Tiempo de lectura: 2 min.

 

Hace unos pocos años, en un congreso de escritores jóvenes que se celebró en Teruel, Eduardo Mendoza intervino en la inauguración, junto a Alfredo Bryce Echenique, y no defraudó las expectativas, aunque probablemente no en el sentido que se habría esperado. Lo que vino a decir, básicamente, es que si sus últimas novelas (las de él y las de Bryce) eran tal vez un poco decepcionantes, era algo que todos teníamos que comprender y perdonar, pues con algunas de sus novelas de presentación se habían ganado el derecho a una jubilación serena y poco autoexigente. “Nuestra obra más o menos ya está hecha –dijo–, o al menos, desde luego, lo principal de ella, de modo que en cuanto salgamos de aquí nos vamos a ir a comer un entrecot. Pero vosotros, que apenas estáis empezando a balbucear, perdonadme pero os tenéis que ir al desierto a comer saltamontes, y seguir haciéndolo hasta que demostréis que tenéis derecho a algo más.” Aquel discurso sentó mal (es decir, se entendió mal) entre escritores que en general, diez años después, siguen sin haberse ganado ni un filete a la plancha, pero Mendoza, aparte de tener razón, infravaloraba su propio porvenir, ya que algún tiempo después ganó el Premio Planeta con Riña de gatos una de sus mejores novelas.

 Todo el mundo ha leído su serie de narraciones cómico-detectivescas, y también la parábola un tanto facilona de Sin noticias de Gurb, pero lo que todo el mundo debería haber leído, para disfrutarlas, es La verdad sobre el caso Savolta y La ciudad de las prodigios. Será una pena que la gente piense que le acaban de dar el Cervantes por sus exitosas y reeditadísimas bromas de El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas (la más graciosa de la serie, con diferencia) o La aventura del tocador de señoras, con relativas prolongaciones en Mauricio y las elecciones primarias, porque son aquellos dos títulos, verdaderamente magistrales, los que convirtieron muy pronto a Mendoza no sólo en un valor consagrado sino en uno de los responsables principales de que en su día la literatura española contemporánea volviera a valorarse y a venderse. La Barcelona de cambio de siglo y en construcción de La ciudad de los prodigios, torpemente industrial y hambrienta de modernidad (“en plena fiebre de renovación”, se lee en la primera línea de la novela), y la Barcelona pistolera y bastante desquiciada de finales de los años diez y principios de los veinte de La verdad sobre el caso Savolta encontraron en Mendoza a un cronista superdotado, en estado de gracia, actitud que, si bien no alcanzó con toda esa abrumadora calidad su abordaje a la Barcelona olímpica y actual, nunca dejó de arrebatarnos una sonrisa de complicidad, que refleja esa sonrisa maliciosa y sagaz con la que siempre hemos visto al escritor, y con la que no es nada difícil imaginarlo mientras escribe (también sus artículos, y sus columnas, y aquellos prólogos formidables que reunió en ¿Quién se acuerda de Armando Palacio Valdés?).

Zumbón, travieso, pícaro, barojiano, insolente pero inofensivo (es decir, inteligente), Eduardo Mendoza se ha merecido todos los entrecots del mundo, y este premio de hoy, tan justificado, no puede ser sino la vistosa salsa de lo que hay debajo, que es aquello que celebra. Una salsa un poco picante, chispeante, como una guarnición nada indigesta para rematar algunas de las obras más sólidas y duraderas de la literatura de nuestra democracia.

Juan Marqués (Zaragoza, 1980) es poeta y crítico literario. Ha publicado los poemarios Un tiempo libre (La Veleta, 2008) y Abierto (Pre-Textos, 2010).