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Alguien ha dicho que hay dos clases de personas, las que han leído a Shakespeare y las que no. Pero la realidad es que hay dos clases de personas, las que han leído a Chesterton y las que no. Leer al bardo de Stratford, a pesar de constituir una práctica ardorosamente aconsejable, no es tan determinante como leer al obeso feliz y rey de la paradoja Gilbert Keith Chesterton, por la sencilla razón de que Shakespeare permea inevitablemente toda la literatura posterior a él, mientras que Chesterton pertenece a una estirpe muy selecta y exclusiva de autores, aquellos que son a un tiempo alegres e inteligentes. Esto no evita que quien lo ha leído una vez, a poco sensible que resulte a la destreza intelectual, no se libre jamás de su influencia.

La naturaleza agració a Chesterton con semejante grado de inteligencia que no pudo tomarse algo tan serio como la vida sino a broma, y algo tan ligero como el humor sino en serio. Muchos grandes escritores comparten el mismo don, que suele darse acompañado del invicto poder imaginativo que es patrimonio natural de la infancia. Creo, de hecho, que nuestro genial inglés mostraría su desacuerdo con un sólo punto del pensamiento de Santa Teresa de Jesús: aquel en el que la patrona de los escritores definió la imaginación como «la loca de la casa». Para Chesterton, la imaginación es justamente la herramienta principal con que cuenta el entendimiento humano para llegar a la verdad. Si alguna conclusión sumaria cabe extraer del volumen de ensayos recientemente publicado por la editorial El Acantilado bajo el título Correr tras el propio sombrero (y otros ensayos), es que, paradójicamente —cómo, si no— , sólo están cuerdos los que le echan imaginación a la vida, y, desde luego, a la literatura. El mencionado volumen incluye textos suficientes del gran prosista inglés como para resultar plenamente representativo de su personalísima concepción de la escritura. En este artículo condensaremos algunos de esos rasgos estilísticos y temáticos singulares ciñéndonos a su faceta de ensayista, y comprobaremos cómo no hay mejor manera de ser moderno y no perder jamás vigencia que exhibir resuelta y competentemente la propia personalidad ajena a modas.

ESTADO DE ASOMBRO PERMANENTE

El compilador de estos ensayos, Alberto Manguel, dice en el prólogo que la condición peculiar de Chesterton como hombre y como escritor consistía en un estado de asombro permanente; era como uno de esos niños pequeños que se llevan cada noche a la cama un puñado de imágenes y descubrimientos adánicos acerca del mágico mundo que inopinadamente les ha tocado habitar. Claro que el mero hecho de que una persona atesore un entusiasmo pueril por el mundo no comporta necesariamente la producción de una literatura memorable: si Chesterton no hubiera unido a esa apasionada curiosidad y generoso entusiasmo un muy acerado sentido crítico de la realidad de su tiempo —una verdadera conciencia de los dilemas concretos que planteaba la sociedad inglesa de entresiglos—, estos ensayos periodísticos no hubieran pasado de ser muestras puntuales de pintoresquismo místico o bien simple articulismo de consumo. Tal estructural predisposición a maravillarse de algo es el punto de partida de sus ensayos, que avanzan luego desplegando toda la panoplia retórica de un superdotado de la sintaxis. El lenguaje era para Chesterton un juego infantil más, concepción que, además de procurarle un placer contagioso, le libró de la rigidez del dogmatismo, el sectarismo y cualquier forma de fanatismo. De hecho, es habitual sorprender a Chesterton en un renuncio o varios a lo largo de una cantidad dada de páginas; lleva a tal punto su honestidad creativa que se contradice a sí mismo con minuciosidad implacable y sin complejos. Esta propiedad, vedada a los autores mediocres, delata la naturaleza libertaria de la auténtica literatura: los buenos autores no parten de una ideología o tesis, sino que la descubren y defienden a medida que escriben, y no dudan en modificarla más tarde al reparar en un nuevo ángulo de visión hasta entonces inadvertido.

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Lo dicho no alude, por supuesto, a sus sólidos y conocidos principios morales, sino precisamente a su manera sorpresiva y anticonvencional de defenderlos: Chesterton fue un temible polemista porque sus adversarios no podían encasillar sus argumentos. Por ejemplo, frente a la crítica estereotipada de la religión institucional como una abstracta expendeduría de liturgias arbitrarias y represoras, nuestro ensayista reacciona invirtiendo de plano el razonamiento; partiendo de la imagen costumbrista de los niños que caminan por la calle poniendo sumo cuidado en no pisar los interlineados de los adoquines, concluye: «Sin duda nuestro instinto, cuando estamos bajo sistemas mezquinos y opresivos, es liberarnos. Pero esta verdad escrita sobre los adoquines parece indicar con la mayor insistencia que, bajo sistemas más liberales, nuestro instinto nos empuja a limitarnos. […] La gente a veces habla como si toda la historia religiosa del hombre hubiese sido llevada a cabo por funcionarios. Cuando, con toda probabilidad, cosas como el culto dionisíaco o la adoración a la Virgen se las impuso la gente a los sacerdotes» (en el ensayo La filosofía de las islas). Sólo alguien de espíritu tan libre e ingenio tan creativo podría conectar tan gráfica y certeramente el instinto de supervivencia con el religioso. Quienes creen ver en Chesterton un apologista brillante pero teledirigido del papismo quedan invariablemente confundidos, topan con maniobras no registradas en los manuales de doctrina.

INDIGNACIÓN, MORALIDAD, JUSTICIA SOCIAL

De tener que adscribirle a alguna tendencia política, Chesterton profesaría una suerte de liberalismo moderado mezclado con cierta sensibilidad antiindustrial, resultado seguramente de las lecturas de su admirado Dickens. Preconizó la libertad individual y la meritocracia tanto como aborreció los monopolios, censuró sumariamente a los ricos y prodigó invariable consideración a los pobres. En realidad, casi siempre sus juicios políticos y sociales brotan de la indignación: de un agudo sentido moral impresionado. Pero es evidente que su papel en los periódicos no era el de politólogo alineado o analista financiero, sino el de crítico de ideas y de conciencias.

Hay un aspecto en especial del capitalismo a cuyo incipiente desarrollo asistió sin perder la ocasión de señalar sus excesos ilegítimos, llegando a vaticinar la posmoderna cultura de la imagen en la que hoy vivimos. Me refiero a las estrategias de la publicidad comercial. Durante su estancia en los EE.UU., su capacidad de observación y su competencia en historia de las ideas le permitió vincular los postulados calvinistas sobre la soteriología del éxito a las prácticas publicitarias americanas que, hoy como ayer, priman la eficacia propagandística sobre la calidad intrínseca del producto y la natural cortesía para con el prójimo. En el ensayo titulado El ideal americano, lo expone con rotunda sensatez: «Una herejía egotista producida por el paganismo moderno les ha enseñado [a los americanos], en contra de todos sus instintos cristianos, que la jactancia es mejor que la cortesía y que el orgullo es mejor que la humildad. [… ] Hemos oído algo, y deberíamos oír más, acerca de cómo el capitalismo moderno y el comercio han invertido la idea cristiana de la caridad con los pobres. Pero no hemos oído hablar demasiado acerca de cómo la propaganda, con su pujanza, publicidad y autoafirmación, ha invertido la idea de la humildad cristiana. Aun así, es posible comprobar la ética de la publicidad apartándola de la vida pública y aplicándola meramente a la vida privada. ¿Qué pensaríamos en una fiesta privada si un anciano caballero se hubiera escrito con letra florida en la pechera de la camisa: «Soy la única persona bien educada de este grupo»? ¿Qué pensaríamos de cualquier persona de gusto y humor refinados que se paseara con un cartel que dijera: «Por favor, reparen ustedes en el discreto encanto de mi personalidad?»».

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Fatalmente, ya hace tiempo que nuestra sociedad alcanzó el estado de indiferencia ante manifestaciones de autobombo individual y corporativo bastante más graves y ridículas que las que creía estar caricaturizando Chesterton. Perspicaz, señaló el concepto de «triunfo» como una «moda pestilente e ininteligible» que trata de combinar «la idea de ganar dinero con la idea enteramente diferente de conseguir algo». Observa con tristeza que a la gente americana, de natural bondadoso y sencillo, se les enseña en las escuelas de comercio y periodismo a ser impúdica y codiciosa: «El problema del falso ideal comercial es que ha hecho que esa gente combata la modestia como si fuera una enfermedad». Y en el texto titulado Meditación en Broadway, ante la supuestamente seductora luminotecnia de la emblemática calle neoyorquina, Chesterton se sirve de una sabia y bien humorada analogía para ejemplificar la condición boba y servil de las nuevas generaciones frente al ídolo de la publicidad: «Si le hubiéramos dicho a un hombre de la Edad de Piedra: «Ugg dice que Ugg fabrica las mejores hachas de piedra», enseguida habría percibido la falta de desinterés e independencia de nuestra aseveración. […] Tan sólo entre gente cuya imaginación ha sido reblandecida por una especie de mesmerismo puede intentarse un truco tan transparente como el de la publicidad». Y a continuación expresa su esperanza en que una distribución más democrática de la propiedad termine con esta inane superstición.

La páginas, en fin, de estos ensayos están sembradas de opiniones que pueden entenderse como tomas de postura. Lo que ocurre es que su posicionamiento, al responder a criterios morales y no ideológicos, resulta suficientemente ancho como para cubrir sin estridencias la iniciativa personal del liberalismo y una conciencia social que aboga porla distribución equitativa de las tierras y mira siempre con simpatía al pueblo llano y con irredenta desconfianza a los ricos y poderosos. Le preocupa que la plutocracia que favorece el capitalismo arruine definitivamente la imparcialidad del poder judicial. Le preocupa que la vulgaridad y el culto a la riqueza oculten el verdadero valor de la vida. Pero lo que le preocupa, en general y por encima de todo, es la pujanza del materialismo, que está minando los cimientos espirituales — la dignidad humana y el amor a la libertad— de la civilización mediante la confusión progresiva de medios y fines. En el ensayo titulado En el mundo al revés expone sus temores con amarga ironía: «El hombre no se pregunta como correspondería: «¿Deberían tolerar los hombres casados ser asistentes de un comercio moderno?», sino que se pregunta: «¿Deberían casarse los asistentes de comercio?». La inmensa ilusión del materialismo se ha visto coronada por el triunfo. El esclavo no se pregunta: «¿Me merezco estas cadenas?». Sino que, muy ufano, se pregunta científicamente: «¿Soy lo suficientemente bueno para estas cadenas?»».

RAZÓN DEMENTE Y VERDAD POPULAR

Es ya proverbial el gusto de Chesterton por la paradoja. Se trata, sin duda, de su marca de estilo más reconocible: a menudo sus periodos sintácticos se articulan al dictado de paradojas semánticas. Pero parece importante señalar que, en su caso, la antítesis deja de ser una figura retórica, un mecanismo efectista de función poética, para constituir la manifestación más fiel de sus operaciones mentales. Chesterton piensa en paradojas, del mismo modo que un poeta piensa en metáforas y un cineasta en planos. Decía que conforme más nos aproximamos a la verdad fundamental, más paradójico se vuelve todo. En realidad, Chesterton estaba dotado de tal sensibilidad lingüística que no podía obviar la frágil relación que sobrellevan el concepto y su palabra, cualidad que le volvía invulnerable a los tópicos. La paradoja y la ironía siempre han sido los recursos del sabio para desactivar estereotipos.

Uno de los tópicos que más le gustaba combatir — a golpe de paradoja, por supuesto— es el de la exactitud de la ciencia frente a las supersticiones de la fantasía. Chesterton dice: creemos que un hombre se vuelve loco cuando ha perdido el juicio; pero es justo al revés: se vuelve loco cuando ha perdido todo lo demás excepto la razón. Enloquece porque ha perdido la ligereza descuidada de las personas normales, que constantemente conjugan la razón productiva con la acción gratuita. Y nos explica a continuación cómo todos los locos son maníacos del racionalismo, y cómo los hombres cuerdos ejecutan un sinfín de acciones despreocupadamente inútiles cada día, como silbar o entrechocar los talones. Un loco vería en esos actos una causa oculta, porque precisamente la paranoia es una hipertrofia de la razón, que es la facultad de las causas y los efectos lógicos. Los antiguos griegos —recuerda—, que son los fundadores de la filosofía y la ciencia occidentales, tenían muy claro que correspondía a los esclavos ocuparse de las cosas útiles, mientras que los hombres libres disfrutaban del placer de conocer las inútiles. Y así, por puro deleite y curiosidad, llegaron a cultivar en grado sublime el arte, las matemáticas y la metafísica, y se mantuvieron a salvo de la moderna esclavitud que supone el vulgar utilitarismo.

Chesterton es, por lo tanto, un alegre irracionalista. Su lógica es impecable, pero reacciona contra la lógica establecida; establecida fundamentalmente por la intelectualidad racionalista de su tiempo, devota de la fe cientificista y arrogante en su pretendida superioridad. Por eso sus ojos se vuelven de continuo hacia la sencillez popular. En materia de crítica literaria, por ejemplo, defiende la novela de quiosco aduciendo su verdadera naturaleza: «La literatura es un lujo; la ficción, una necesidad». En efecto, mientras llamemos a las cosas por su nombre, nada malo hay en procurar folletines a la gente que necesita alimentar su imaginación. El lector culto que tiene la capacidad de valorar también la originalidad de una trama, el ingenio de los diálogos y el brillo de la prosa, es simplemente eso: alguien con más terminales sensitivas, lo cual no anula la validez de la sensibilidad melodramática del folletín. No es que la gente prefiera la mala literatura: «Prefiere los amoríos, las farsas, y todo lo que tenga que ver con la diplomacia material de la vida, a las delicadezas psicológicas o los humores más secretos de la existencia. Pero, puestos a preferir algo, prefiere que, si es posible, sea bueno.

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El hombre de la calle puede preferir la cerveza a la crème de menthe, pero no tiene sentido decir que prefiere la mala cerveza a la buena» (en Sherlock Holmes). En otro ensayo titulado Defensa de las novelas de detectives reivindica la plena condición artística para el género, al tiempo que ataca la falacia del elitismo artístico: «Si las novelas de detectives se leen más que las guías de ferrocarril es, sin duda, porque son más artísticas. […] U n a buena novela de detectives probablemente sería más popular que una mala. El problema en este asunto es que mucha gente no se da cuenta de que existen las buenas novelas de detectives». A Chesterton le encantaría que el pueblo se hiciese un día capaz para el disfrute de un Milton o un Dante; pero que no lo sea no invalida su fervor por Conan Doyle, que no era ningún genio pero sí un genuino artista de la ficción. No se le ocurriría, verbigracia, basar su condena del cacareado best seller de Dan Brown en sus ventas millonarias, sino en la absurda y torticera pretensión de veracidad por parte del autor y en el espurio fideísmo que, sin darse cuenta, trasvasan las gentes desavisadas desde los misterios canónicos hacia el esoterismo, seducidas por un vulgar prurito esnob. En cualquier caso, sabría alojar la mayor parte de responsabilidad en la conciencia prepotente que exhiben los cerebrales guardianes de la nueva ortodoxia materialista.

GUIÑAR UN OJO

Todos los psicólogos coinciden en la misma receta de la felicidad humana: una proporcionada relación entre nuestros deseos y nuestras capacidades. Al autor de El hombre que fue jueves le basta una eventual lesión en una pierna para componer un razonado alegato a favor de la gratuidad maravillosa de la vida. La mejor manera de amar algo, efectivamente, es darse cuenta de que podemos perderlo; esta máxima veraz conduce a la humildad como fuente de plenitud personal, en contra de la obsesiva autoafirmación que constituye la actitud moderna. Pero se trata de una humildad ontológica, además de moral: el hombre puede obrar en sentidos casi ilimitados, pero sólo si descubre y acepta los límites ajustados a su condición encontrará una vida satisfactoria. Tratar de abarcarlo todo, de serlo todo, sólo conduce a la frustración; según los trágicos griegos, a la némesis divina convocada por la hybris o desmesura de los mortales.

La gran lección de Chesterton es que la imaginación es el fermento de la inteligencia, y que la inteligencia conduce a la moralidad y a la felicidad: la capacidad de penetrar en las ideas y en las conciencias no supone sólo una ventaja en los negocios, sino sobre todo el canal idóneo para ser bueno y feliz. La experiencia nos dice que no todos los tontos son malos, pero sí que todos los malos son tontos e infelices. Porque ni siquiera es rentable el egoísmo. Y de la moralidad, al deleite y a la estética: si no se es ni malo ni bueno, sino vulgar, entonces el mundo es gris y aburrido. La gente se pregunta por qué se producen accidentes dolorosos e inopinados en la vida: quizá sin ellos no podría el hombre adocenado caer en la cuenta de lo maravilloso que es el mundo en calma. «Si quiere usted percibir una felicidad ilimitada, póngase límites aunque sólo sea por un momento. […] Si quiere reparar en la magnífica visión de todas las cosas visibles, guiñe un ojo» (en Ventajas de tener una sola pierna).

LO QUE ESTÁ MAL EN EL MUNDO

Estando a punto de imprenta las presentes líneas, aparece un nuevo ensayo de Chesterton, inédito en España, titulado Lo que está mal en el mundo. Se trata de un ensayo unitario y monográfico acerca de política y sociedad, contextualizado en la sociedad inglesa de las primeras décadas del siglo XX. A lo largo del libro el talento analítico de nuestro autor vuelve a brillar a la altura acostumbrada, desplegando su prosa paradójica e incisiva con un propósito de denuncia sociológica. Esta vez, Chesterton trata de conferir a su texto una mayor cohesión temática: quiere fundamentar su tesis —recurrente, pero menos sistemática, en la antología de Manguel— de que tanto el socialismo como el capitalismo modernos representan una grave amenaza para la libertad y la dignidad de las clases sociales más pobres; sin embargo, y afortunadamente, tan amplio tema le lleva a tratar importantes asuntos colaterales como la familia, la educación, la libertad o la propiedad.

El utilitarismo moderno parece haber arrumbado por inútil la facultad humana de teorizar; sin embargo, los inventos que han mejorado la civilización son obra de mentes despistadas y geniales. Tras recordarnos esta obvia necesidad de teoría, Chesterton ubica el problema de su tiempo en la displicente apostasía de pasados ideales en favor de una pretendida certeza en el progreso como «futuro»; certeza que, en el fondo, es una fe llena de prejuicios bastante más inoperantes que un credo religioso. El progresismo estima obsoleto un ideal porque fracasó en el pasado y dicta la imposibilidad de toda restauración, pero no se para a analizar que muchos antiguos ideales no fracasaron: sencillamente no se practicaron lo suficiente. Aunque hoy la condición de «reaccionario» es un pecado contra el dios del progreso, acaso el rescate selectivo del pasado sea el único antídoto para la decadencia occidental. En cualquier caso, resulta estúpido e hipócrita desprestigiar algo porque pertenece a la historia, cuando la única manera de probar la validez de costumbres e instituciones es la propia pervivencia a través del tiempo.

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En el asunto del matrimonio como institución, Chesterton hace gala de una incorrección política que desconcierta tanto a progresistas como a conservadores: «He conocido a muchos matrimonios felices, pero nunca a uno compatible. El fin del matrimonio es luchar y sobrevivir al instante en que la incompatibilidad se vuelve incuestionable. Pues un hombre y una mujer, como tales, son incompatibles». Sin necesidad de recurrir a argumentos teológicos, Chesterton se fija en la universalidad de la institución matrimonial y advierte que paganos y cristianos han considerado por igual la unión de los cónyuges como un lazo que no debe romperse, pues de otro modo pierde su sentido. Del mismo modo que el placer del bañista en el mar sólo llega tras el choque helado con el agua, la crisis matrimonial es sólo el «instante de rendición potencial» que debe superar el hombre para obligarse a ser feliz. Porque la coacción es un estímulo, mientras que la anarquía desalienta y aburre.

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La defensa del modelo de vida en familia «convencional» que hace Chesterton no se basa en los típicos argumentos de estabilidad u orden; se apoya en la pasión por la libertad y en los más sinceros deseos humanos. En efecto: puede parecer que el rico libertino que vive de fiesta en fiesta es un degustador del placer sin ataduras, pero en realidad se pasa las noches aceptando las estrictas normas por las que se rigen bares, clubes, pubs, hoteles y teatros; en cambio, el hogar es el único sitio donde el ciudadano de a pie puede comer con las manos, colgar alfombras del techo, cantar y fumar cuanto quiera. «La idea de la propiedad privada universal, pero privada, la idea de las familias libres, pero familias aún, de la domesticidad democrática, pero aún doméstica, de una casa para cada hombre, sigue siendo la visión real y el imán de la humanidad». Ni socialistas ni capitalistas —que son dos caras de la misma oligarquía plutocrática moderna: los unos ordenando el sacrificio de lo propio en aras del Estado; los otros ejerciendo su moderna fórmula de esclavismo asalariado— consiguen neutralizar, a pesar de sus tenaces intentos, este profundo anhelo humano de tener un hogar donde le dejen a uno ser salvaje y doméstico. Chesterton nos descubre que el feudalismo no ha muerto: los ricos — que son quienes dictan lo que es progresista y lo que no — han dictaminado que estar en casa es reaccionario; los hombres de clase media o baja acatan el veredicto y se echan a trabajar, y como no ganan suficiente para pagar la hipoteca al rico, sus mujeres también, porque lo progresista es que el hijo no conozca a sus padres o que no haya hijo. Esta es la mecánica social moderna que está arruinando la familia y la libertad, con la inestimable ayuda del feminismo, cuyos partidarios, define Chesterton, son aquellos a quienes no les gustan las principales características femeninas.

En cuanto al asunto de la educación, palabra que despide un tufillo autoritario para la sensible pituitaria de la pedagogía moderna, el autor vuelve a encontrar la fórmula más universal, más veraz. Educar es «estar seguro de que algo es lo bastante seguro como para atrevernos a decírselo a un niño». Ocurre que los nuevos pedagogos huyen de la responsabilidad de educar porque «sus modernas filosofías están tan a medio cocer y son tan hipotéticas que no pueden convencerse a sí mismos lo bastante como para convencer a un bebé recién nacido». Lo malo es que el niño se educará de todas formas en la calle, donde la dirección de lo bueno y lo malo se aprende tras la experiencia de ambos, o ya ni siquiera.

CONCLUSIÓN

Ha sido nuestra intención presentar tanto las ideas como el peculiar estilo de exponerlas de uno de los sabiduría y la belleza y contundencia de su prosa— merece la pena leerlo. Es famosa la frase de Borges: «La literatura es una de las formas de felicidad, y quizá ningún escritor me haya deparado tantas horas felices como Chesterton». No nos queda duda sobre la vigencia del valor estético de su prosa, sobre la trascendencia de haber fundado un método singular de escritura — l a paradoja como formato sintáctico de la imaginación filosófica, como manantial de sentido—; el lector juzgará si el tratamiento que dispensó a las cuestiones más candentes de comienzos del siglo XX constituye o no un eficaz utillaje para afrontar el debate de las ideas en los albores del XXI.

 

BIBLIOGRAFÍA

G. K. Chesterton, Correr tras el propio sombrero (y otros ensayos), Barcelona, El Acantilado, 2005. Selección y prólogo, Alberto Manguel. Traducción, Miguel Temprano García.
G. K. Chesterton, Lo que está mal en el mundo, Madrid, Ciudadela, 2006. Traducción, Mónica Rubio.

PERIODISTA Y CRÍTICO LITERARIO