciudad; el descorazonador éxito de las películas Rambo, con Silvester Stallone, y Sissí, entre los jóvenes; la música disco, que no es sino una constante y atormentadora melodía sin fin de unos versioneros chinos sobre temas, irreconocibles, de los Beatles, Simon & Garfunkel y demás, son las primeras llamadas de que algo no es controlable; y allí se reunirán en la clandestinidad de las entonces catacumbas de la modernidad y hasta el infinito o casi; es decir, hasta junio de 1989 en Tiananmen. Fin del primer capítulo.

Cuatro décadas de comunismo y la familia volvía a constituir el bastión esencial de la sociedad china. A uno le causaba extrañeza y asombro asisitir cada día a una ceremonia que pensaba propia de los «catolicismos» pueblos de la Europa meridional, como era comprobar que la idea de familia tiene un significado determinante en la vida social y cultural china. Toda la nación no es sino considerada como una gran familia en la que las relaciones con el dirigente máximo son contempladas como las correspondientes a las paterno-filiales y la lealtad constituye la versión filial hacia el padre. Asistía, en fin, a la contemplación de una nación en marcha que despertaba, lentamente, de su ensimismamiento y de su voluntario retiro del lado de sus tradiciones más arraigadas. Los cuarenta años de ortodoxia comunista se convertían «en una brizna en el aire». En todo caso, la historia de China en este siglo ha sido la de una búsqueda, y esa búsqueda no tenía otro destino que «la unidad y la recuperación de la soberanía —como ha señalado el actual embajador de España en Japón, Juan Leña, uno de los diplomáticos occidentales que mejor conoce la realidad histórica de la nación extremo-oriental, tras su estancia como embajador de España en Pekín— y la propia identidad aunque ello haya tenido lugar bajo determinado sistema político, social y económico, de corte colectivista y autoritario, calcado del modelo soviético, al menos incialmente».

II

Han pasado los años. Ha desaparecido el uso casi religioso de la palabra tongzhi («camarada») y los mercados libres, ya convertidos en establecimientos mondos y lirondos, se han multiplicado hasta ocupar todo el territorio chino. Los estudiantes que habían escuchado con un fervor desconocido las canciones de Gabinete Caligari, Nacha Pop y Alaska y Dinarama y otros, que me acompañaron a Pekín en mi primer viaje de 1985, ahora ocupan cargos relevantes en el entramado universitario, político, perodístico, diplomático y empresarial de China; el cine y, en menor medida, la literatura han quebrantado la inútil muralla colocada por un oficialismo en retirada y se ha instalado entre los creadores, eso que Taciana Fisac advirtió tempranamente respecto a la incorporación de un muy singular discurso humanista en las obras literarias de la década de los años ochenta; la tasa de divorcios ha desconcertado las sólidas relaciones familiares, sólo en los veinte años de la reforma económica se ha pasado de poco más de un 3% al actual 12% y la esperanza de vida ha aumentado, gracias a las condiciones en que se desenvuelve la vida cotidiana. El nuevo dragón brujulea por los grandes centros de decisión internacionales y éstos no han hecho ascos porque China es hoy un inmenso negocio, un mercado interior y exterior de vastas y desproporcionadas cantidades.

Como ha recordado Eric Meyer, en China nacen 40 niños por minuto. Todos los informes de Naciones Unidas, recuerda el articulista de Le Soir, coinciden en esta observación: después de veinte años de esfuerzo, la planificación familiar en China no ha conseguido que se respete su objetivo de un niño por familia en las zonas rurales, donde vive el 80% de la población, es decir, 950 millones de personas. Una población de más de 1.200 millones de habitantes. Hace ya algún tiempo el cauteloso The Economist auguraba que en las dos próximas décadas, la vieja nación asiática se convertirá en la más potente economía del mundo y, recientemente, dedicaba un número especial a calibrar los cambios tanto económicos como sociales y culturales que se están operando, de manera vertiginosa, en la ancestral sociedad desde la kaige («apertura») dictada por el fallecido dirigente reformista Deng Xiaoping en 1978. La propuesta del eterno enemigo de Mao Zedong, encarcelado durante el delirio asesino de la Revolución Cultural (1966-1976), fue aprobada por el quinto pleno del Partido Comunista chino en 1980. Con ello, se establecía el estatuto para la regulación de las joint-ventures (posibilidad de establecimiento de empresas mixtas) y se creaba la Comisión para la Inversión Extranjera.

La nueva consigna nacional, como bien ha recordado Enrique Fanjul en su reciente y documentado El dragón en el huracán. Retos y esperanzas de China en el siglo XXI (1999), una vez fracasados los supuestos izquierdistas de la Revolución Cultural —cuyo saldo arrastra millones de víctimas y todo un catálogo de vejaciones y procesos inquisitoriales semejante a las más sofisticadas maneras de represión política surgidas bajo el nazismo— será la de: «Enriquecerse es glorioso». De esta manera se extienden como la pólvora hechos que antes habrían sido duramente perseguidos, pero que ya se habían consolidado en 1985: el gusto por la moda occidental, la pasión por el deporte y los primeros balbuceos del rock. Más tarde, la apertura se extendería a la Bolsa de Valores, la instalación de la mayor parte de las multinacionales occidentales y japonesas y, claro, las perversiones de rigor: corrupción, latente en la historia china y particularmente lesiva en los últimos años de Mao Zedong, la prostitución, las drogas y demás.

Sin embargo, como ha señalado Jean Pierre Caberton en La Administración China después de Mao (1994), con Deng Xiaoping «la más antigua tradición del mundo autocrático se ha coronado de éxitos». En efecto, los índices económicos se han disparado, no sin alguna etapa de incertidumbre e inflación, hasta niveles imposibles de vaticinar durante los tormentosos años sesenta y setenta. Los datos ofrecen unos balances tan espectaculares que resulta inútil cualquier explicación complementaria: en 1979 era nulo el número de empresas de capital privado, hoy se acercan a los veinte millones las empresas de propiedad privada, así como las inversiones de las empresas extranjeras, que se han beneficiado de la política de joint-ventures alentada por las autoridades reformistas. Los periódicos de todo el mundo lo denominan, sin demasiada originalidad, como el milagro chino. Lo cierto es que quien viaje ahora a China se encontrará con un laboratorio económico y social. De la noche a la mañana se está transformando una nación como en ninguna etapa de su inmensa historia. Hay huecos, desajustes, situaciones laborales dignas del mejor Dickens, pero China surge como la tercera potencia económica del mundo, inmediatamente después de Estados Unidos y Japón. Desde 1978, año en el que se considera comienza la política de reforma económica y apertura al exterior, el crecimiento económico anual arroja una media de un muy sostenido 10%, lo cual le ha permitido, y así lo señala Fanjul, cuadriplicar su nivel de renta per cápita en dos décadas. Valga un ejemplo, sólo en el primer trimestre de 1993, la tasa anual del PNB (Producto Interior Bruto) crecía en torno al 14%. Recuerde el lector que en los mejores momentos del despegue económico espa-ñol se alcanzó un 8 y un 10%. Claro que los norteamericanos, en el mismo año citado para los chinos, habían crecido un 1 % y les parecía una cifra espléndida… A partir de 1995, China se ha convertido en el segundo país que recibe inversiones directas exteriores de todo el mundo, después de Estados Unidos, lo que significa cerca de un 40% del total dirigido a las naciones en desarrollo. El total en 1998 fue de 300.000 millones de dólares. Recuerda Fanjul cómo «desde que se abrió a la inversión extranjera, a finales de los años setenta, y hasta 1998, se habían aprobado más de 325.000 proyectos. Más de 145.000 empresas con participación extranjera se hallaban en funcionamiento».

Lo sorprendente es que China lleva en este crecimiento sostenido desde los años en que por primera vez pisé el aeropuerto de Pekín. Al presidente del Centro de Estudios Internacionales (CSIS, Yakarta) no se le hacían los dedos huéspedes al afirmar hace pocos años que «el PIB chino equivale al de Japón» y que «la renta per cápita nacional, que se valoraba en 350 dólares, ahora se calcula que está entre los 1.500 y los 2.000. Con casi 1.200 millones de habitantes —10 veces la población japonesa— el PIB chino se sitúa en tercer lugar del mundo tras Estados Unidos y Japón. Supongamos que se registra un crecimiento anual del 8% durante los 10 próximos años: la economía china será la más importante del mundo antes del 2050».

Sin embargo, pude comprobar en diversos viajes a la China profunda del interior que el desarrollo rural era mucho más problemático. Si en 1985 en regiones como Sichuan, Shaanxi y Hunan se apreciaban las ventajas de la liberalización de la economía, ahora, los 950 millones de campesinos que constituyen la columna vertebral del régimen comunista se encuentran en franco desfase ante los que viven en las ciudades y los que viven en las Regiones Administrativas Especiales, las Zonas Económicas Especiales, las Ciudades Costeras y las Zonas de Desarrollo. Del centón de cifras que se manejan valgan éstas para los primeros años de la década que ahora termina: la diferencia de ingresos entre las ciudades y el campo era de 2 a 1. Y es que las enormes desigualdades que la reforma ha provocado, junto a la movilidad social y el desplazamiento geográfico caracterizarían estos años germinales. También se dan hechos que provocan cierta atención, como las elecciones municipales que se están celebrando, tal vez como experimento o válvula de escape, en las zonas rurales, que, en opinión de Pablo Bustelo, adquieren el carácter de «prácticamente competitivas». No es asunto para despachar con ligereza, el equilibrio regional es uno de los retos en los que se dirime, con mayor complejidad política, la consolidación de las reformas.

Al lado de jóvenes ejecutivos que alardean de su móvil o presumen de su motocicleta de 350 c.c. fabricada por Wu-Yang y Honda, se encuentran los campesinos que, según desveló alguna encuesta realizada en torno al centenario de Mao: «No sabían que Mao había muerto, que la Revolución Cultural había terminado y desconocían, claro está, quiénes eran los actuales dirigentes del partido y del gobierno».

Como ha señalado Paul Theroux, reincidente viajero por todo el inmenso territorio chino, en El despertar del dragón (1994): «La máquina que impulsó gran parte del crecimiento chino tiene su núcleo en las provincias del sur, una región de 290 millones de habitantes, en la que el gobierno ha establecido cinco Zonas Económicas Especiales. Por lo que había podido leer, parecía como si China se hubiera embarcado en una versión autóctona del tipo de revolución industrial que transformó a Inglaterra y Estados Unidos […] Hubo un tiempo en el que todos los paisajes urbanos de Estados Unidos se parecían a las nuevas zonas industriales del sur de China —la mayoría de nosotros, los habitantes del oeste— vivimos la etapa final, de relativa tranquilidad, de un proceso económico muy desordenado que se inició en crudos paisajes urbanos parecidos a Shenzhen o Guangzhou (Cantón) […] Las ciudades del sur de China son versiones vivas de ciudades familiares a cualquiera que haya vivido en un área urbana de Europa o Norteamérica donde actualmente las fábricas están vacías y las máquinas ya no trabajan […]. China triunfa porque China trabaja».

A la risa de las sombras que caracterizaba la vida cotidiana de las ciudades chinas en 1985 le ha sucedido el derrumbe de la gran muralla comunista. Un muro que ocultaba el hambre secular, el sometimiento al dictado familiar y, por tanto, al Estado —ya fuera éste encarnado por el Emperador o por el «Gran Timonel» Mao Zedong y, despues, por Deng Xiaoping— y, sobre todo, su concepción de supervivientes. «Todos los indicadores —ingresos per cápita, longevidad, índices de enfermedad, tasa de alfabetización y otros muchos más— son vastamente superiores —ha recordado Salvador Giner— a los de hace un par de decenios o tres». El consumo se ha disparado. Hoy son cerca de 800 millones de jóvenes chinos, menores de 35 años; es decir, un número de consumidores para el siglo XXI sin posibilidad de comparación en ninguna nación del mundo. Ellos, sin duda, son los que transformarán definitivamente la nación. Son más de la mitad de la población. La globalización de los mensajes culturales y políticos ha pulverizado la resistencia comunista a la libertad. Lo saben y, por ello, no actúan de manera inmediata, se limitan a ganar tiempo, pero las horas se borran de manera acelerada. Es un torbellino imparable. Y cuando lo quieren parar se multiplica, como es el extraño caso del Falún Gong que tiene de los nervios a los fríos estrategas de Beihai, sólo por la invocación de antiguas y muy arraigadas formas de pensar y estar en el mundo; como fue antes el caso de los conciertos del cantante de rock Cui Jan; en ellos, se reunían miles de jóvenes entusiasmados que coreaban: «Fuiste tú un día / quien me vendaste los ojos, / vendaste el cielo con un trozo de tela roja». Lo cierto es que, una vez engullida la noche triste de Tiananmen, ya llegará el tiempo de la memoria. La ciudadanía china emprendió un camino sin retorno. Se publicaron las primeras fotos de desnudos en la prensa oficial por primera vez desde 1949; se crearon cursos de capitalismo para los nuevos «tiburones rojos», como se les denomina en el Hong-Kong hoy, epítome del modelo «un país, dos sistemas»; Pekín, Shanghai y Cantón asistieron a espectaculares desfiles de modelos; se incrementó la venta de automóviles Mercedes y Porsche, dos marcas muy queridas por los nuevos empresarios, muchos de los cuales no han llegado a cumplir treinta y cinco años. Se abrieron colegios privados de sofisticada educación occidental, al tiempo que se esfumaban como volutas de papel en el viento las viejas asignaturas, despreciadas ya en 1985 por mis alumnos, de formación política y de ética socialista (?). Es un ímpetu y un anhelo de recuperar lo mejor de un pasado algo más que ancestral y delinear el mapa de la China del siglo XXI, algo así queda expresado en la espléndida película, una vez más de Zhan Yimou, Manten la calma, en la que, al tiempo que se muestra, sin concesiones, los riesgos y las tensiones de esta nueva vida, se advierte la conveniencia de mantener los hilos invisibles con formas y modelos de convivencia arraigados en lo mejor del pueblo chino desde hace milenios. Es cierto que el nuevo hombre del comunismo tenía ahora la faz de un viajante de Wisconsin y el rostro de un financiero de Wall Street, sin perder por ello, y cuidado porque es ahí en donde está la invisibilidad del jardín, la hermética morada del razonamiento que permite afirmar que «el camino más corto entre dos puntos no es la línea recta sino el círculo».

Una vez que las radios de onda corta pudieron encontrarse fácilmente a lo largo de los años ochenta, millones de personas podían, con mínimo riesgo, escuchar las emisiones de La Voz de América para China y el servicio internacional de la BBC, lo hacían, según me confesaron algunos de ellos, para «aprender inglés». «Sin duda», les contesté, no sin retranca. Las antenas parabólicas después, llevan a la TV global, a pesar de las regulaciones más o menos recientes que me encontré y que prohiben su uso individual. Pero su extensión será inapelable. El fax y el servicio telefónico internacional automático funciona con absoluta regularidad en las zonas urbanas y comienza a extenderse a otras zonas del país, del mismo modo que el hábito de Internet ha pulverizado las fronteras. De 1989 a 1991, el número de llamadas a larga distancia se dobló hasta alcanzar los 1,7 millones. Quizá sea cierta la afirmación del poeta y narrador Bei Dao, candidato al premio Nobel, quien tras Tiananmen escribió: «Ahora estamos fascinados por el abismo». Un abismo que nadie se atreve a interpretar en China, salvo, como no podía ser de otra forma, los occidentales. Tal es el caso de Nicholas D. Kristof, quien a propósito del centenario de Mao, anticipaba una ficción para el cercano año 2000: el mausoleo de Mao, que actualmente se encuentra en el centro de la imponente plaza de Tianamen, se convertiría en el restaurante McDonald más grande del mundo. Y se dan hechos desconcertantes. Entre las denuncias del colonialismo que la China maoísta guardaba en el catálogo de presentaciones internacionales se encontraba una, sin duda, plena de razón: aquel lamentable cartel que, en algún lugar del Shanghai de las primeras décadas del siglo, exhibía el siguiente texto: «Prohibida la entrada a los perros y a los chinos», bueno, qué es lo desconcertante, pues el caso relatado por Fredéric Bobin, respecto al cartel que en la otrora (1985) acogedora calle de Wangfujíng de Pekín podía leer el curioso transeúnte el pasado mes de octubre: «Se prohibe el acceso a toda persona mal vestida». Parece que esta obsesión de prohibir no se cura con el tiempo, ni con algunos regímenes.

Como ya señalé entonces en las páginas de ABC, la metáfora más decisiva de cuanto está pasando hoy en China se halla en el tratamiento que a la figura de Mao Zedong, supuesto creador de la China moderna para unos y genocida milenarista para otros, se le está dando. Mao es un pin: mecheros, gorras, camisetas, pañuelos y demás forman parte del mercado Mao. Incluso como fetiche. Recuerda Paul Theroux cómo el retrato de Mao Zedong, desprovisto de cualquier significación política, se ha convertido en el San Cristóbal de los taxistas de toda China, después de que el Diario del Pueblo contara en 1992 que un taxista había salvado su vida en un accidente automovilístico con víctimas mortales, gracias a que llevaba en el salpicadero de su vehículo un retrato del Gran Timonel. Desde entonces, buen número de automovilistas chinos buscaron el fetiche para poner en orden su vida espiritual. El apologeta del materialismo histórico se convertía, por el particular arte del birlibirloque chino, en salvador espiritual del automovilismo contemporáneo. Eso es la venganza de la historia y de sus víctimas. Como ha observado, con enorme audacia, Fernando Delage: «Una fuerza imparable se ha apoderado de China […] Es la actitud de los chinos […] lo que convierte a esta tendencia en irreversible: la pérdida del miedo al poder es la mayor muestra del revolucionario proceso de cambio que vive el gigante asiático».

¿Se convertirá China en un nuevo país occidental? Hay opiniones diversas. Theroux insiste en que, a pesar de que la modernización de las naciones pasa por su americanización, China es diferente: «China es la excepción. Cuanto más se desarrolla, más parece estar volviendo a la vieja China, tan regional y desigual, ambiciosa, celosamente autosuficiente y tan impenetrable como la China de la dinastía Tang». Sin embargo, no es del todo cierto. Para François Jullien ocurre todo lo contrario: «Al entrar en contacto con Occidente, con un Occidente seguro de su racionalidad triunfante, del progreso de sus ciencias y del éxito de sus técnicas, la civilización china se precipita actualmente hacia una occidentalización de su cultura que la aleja cada vez más de su propia tradición y la vuelve más inteligible». Lo cierto es que estos días, mientras escribo estas breves notas, China se juega la consolidación de sus reformas económicas en el tapete ubicuo de la Organización Mundial del Comercio. Fortune lo ha señalado con rotundidad: «Si China consigue ingresar en la Organización Mundial del Comercio en los próximos meses, será el punto de inflexión más determinante de su política económica desde que Den Xiaoping comenzara la reforma y la apertura de la nación».

Volvemos al principio, que siempre es una forma de terminar. Occidente ha fabricado una imagen ensoñadora de China. En más de un sentido convirtió su indómito territorio en el Shangri-La de los paraísos perdidos: la cinematografía espesa y sentimental ayudó lo suyo y la utopía comunista cerró el círculo. Desde entonces, a China se le exige un rotundo perfil exótico, ya sea éste por fas o por nefas. Por comunista o por capitalista. Da igual. Hasta allí peregrinaron los clerici vaganti del siglo XX, dispuestos a instalarse al otro lado del espejo. Ahora el espejo se ha roto y nadie sabe muy bien que surgirá del otro lado. Hay cierta obsesión desde Occidente por contemplar al viejo Imperio del Centro como un escenario de constantes incertidumbres y los chinos se prestan a ello con regocijo. Quién sabe. Lo cierto es que, y uno no se cansa de repetirlo, «el dragón se había levantado por fin. Escupía fuego por sus fauces. Y yo quería verlo». Con un poco de suerte volveré a China, a ese jardín invisible que cada noche desvela un sendero y se bifurca, y así hasta el infinito. Pekín 1986 – Madrid 1999.