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La política reformista iniciada en las Indias por Felipe V tuvo su continuidad y su culminación en los años del reinado de Carlos III. Las medidas de gobierno emanadas de Madrid trataron de perfeccionar la organización administrativa, potenciar el crecimiento económico y promover el desarrollo cultural, así como garantizar plenamente la defensa militar del territorio y ampliar el dominio sobre las áreas marginales del Imperio.

Naturalmente, dicha política se gestó en el seno de la Secretaría de Estado de Marina e Indias. El tímido reformismo de Julián de Arriaga y el más decidido de José de Gálvez se hicieron sentir primero en el terreno de la reorganización administrativa. Así, Arriaga fue el responsable de la introducción de una institución llamada a arraigar profundamente en el Nuevo Mundo: la intendencia. Concebida como una figura provisional que acompañaba el plan general de defensa de las Antillas después de la ocupación inglesa de 1762, las Ordenanzas de 1782 y 1786 consagraron las intendencias como circunscripciones provinciales en el interior de las grandes divisiones administrativas de virreinatos y gobernaciones.

La administración territorial se vio fortalecida también por la aparición de una nueva serie de instituciones destinadas a vertebrar un espacio de inmensas proporciones, como fueron el virreinato del Río de la Plata en 1776, la Comandancia General de las Provincias Internas en el mismo año y la Capitanía General de Venezuela en el año siguiente. El virreinato del Río de la Plata fue una medida de estricta necesidad, por cuanto a lo largo del siglo XVIII la región había experimentado un notable auge económico, al tiempo que había visto aumentado su valor estratégico, al estar situada al sur de la disputada banda oriental de la colonia de Sacramento en poder de los portugueses, frente a las islas Malvinas codiciadas por Inglaterra y al norte de un área despoblada que podía constituir una futura base de asentamiento de alguna potencia enemiga. Una situación que se complicaba con la debilidad de su dependencia respecto de la excesivamente lejana capital del virreinato peruano. La nueva entidad fue dotada de un extenso territorio, que incluyó no solo la región del Plata propiamente dicha, sino también toda una serie de regiones segregadas del virreinato peruano, como fueron Charcas (que incluía el poderoso centro minero de Potosí), Tucumán, Paraguay y Cuyo, desgajada de la gobernación de Chile, que quedaba reducida a las tierras al oeste de la cordillera de los Andes. Al mismo tiempo, se dotó al virreinato de un complejo aparato administrativo, compuesto por una segunda audiencia en Buenos Aires (además de la ya existente de Charcas), de ocho intendencias (Buenos Aires, Paraguay, Salta y Córdoba, más las cuatro de Charcas: La Plata, La Paz, Potosí y Cochabamba) y de cuatro gobiernos militares para la vigilancia de las fronteras: Montevideo, Misiones, Moxos y Chiquitos. Si a ello le unimos la vertebración económica entre la producción de plata altoperuana, la riqueza agrícola y ganadera del interior y el comercio marítimo a través de la capital y de Montevideo, el futuro del virreinato quedaba suficientemente garantizado.

Por su parte, las necesidades estratégicas y la política de expansión territorial explican la aparición de una nueva institución, la Comandancia General de las Provincias Internas, creada por empeño personal de Gálvez. Destinada a garantizar la seguridad de la frontera norte de Nueva España y a servir de punta de lanza para la colonización llevada a cabo mediante la instalación de presidios y misiones, la Comandancia comprendió en un principio todo el ámbito correspondiente a las gobernaciones de California, Sonora (incluyendo los establecimientos de Arizona), Nueva Vizcaya, Nuevo México, Coahuila y Texas, con capital en Arizpe, en Sonora. Aunque la nueva entidad quedó sometida a sucesivos vaivenes tras el relevo de su primer titular, Teodoro de Croix (1783), no por ello dejó de desempeñar eficazmente sus funciones, especialmente con la ayuda de los gobernadores de Texas y Nuevo México: el mantenimiento de las comunicaciones al norte del virrreinato novohispano, la defensa de las fronteras frente a las amenazas de otras potencias europeas, la resistencia frente a los indios insumisos (singularmente frente a los apaches) y la paz con los indios de las praderas, especialmente con los comanches.

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El sistema indiano requería para su buen funcionamiento de la solidez del sistema hacendístico. En este terreno la novedad administrativa más importante fue la creación del cargo de Superintendente General Subdelegado de la Real Hacienda, cuyos titulares, instalados en Lima, Buenos Aires y México, se ocuparían de todas las cuestiones fiscales, segregándolas de las atribuciones de los virreyes, que hasta ahora las habían venido detentando.

Sin embargo, la reforma fiscal también originó un profundo descontento entre los afectados, que desembocó en algunos casos en graves levantamientos. Así, en 1765, los moradores de los barrios de Quito habían protagonizado la «revuelta de los estancos», así llamada por haber sido su desencadenante la implantación del monopolio del aguardiente. Mayor alcance, sin embargo, tuvo la revuelta de los comuneros del Socorro, iniciada en aquella localidad del distrito neogranadino de Tunja en marzo de 1781, en protesta por el rigor en la exigencia de las alcabalas y tributos y por las restricciones impuestas al cultivo del tabaco a causa del decreto que establecía el monopolio de la Corona. Por esta razón, los comuneros procedieron a suprimir los estancos del tabaco y del aguardiente, antes de sublevar las poblaciones de Pamplona (mayo) y Cúcuta (junio) y de marchar, en número de veinticinco mil, hacia Santa Fe. Finalmente, la política de conciliación del arzobispo y virrey interino Antonio Caballero permitió desactivar la revuelta, que por entonces se había contagiado a Venezuela, concretamente a la provincia de Maracaibo, aunque la ocupación de Mérida por las tropas gubernamentales puso fin al alzamiento en octubre del mismo año.

Sin embargo, las dificultades para la integración social de las comunidades indígenas fueron el contexto para la más importante de todas las revueltas, la dirigida por José Gabriel Condorcanqui, que adoptó el nombre de Túpac Amaru, el inca del que descendía por línea materna. Rebelado contra las extorsiones de las autoridades locales, su primera medida fue ordenar el ajusticiamiento del corregidor de Tinta, antes de marchar contra otros corregimientos. Después de su victoria en Sangarará (18 de noviembre de 1780), la reorganización de las fuerzas gubernamentales permitió su derrota en el encuentro que tuvo lugar en la noche del 6 de abril de 1781. Su medio hermano Diego Cristóbal Túpac Amaru mantendría la resistencia, hasta su rendición pactada al año siguiente. La revuelta alcanzó otras regiones, como Charcas, donde Julián Túpac Catari puso sitio a La Paz durante varios meses (de marzo a octubre de 1781), y como Jujuy, escenario del alzamiento del mestizo José Quiroga. De este modo, aunque el movimiento revolucionario pudo ser controlado, su recuerdo no dejó de ser una constante en todos los avatares políticos posteriores, incluyendo el momento de la emancipación.

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Uno de los hechos más espectaculares del reinado fue sin duda la expulsión de los jesuitas, una acción cuyos motivos hay que buscarlos en la compleja política interior de los estados europeos, ya que, lejos de constituir un fenómeno singular, la decisión de Carlos III había sido precedida por idénticas medidas adoptadas en Portugal y en Francia. La Compañía se había hecho sospechosa por su voto de obediencia a Roma y su independencia respecto de la autoridad episcopal, a lo que unía en el Nuevo Mundo su influjo en la formación de las élites criollas, su éxito en la organización de las repúblicas de indios y su autonomía económica basada en la administración de una verdadera cadena de haciendas y de establecimientos comerciales, aunque finalmente la razón oficialmente aducida fue la improbable participación de la orden en el motín contra Esquilache. La orden de expulsión, decretada el 27 de febrero de 1767 y aplicada en Ultramar varios meses más tarde, significó para las Indias el extrañamiento de más de 2.600 miembros de la Compañía, que fueron conducidos por destacamentos militares para ser embarcados en naves aprestadas al efecto con destino a Italia. Los efectos no pudieron ser más desastrosos, ya que la salida de un grupo de educadores y de misioneros tan numeroso y de tan alta cualificación intelectual dejó un vacío imposible de colmar en colegios y universidades, así como en las misiones que habían regentado, especialmente las del norte de Nueva España, las altoperuanas de Moxos y Chiquitos, las amazónicas de Maynas en el reino de Quito y las famosas reducciones de los guaraníes del Paraguay, donde en conjunto habían sabido encuadrar a no menos de trescientos mil indígenas, que vieron destruirse uno de los sistemas más humanos ensayados por los colonizadores europeos en tierras americanas. Los bienes abandonados por la Compañía, las famosas temporalidades, no serían aprovechadas convenientemente pese a las buenas intenciones de la administración española, mientras las restantes órdenes se esforzaban con resultados muy desiguales por sustituir a los jesuitas en sus misiones y, en menor grado, en sus establecimientos de enseñanza.

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Carlos III, apenas asentado en el trono de España, hubo de ocuparse de dirigir un conflicto bélico que tuvo a las Indias como escenario privilegiado. En efecto, la amenaza de Inglaterra forzó al monarca a la firma con Francia del Tercer Pacto de Familia en 1761 y a la inmediata entrada en guerra en Europa, en América y en las Filipinas. En América, el hecho de armas más resonante fue la captura de La Habana por los ingleses (30 de julio de 1762). Por el contrario, los efectivos españoles pudieron resistir los ataques contra sus posiciones en Mosquitia, en la costa de Nicaragua, mientras que en el Río de la Plata el gobernador Pedro de Cevallos tomaba la iniciativa, conquistando la siempre disputada colonia portuguesa de Sacramento, antes de avanzar más allá del río Negro hasta el territorio brasileño de Río Grande. Finalmente, en Filipinas, los ingleses repetían la experiencia cubana tomando por sorpresa la ciudad de Manila (5 de octubre de 1762) y el puerto de Cavite, aunque el oidor Simón de Anda pudo organizar la resistencia en el interior de la isla de Luzón.

En estas condiciones, España hubo de aceptar las condiciones impuestas por la paz de París (10 de enero de 1763). Por un lado, recuperaba La Habana y Manila, aunque debía devolver todas las conquistas hechas frente a los portugueses en la frontera brasileña, incluyendo la colonia de Sacramento. Por otro, tenía que renunciar en favor de Gran Bretaña al territorio de Florida, que quedaba unido a la Luisiana oriental entregada por Francia, la cual, como compensación, cedía a España la Luisiana occidental, es decir todos los territorios al oeste del Mississippi, más la capital, Nueva Orleáns.

La primera consecuencia de la paz de París fue la puesta en práctica de un ambicioso proyecto de defensa de América, que se combinó con una política expansiva que permitió alcanzar su máxima extensión al territorio bajo dominio español en el Nuevo Mundo. En este sentido, las medidas adoptadas afectaron a la organización de un verdadero ejército indiano, la creación de un complejo de ocho apostaderos para la marina de guerra y la ampliación de la red de fortificaciones.

De esta forma, el reinado de Carlos III asistió a la creación de un ejército regular integrado por cuerpos fijos (reclutados in situ) y expedicionarios (procedentes de España), cuya composición varió según las regiones (con predominio de los soldados peninsulares en el Caribe y de las tropas criollas en el continente) y que estaba destinado a encuadrar a las unidades de las milicias de blancos, pardos y morenos.

Los planes de nuevas fortificaciones afectaron naturalmente de modo especial al área del Caribe, aunque ninguna región estuvo exenta de intervenciones en este sentido. En Nueva España, la iniciativa más notable fue la revisión del sistema defensivo de Veracruz que, contando ya con el fuerte de San Juan de Ulúa, se reforzó ahora con una fortaleza construida en el interior, el castillo de Perote, edificado en la década de los setenta bajo el mandato del virrey Antonio María Bucareli. En las Antillas, la obra más considerable fue la fortificación de San Juan de Puerto Rico, que no tuvo más rival en el ámbito americano que la siempre bien defendida Cartagena de Indias.

Del mismo modo, la marina experimentó un fuerte impulso en las Indias. Carlos III reforzaría la estructura naval con la creación de una red de ocho apostaderos con misiones de defensa costera, que en buena parte reprodujo la división de los departamentos: La Habana, Veracruz, Cartagena de Indias, Puerto Cabello, Montevideo, El Callao, San Blas y Cavite. Todos estos centros contaron con astilleros que construyeron diversos tipos de buques mercantes y de navíos de guerra durante todo el reinado.

Al final de la década de los setenta la diplomacia española cosechó uno de sus más señalados éxitos, al firmar dos favorables tratados de paz con Portugal, en San Ildefonso (1 de octubre de 1777) y en El Pardo (24 de marzo de 1778). Por el primero, España, tras la tercera y definitiva conquista de Sacramento efectuada dos años antes, recuperaba la disputada colonia (que a la larga habría de convertirse en Uruguay), el territorio de Ibicuy y las reducciones cedidas por el tratado de 1750, a cambio de renunciar a los territorios de Río Grande, la isla de Santa Catalina y la laguna de los Patos, que quedaban definitivamente incorporados a Brasil. Por el segundo, Portugal cedía en África las islas de Fernando Poo y Annobón, más el ejercicio del libre comercio en la franja continental del río Muni.

El nuevo enfrentamiento militar que habría de situar, en un bando, a España y Francia, apoyando la causa de los rebeldes de las Trece Colonias británicas, y, en el otro, a Inglaterra, la enemiga de siempre, fue objeto de un prolongado debate por parte de Carlos III y sus ministros. En efecto, si por una parte la sublevación constituía una inmejorable oportunidad para resarcirse de las derrotas de 1762 y de las cláusulas del tratado de París de 1763, por otra se experimentaba un lógico temor ante el probable valor de ejemplo que una insurrección victoriosa en la América inglesa podía significar para los territorios de la América española. De esa manera, solo tras un largo periodo de vacilaciones y con el espíritu cargado de reticencias, se decidió España a declarar la guerra a Inglaterra en 1779.

Tras el fin de la contienda, el tratado de Versalles (20 de enero de 1783, para la firma de los acuerdos entre Inglaterra y España) fue considerado como el del «desquite borbónico». España se beneficiaba de la cesión por parte de Inglaterra de la franja costera que permitía el enlace entre Luisiana y Florida (incluyendo Mobila y Pensacola), lo cual significaba, pese a quedar sin determinar el paralelo que fijaría la frontera septentrional entre el Mississippi y el Atlántico (provocando las primeras fricciones con los recién nacidos Estados Unidos) el dominio por parte hispana de toda la costa norte del golfo de México, por primera vez desde los comienzos de la conquista. Del mismo modo conservaba todas las tierras al oeste del Mississippi, incluyendo el área más septentrional en torno a San Luis, que pronto se conocería como Illinois o Alta Luisiana. Por el contrario, en América Central, España cedía definitivamente a Inglaterra, para la corta del palo de tinte, el territorio de Belice.

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Si la paz de Versalles fortaleció el dominio español en todas las regiones, la expansión territorial no se hizo solo a costa de los acuerdos con Inglaterra y Portugal, sino a partir de una serie de iniciativas que permitieron ampliar considerablemente las fronteras del Imperio. En efecto, también la apertura, deliberadamente programada, de un nuevo ciclo de exploraciones marítimas obedeció en primer lugar a motivaciones de índole militar, relacionadas con la defensa de América y la salvaguarda de los intereses hispanos, aunque al mismo tiempo las nuevas preocupaciones presentes en el pensamiento ilustrado impusieron una paralela finalidad científica a buena parte de estas expediciones.

El arranque de estas expediciones puede fijarse en la fundación del puerto de San Blas (1768), que constituirá la base de operaciones y el punto de partida de las naves que se dirigen en dirección al norte. Las expediciones fueron dirigidas, respectivamente por Juan José Pérez (que descubre la isla de Vancouver y la bahía de Nutka, 1774), Bruno Hezeta y Juan Francisco de la Bodega (que llegan hasta los 58º de latitud norte en el golfo de Alaska, 1775), Ignacio Arteaga y Juan Francisco de la Bodega (que exploran la península de Kenai y la isla de Kodiak, 1779), José Esteban Martínez y Juan Pantoja (que establecen la derrota para atravesar el canal de Santa Bárbara, 1782) y José Esteban Martínez y Gonzalo López de Haro (que zarpan en los mismos barcos dos veces consecutivas en 1788 y 1789), sin que haya solución de continuidad entre las expediciones organizadas bajo Carlos III y las del reinado siguiente.

Del mismo modo, y por idénticas razones, a partir de 1765 se reanuda el sistemático reconocimiento del área marítima más meridional. Las expediciones dirigidas a Patagonia fueron mandadas por Domingo Perler (1767), Manuel de Pan-do (que alcanza la Tierra de Fuego, 1767-1769), Francisco Gil de Taboada (1768-1770), José de Goicoechea (1770), Juan de la Piedra y Francisco de Viedma (1778-1779), Juan de la Piedra de nuevo (1779), José Domingo Gonzalorena y José Michán (1779), Bernardo Tafor (1779-1780), Basilio Villarino (1779-1783), Antonio de Viedma (1780-1783), Francisco de Medina (1783-1784) y de nuevo Bernardo Tafor (1786), cerrando el ciclo del reinado de Carlos III, que tuvo perfecta continuidad en el siguiente. Esta persistente exploración de las regiones más meridionales de América se completó finalmente con los nuevos reconocimientos del estrecho de Magallanes llevados a cabo por Antonio de Córdoba, en dos ocasiones sucesivas (1785-1786 y 17881789), mientras que, en las costas del Pacífico, el principal objetivo se centrará en la sistemática exploración de la isla de Chiloé, acometida por José de Moraleda en una larga campaña desarrollada entre 1787 y 1790.

Otro grupo de expediciones serían organizadas desde el Perú por el virrey Manuel Amat, con el objetivo de salir al paso de la presencia inglesa en las islas más próximas a las costas del virreinato. La primera expedición, mandada por Felipe González de Haedo y Antonio Domonte (17701771), tuvo como exclusivo propósito la localización y ocupación de las tierras avistadas por el inglés Edward Davis en 1687 y obtuvo como resultado el reconocimiento y toma de posesión de la isla de Pascua. Las restantes tres flotas enviadas por Amat tuvieron como punto de destino las islas de la Sociedad, descubiertas por el inglés Samuel Wallis en 1767. En el transcurso del primer viaje (1772-1773), Domingo de Boenechea se instaló en la isla de Tahití y otras del archipiélago. Durante el segundo viaje (1774-1775), Domingo de Boenechea y José Andía pasaron por las Tuamotu en su ruta a Tahití, donde establecieron una misión franciscana, antes de que Tomás Gayangos, tras la muerte del comandante de la flota, ordenara emprender el regreso. Finalmente, en un tercer viaje (1775-1776), Cayetano de Lángara se limitó a liquidar los establecimientos misioneros y con ellos la presencia hispana en el archipiélago, sin duda a partir del cálculo de la dificultad de mantener y defender aquellas posesiones tan alejadas de las costas del virreinato. En cualquier caso, el programa de Amat se saldaba con el reconocimiento de nuevas islas en el sur del Pacífico y con la incorporación definitiva de la isla de Pascua al mundo hispánico.

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Al margen de este esfuerzo de exploración marítima, la expansión más allá de las fronteras legadas en tiempos anteriores se completó especialmente con la ocupación de las tierras de la Baja y de la Alta California por la acción combinada de los militares fundadores de presidios y de los franciscanos fundadores de misiones. Tras la colonización de la Baja California, se produjo la instalación española en las tierras de la Alta California, donde la expedición militar de Gaspar de Portolá (1769) permitió el avance de los franciscanos de fray Junípero Serra y la fundación de las misiones de San Diego (1769) y San Carlos o Monterrey (1770). Más adelante, las dos expediciones emprendidas desde Arizona por Juan Bautista de Anza consiguieron, primero, el establecimiento de la necesaria comunicación entre el interior y la costa y, después, la fundación de San Francisco (1776), a la que seguiría la de Los Ángeles (1781), momento cenital de la expansión, puesto que la sublevación de los indios yumas clausuró ese mismo año la ruta terrestre, salvo para las expediciones de índole militar. No obstante, para esas fechas California se había incorporado también de modo definitivo al mundo hispánico. Del mismo modo, las autoridades hispanas ocuparon nuevos territorios en la provincia de Texas, cuya capital fue definitivamente fijada en San Antonio (1773), mientras se procedía a la fundación de la ciudad de Nuestra Señora del Pilar (1774), cuyos habitantes, acuciados por los comanches, se trasladarían más tarde a Nacogdoches (1779), que se convertiría en el puesto más avanzado en el rumbo oriental.

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La política económica para América se centró en primer lugar en el sector de la economía de exportación en general y en la industria minera en particular. En consecuencia, las medidas más importantes afectaron a la minería de la plata mexicana, cuyo poderoso empresariado se vio beneficiado por la implantación del Tribunal de Minería (1777), la promulgación de las Ordenanzas de Minería (1783) y la creación del Colegio de Minería (1783), destinado a impulsar el progreso tecnológico en el ramo.

La organización comercial conoció a lo largo del reinado una serie de medidas signadas por el común denominador de la liberación del tráfico entre la metrópoli y los territorios ultramarinos. Así el primer paso en esa dirección fue la promulgación del llamado Decreto de Comercio Libre de Barlovento (1765), que consistió en la autorización del tráfico directo a nueve puertos peninsulares (Barcelona, Alicante, Cartagena, Málaga, Cádiz, Sevilla, Gijón, Santander y La Coruña) con diversas islas antillanas (Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico, Margarita y Trinidad), a las que se sumaron, en ampliaciones sucesivas, otras diversas áreas, como fueron Luisiana (1768), Campeche y Yucatán (1770), Canarias (1772) y Santa Marta y Riohacha (1776). Más tarde, el Decreto de Libre Comercio de 12 de febrero de 1778, que incorporaba al ámbito liberalizado las regiones de Perú, Chile y Río de la Plata, apenas si tuvo trascendencia en razón de su breve periodo de funcionamiento, pues a los pocos meses dejaba paso al más completo Decreto de Libre Comercio de 12 de octubre de 1778, que establecía el tráfico directo entre trece puertos españoles (los nueve ya citados, más los de Palma de Mallorca, Los Alfaques de Tortosa, Almería y Santa Cruz de Tenerife, a los que se sumarían algunos otros a lo largo del periodo de vigencia de la disposición) con numerosos puertos de toda América (los nueve puertos mayores de La Habana, Cartagena de Indias, Buenos Aires, Montevideo, Valparaíso, Concepción, Arica, El Callao y Guayaquil, más otros trece puertos menores), con la excepción de las áreas de Nueva España y Venezuela, que no se incorporarían al nuevo sistema hasta 1789.

Por último, también el régimen comercial de las islas Filipinas sufriría una notable transformación. Así, si por un lado se mantuvo la ruta tradicional del Galeón de Manila, que conectaba la capital filipina con el puerto mexicano de Acapulco, por otro la creación de la Real Compañía de Filipinas (1785) significó la apertura de otra doble ruta que conectaba al archipiélago con la metrópoli bien a través del cabo de Hornos (con escalas habituales en Montevideo y El Callao), bien a través del cabo de Buena Esperanza (con escalas preferentes en Tranquebar y Calcuta), pero siempre sin la mediación del virreinato de Nueva España.

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Durante el reinado de Carlos III, la cultura del Nuevo Mundo se inscribe plenamente dentro del espíritu de la Ilustración. Ahora, por un lado, se cosechan los frutos maduros de la siembra realizada durante los reinados anteriores, mientras, por otro, los medios oficiales tratan de amparar la difusión de las Luces como una contribución más al reformismo que había inspirado los cambios en la administración, en la defensa militar o en la vida económica.

La Ilustración americana bebió en las mismas fuentes que la Ilustración española. Basta una somera visita a las bibliotecas de los principales ilustrados criollos para encontrar una selección de libros muy similar a la que podría hallarse en las bibliotecas de los ilustrados metropolitanos, incluyendo un cierto porcentaje de obras en francés y en inglés. Desde este punto de vista, las fuentes europeas fueron manejadas por los intelectuales americanos con la misma o incluso con mayor soltura que los metropolitanos, ya que si América opuso a las Luces el espesor de la distancia física (sobre todo en los centros situados en el interior del continente) y la sutilidad del tejido de su red cultural y educativa (con tramas demasiado ligeras), por el contrario pudo disfrutar de la práctica bien arraigada del tráfico de contrabando con los países europeos (potencias económicas y culturales, capaces de introducir tejidos baratos y lecturas prohibidas) y de una menor implantación inquisitorial.

El momento cenital de la Ilustración se inicia en América a partir de los años setenta. Es el momento de las grandes obras, de las grandes expediciones, de las grandes figuras, de la conciencia clara de la Ilustración, que se manifiesta en el despliegue de las instituciones características (como las Sociedades Económicas de Amigos del País), en la difícil reforma de los viejos centros de enseñanza, en la ebullición científica, en la proliferación de las expediciones hidrográficas o de historia natural, en la aparición de los más importantes escritos de economía política, en la implantación del neoclasicismo academicista, en la expansión de la creación literaria, en la difusión de las Luces como vehículo de un cambio profundo de la sociedad.

Este progreso de la cultura ilustrada en la América española no se comprende sin la intervención de las autoridades metropolitanas y virreinales, que tratan de promover la creación intelectual impulsando un proceso de institucionalización que sirve de marco a la actuación de los principales núcleos ilustrados en cada una de las regiones del continente. Como en la metrópoli, pero con distinto peso relativo, la difusión de las Luces se encomendó a las Academias, las Universidades, las Sociedades Económicas de Amigos del País y otras instituciones educativas y científicas, como los Colegios Carolinos, los Jardines Botánicos, los Observatorios Astronómicos o los Colegios de Cirugía.

Uno de los capítulos más llamativos del patrocinio oficial de la cultura fue el de las llamadas expediciones científicas. Entre ellas, las más características del periodo fueron las de carácter botánico. La primera fue la Real Expedición Botánica a los reinos de Perú y Chile (1777-1786), dirigida por Hipólito Ruiz y José Antonio Pavón, cuyos resultados se plasmarían en la publicación de una monumental Flora peruviana et chilensis (1798-1802) en tres volúmenes, aunque la mayor parte del material quedaría inédito. La Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada (17821808), auspiciada por el médico, botánico y matemático José Celestino Mutis, recorrió el territorio del virreinato estudiando la flora y dejando como resultado diversos trabajos sobre la quina, aunque también aquí la mayor parte de los materiales quedaron sin publicar e incluso se perdieron de modo irreparable, como ocurrió con el texto que debía acompañar al extenso repertorio de espléndidas láminas de la Flora de Nueva Granada. Finalmente, la Real Expedición Botánica a Nueva España (1787-1803), que estuvo dirigida por el médico y botánico Martín Sessé y su discípulo José Mariano Mociño, desplegó su acción sobre todo por el inmenso territorio comprendido entre San Francisco de California y León de Nicaragua, dando como resultado la confección de un amplio repertorio de plantas, animales y minerales, la recopilación de numerosos datos etnográficos y la elaboración de dos obras que permanecerían inéditas hasta finales de la siguiente centuria, la Flora Mexicana y las Plantae Novae Hispaniae.

Ahora bien, al margen del impulso oficial, la Ilustración se desarrolló en cada una de las regiones del Imperio por medio de la obra de una serie de científicos, pensadores, escritores y artistas que procuraron una considerable animación cultural a los distintos núcleos urbanos, especialmente a través de las tertulias privadas, las redacciones de los periódicos y la publicación y discusión de sus obras entre un público cada vez más amplio aunque siempre limitado por definición. Si en el terreno de la literatura, el siglo XVIII no se distinguió en América ni por la abundancia de la producción ni por la originalidad creativa, por el contrario el Barroco produjo todavía en el último tercio del siglo xviii una numerosa serie de obras maestras, tanto en el terreno de la arquitectura y el urbanismo, como en el de la escultura (la escuela quiteña dominada por Bernardo de Legarda) y la pintura (la escuela cuzqueña y la escuela novohispana con Miguel Cabrera a la cabeza) e incluso en el de la música (con las asombrosas composiciones de las misiones jesuíticas en primer lugar).

Solo a final de siglo, en este horizonte, dominado por las formas barrocas en las versiones decorativas extremadas impuestas por una incontenible exuberancia colonial o por las formas severas del clasicismo civil impuesto por el utilitarismo funcional de los ingenieros militares, surge el neoclasicismo académico promovido desde la corte madrileña y difundido a través de diversas teorizaciones y, sobre todo, por instituciones como la Academia de Bellas Artes de San Carlos de México. La tardía aparición de esta corporación (fundada en 1781, sería inaugurada en 1785) impidió, sin embargo, la inmediata plasmación de la teoría en la práctica, de modo que las obras que testimonian la nueva corriente se escalonan entre las postrimerías del siglo XVIII y las décadas iniciales del siglo XIX, hasta el comienzo de las guerras de la independencia.

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La cultura de la Ilustración fue esencialmente una cultura de las élites blancas, de las clases dominantes españolas o americanas. Una cultura que emanó de las autoridades reformistas, se difundió desde las instituciones oficiales de enseñanza superior, se acantonó en los selectos cenáculos de las sociedades económicas y patrióticas, se expresó a través de las más selectas creaciones de la literatura y el arte y se desplegó en los brillantes escenarios imaginados por los poderosos en las cortes virreinales o en las restantes capitales administrativas o económicas del Nuevo Mundo.

Ahora bien, al igual que ocurriera en la metrópoli, las Luces no alcanzaron a todos en América. Por un lado, la cultura ilustrada fue una cultura progresista que hubo de enfrentarse a los partidarios de la tradición. Del mismo modo, fue una cultura minoritaria, que se difundió sobre todo entre los reducidos círculos de los intelectuales españoles y criollos. Por otra parte, fue una cultura elitista, diseñada para ponerse al servicio de las clases dominantes y de la que quedaban excluidas por definición las clases subalternas, que en la América española incluían además (salvo contadas excepciones) a todos los indios, mestizos, mulatos y negros.

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Lo más decisivo para el futuro fue que el proyecto propuesto por el absolutismo ilustrado acabó siendo insuficiente para algunos de los intelectuales americanos, que teorizaron una alternativa liberal que conducía a la independencia. De este modo, el reinado de Carlos III aparece como un periodo de raro equilibrio y, por tanto, de excepcional esplendor, que se manifiesta tanto en la racionalización administrativa como en la expansión territorial, tanto en el desarrollo económico como en el auge del pensamiento, la ciencia, la literatura, la arquitectura, el urbanismo, las artes plásticas y la creación musical. Un equilibrio inestable que habría de sucumbir a causa de su propio éxito, ya que las élites criollas habían alcanzado la madurez y la conciencia suficientes como para reclamar para sí América, es decir su patria.