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Por lógica, una cosa no puede ser ella misma y su contrario, por tanto, en el caso que nos atañe, es imposible que sea bella y fea a la vez. Sin embargo, numerosas obras de arte demuestran que la convivencia y la coincidencia de estos contrarios es perfectamente posible. Las teorías del arte nos tienen acostumbrados a considerar que toda labor artística se define como creación de belleza 1; no obstante, los artistas parecen empeñados en evidenciar que la belleza en el arte es capaz de saltarse el principio del tertium no datur. Por este y otros motivos considero útil reconsiderar el concepto consuetudinario de estética y belleza para devolverle, si es el caso, el significado más amplio y complejo que posee desde las tempranas muestras de la creación artística. Como afirma Ignacio Yarza, «más allá de la intención del autor y del argumento, una obra será maestra si se realiza con arte, si manifestando belleza hace visible la verdad de aquello que representa, sea bello o feo, bueno o malo.

Este punto puede ser particularmente útil para iluminar el enlace entre verdad, bien y belleza».

A pesar de la tantas veces tergiversada tesis hegeliana de la «muerte del arte» 2, sigue creándose arte, aunque no siempre convincente, y a pesar del pesimista Adieu a l’estétique de J.-M. Schaeffer 3, se sigue reflexionando sobre la belleza y el arte; hasta siguen escribiéndose estudios de estética como el de Ignacio Yarza 4 que tan profusamente se cita en este artículo o junto con numerosas otros estudios la recién publicada Introducción en la estética hegeliana de A . Gethmann-Siefert 5. Y ello considerando que la inmensa mayoría de los pensadores se ha despedido de la metafísica y de los trascendentales, decisión que, dicho sea de paso, ha de pesar evidentemente sobre sus especulaciones.

«En cierto sentido, la reflexión sobre lo bello se presenta como una de las cuestiones más difíciles de la filosofía, uno de los argumentos que ha sido afrontado con mayor empeño por los grandes filósofos. […] Su presencia está por todas partes y sin embargo, tal vez precisamente por esto, no nos resulta fácil delimitarla, definirla, explicarla» (Yarza 2004, 15-16).

Precisamente, la naturaleza polifacética y las innumerables maneras de crear belleza hacen muy difícil su definición concreta y exacta. Y no sólo en las diversas artes en general, puesto que todas poseen sus maneras propias de crearla, sino incluso cada obra de arte individual, siendo única e irrepetible, ostenta una belleza particular que si tiene elementos en común con otras obras, nunca podrá ser exactamente igual a ellas. Todo lo que se diga acerca de la belleza artística no podrá ser más que aproximación y generalización. Ahora bien, ésta es la suerte que corren todas las categorizaciones porque nunca pueden hacer justicia a cada fenómeno individual, tendrán que «sacrificar» los rasgos individuales en aras de la posibilidad de abarcar un conjunto de fenómenos del que se averiguan los elementos comunes.

Dos son las perspectivas que suelen adoptarse —también en el orden cronológico— en los intentos de definición. Primero, la consideración de los efectos que produce la belleza en la sensibilidad de los receptores y, luego, las particularidades formales que con este fin reúnen las obras y demás manifestaciones de la belleza. Una de las mayores dificultades en este empeño es el deslinde de la vinculación entre la belleza y el bien que suelen compenetrarse tan estrechamente que resulta imposible percibir y describir lo uno sin lo otro, 6 la famosa kalokagathia platónica da fe del temprano descubrimiento de esta vinculación; y no hay que ser idealista para descubrirlo.

Los principales pensadores medievales conciben la belleza como fenómeno visual y placentero. Así santo Tomás sostiene que son bellos los fenómenos quae visa placent y Alberto Magno habla del splendor formae.

Es decir, para los dos aparentemente prevalece la percepción visual placentera que revela la belleza, muy probablemente también esta visión es una visión interior, una luminosidad y claridad del entendimiento; «la belleza se hace visible permitiendo ver, sin que ella misma se convierta en objeto propio de nuestra visión» (Yarza 2004, 166). Entiéndase, que no se hace justicia a la belleza limitándola exclusivamente a la belleza visual. Abarca todos los sentidos y además el ámbito intelectual y emocional.

Habrá que puntualizar más adelante las particularidades de la recepción estética, baste ahora constatar que el hombre parece poseer una capacidad innata de descubrir e identificar de modo más o menos consciente y más o menos intenso no pocas facetas de la belleza y del resto de los trascendentales. Es una capacidad perfectible; a saber, cuanta más educación y formación estética reciba el hombre, más habilidad de percepción y valoración del arte y de lo bello poseerá. Aunque urge añadir, también las necesita para percibir y evaluar la fealdad. Así cuanto más conocimiento teórico e histórico particularizado en las diversas artes acumule una persona mejor dotada estará para el trato competente con el arte y la belleza. Es más, la educación no puede y no debe limitarse a la belleza; para alcanzar una sensibilidad y unas capacidades perceptivas más desarrolladas se requiere también una ampliación de las competencias en los demás trascendentales; cada hombre está llamado a madurar íntegramente como persona ya que sin la suficiente preparación y experiencia no será capaz de apreciar debida y provechosamente la belleza en el arte.[[wysiwyg_imageupload:1548:height=184,width=200]]

Ontológicamente hablando, la belleza es, ya lo vimos, un trascendental; lo que significa que en grados distintos abarca todo lo creado y en mayor medida la creación artística, cuyo propósito fundamental es profundizar en la realidad para convertirse en un modo de conocimiento de primerísimo orden. Pero la belleza no es sólo un trascendental más, sino la culminación y perfección de los demás, es decir, la verdadera belleza, tal como la entendemos en este contexto, se basa en la manifestación de lo uno, lo verdadero y lo bueno constituyendo su cúspide. En este sentido, exige la participación de la persona entera y afecta e implica íntegramente al hombre. La vivencia de la belleza conmueve cuerpo y alma, permite sintonizar y consentir — en el sentido etimológico de la palabra— con los estímulos que emanan de la obra de arte y de los fenómenos bellos en general.

«El reconocimiento de la realidad como bella no puede, por lo tanto, reducirse al simple conocimiento intelectual, lleva a pensar más bien en una manera de conocer que prescinde del laborioso desarrollo del razonamiento y que, de algún modo, involucra a toda la persona, sobre todo sus capacidades cognoscitivas; una suerte de conocimiento por connaturalización, similar en cierto sentido al conocimiento del bien por parte de la razón práctica, pero a la vez diferente, en cuanto no está orientado al obrar, sino a la sola contemplación de la realidad en su perfección, precisamente en su belleza» (Yarza 2004, 172).

Desafortunadamente, estas consideraciones ayudan poco en la labor definitoria de la belleza, sólo desplazan la dificultad ampliando el ámbito de incidencia al comprometer al hombre integral y los trascendentales cuando éstos, siendo categorías supremas, por naturaleza son de difícil acceso. Ahora bien, para indagar en la belleza artística me parece provechoso y clarificador establecer una distinción entre, por un lado, la plasmación fáctica de un mundo posible en una obra de arte concreta y, por otro, la dimensión trascendental u óntica que adquieren estos hechos y que, en la obra lograda, consiguen que se haga transparente el ser. Es esta dimensión óntica la que descubre lo universal ejemplificado en lo individual. La obra de arte mostrará, pues, unas figuras, un estado, una situación o una actuación concretos, una vida posible, a través de los cuales reluce la dimensión óntica. La contingencia de lo fáctico se desvanece a través de la ficcionalización para convertirse en reflejo del ser. Esta operación ofrece, por un lado, la demostración de las cosas como son y, por otro, evidencia cómo deberían ser.

Ya lo advierte claramente Aristóteles al comparar la labor del historiador con la del poeta, afirmando que el primero tiene que ver con lo fáctico, «dice lo que ha sucedido, y el otro lo que podría suceder. Por eso — añade — también la poesía es más filosófica y elevada que la historia» (Poética, 1451 b). Forzosamente la obra literaria tiene que presentar figuras individualizadas —aunque ficticias— unas veces implicadas en un conflicto que se desarrolla en un tiempo y un espacio determinados, otras veces transmitiéndonos un estado anímico, una aspiración o una preocupación, pero siempre como circunstancias concretas que en la buena obra se revelan como universalmente aplicables en un análisis más detenido que desvelará la dimensión óntica de la obra. Como la representación no puede alcanzar nunca la máxima coincidencia trascendental y perfección artística sino sólo diversos niveles de aproximación se limitará consecuentemente el grado de belleza.

Por otra parte, es bella toda realidad y toda obra realizada con perfección plena o parcial que nos revela el ser tanto sensorial como intelectualmente. Transmisor de belleza pueden ser antropológicamente un sinfín de acciones y reacciones humanas al igual que artísticamente hablando toda obra de arte que la representa pictórica, escultórica o literariamente; bella es también —para los entendidos— la elegante solución de un problema matemático.[[wysiwyg_imageupload:1549:height=153,width=200]]

La fealdad como opuesta a la belleza puede generarse, en su nivel más prosaico, por ausencia de habilidades artesanales del artista —faceta que no se contempla aquí— por otro, por deformaciones e imperfecciones intencionales con el fin de señalar anomalías o abusos en la realidad, obedeciendo en estos casos a las exigencias de la verdad y la bondad implicadas en todo quehacer artístico. Las numerosas representaciones de torturas y martirios que a menudo se representan en y con cuerpos bellos —baste pensar en los abundantes cuadros que representan a san Sebastián atravesado de flechas— aconsejan establecer una distinción entre la auténtica fealdad corporal y la presentación de bellos cuerpos mutilados. En el primer caso la fealdad es, por así decir, inherente y en el segundo es causada por intervención ajena. La reacción a la fealdad, por así decir natural, es casi siempre la repulsión mientras que la mutilación produce compasión además de cierta aversión. Un caso muy interesante, por mezclar los dos modos, es el Tríptico de las tentaciones del Bosco cuyos cuadros constituyen una verdadera lección de la expresividad y de la esteticidad de lo feo. No queda espacio para tratar las implicaciones de la catarsis aristotélica que presupone la representación de los actos feos, malvados o inconscientemente monstruosos que generan temor y compasión en los receptores; en ellos se supone, obviamente, un conocimiento de la verdad y la bondad y una sensibilidad para detectar su ausencia.

Desde sus albores el arte ha buscado constantemente la innovación aunque no haya sido exclusivamente para generar fealdad; el caso es que por naturaleza el arte no puede ser reiterativo. La propia individualidad del artista ya lo impide. Ahora bien, si sólo se experimenta con la fealdad para provocar o rebelarse contra las justas exigencias del arte, la experimentación deja de ser y tener un valor estético. Si con los experimentos no se revela mejor y más auténticamente la realidad, el experimento no será más que un juego huero e intrascendente o incluso un hostigamiento que parte de una concepción equivocada del arte y del universo. El llamado feísmo como corriente artística cultiva la actitud de lo feo por lo feo con una visión tremendista y catastrofista del mundo de la que Picasso en muchas de sus obras es un caso paradigmático 7. Surge la sospecha de que la fealdad se utiliza como provocación antiestética, como antiarte, como prurito de «épater le bourgeois» 8, que poco tiene que ver con la fealdad sugerente que incita la sed de verdad y bondad. Así es que uno no sabe cómo reaccionar, por ejemplo, ante la obsesiva obesidad que caracteriza las figuras en las obras de Botero o la no menos insistente anorexia de las estatuas de Giacometti que no carecen de cierta gracia y a lo mejor estimulan el deseo de disminución o aumento de peso pero no satisfacen plenamente la sed de trascendentales.

Desde una perspectiva ontológica, la fealdad es una realidad obvia. Existe lo feo ya que por principio cada concepto incluye obligatoriamente su negación: el ser se opone a la nada, lo bueno a lo malo, la verdad a la mentira, y por tanto, la negación de la belleza es la fealdad. Es una deficiencia en el sentido de belleza incompleta o deformada. La cuestión que se nos plantea es: ¿hasta qué punto y de qué manera la fealdad en el arte puede constituir un valor estético positivo? Si el objetivo supremo del arte no es la plasmación de la belleza meramente superficial, sino el de dar fe de la realidad auténtica, no podrá prescindir de la representación de lo feo, ya que lo exige el postulado del verum y bonum implícitamente sobreentendido en el concepto de belleza. Con lo cual se produce el fenómeno aparentemente contradictorio de que lo feo se convierte en faceta de lo bello o por lo menos de lo estéticamente válido y necesario en el arte 9. No faltan las demostraciones de esta realidad en todas las artes; baste pensar en las representaciones pictóricas, escultóricas y literarias de lo maligno, lo monstruoso, de los horrores, crueldades y catástrofes de toda índole.

Parece que se practica una remodelación del postulado horaciano que recomendaba a los poetas mezclar lo utile y lo dulce, es decir, que enseñen deleitando, postulado que con esta visión se convierte en la exigencia de mezclar lo utile y lo turpis, lo provechoso con lo feo. A esto hay que añadir que el utile puede interpretarse de dos maneras, ya que no sólo se refiere al delectare como entretenimiento y diversión sino también al deleite que puede producir la hechura lograda de una obra.

A pesar de la existencia y frecuencia de lo feo en las artes desde sus inicios, no siempre ha sido igual su valoración. Durante largo tiempo lo feo se consideraba de rango inferior y se atribuía sólo a las circunstancias ridículas. Lo deforme y lo deslucido y espantoso se asignaba y se limitaba a la caricatura, a lo cómico y lo burdo y los géneros en los que se tematizaban. U n cambio significativo se produce con la instauración del cristianismo en el que la fealdad adquiere un rango equivalente al de la belleza. La pasión de Cristo y su imitación en numerosísimas representaciones de todas las artes, los sufrimientos, martirios y sacrificios elevaban la crueldad y lo feo a niveles de lo sublime dándoles en muchos casos un rango artístico muy elevado a estas representaciones, dependiendo naturalmente de la realización artesanal apropiada. La razón de este cambio de perspectiva salta a la vista, ya que aquí también se incluyen más palpablemente en la mera representación fáctica las dimensiones de la bondad y la verdad que conceden al sufrimiento una categoría ennoblecedora y salvífica. Aquí se ilustra también manifiestamente la íntima compenetración de lo sensorial y lo intelectual o espiritual, como veremos con más detalle.[[wysiwyg_imageupload:1550:height=209,width=200]]

En estos casos, y actualmente, se atribuye a la fealdad un estatus equivalente al de la belleza. Hoy en día a veces parece incluso que los artistas, por motivos diversos, se regodean con lo feo y tratan de invertir el orden de prelación. Antropológicamente hablando se debe mantener que el hombre siempre y espontáneamente prefiere y experimenta más placer contemplando lo bello que lo feo, lo mismo que le agrada más la verdad que la mentira. Pese a todo, aun cuando la fealdad puede ser reveladora y formativa, el hombre se orienta naturalmente hacia lo bello y lo bueno. U n caso paradigmático lo constituyen acaso los cuentos de hadas, que confrontan a los receptores con figuras feas y malévolas y situaciones peligrosas y crueles; significativamente los problemas y calamidades que padecen sus protagonistas se solucionan con un final feliz, con la recuperación de un mundo sano e incólume.

Aunque nos cuesta aplicar la palabra «feo» a fenómenos no visuales, es obvio que la fealdad tampoco se limita a ellos sino que debe aplicarse, por un lado, a todos los sentidos, ya que lo malsonante, lo cacofónico es fealdad para el oído, los malos olores ofenden el olfato, los sabores desagradables constituyen una «fealdad» gustativa y lo corporalmente hiriente y doloroso aflige el tacto. La actuación injusta, ofensiva, al tiempo brutal se experimenta como mala y fea. Por tanto, la fealdad no sólo es ausencia o escasez de belleza, sino también la de los demás trascendentales. Todo lo cruel, lo malévolo, lo inhumano en general como infracciones contra la bondad y la verdad constituyen sendas muestras de la fealdad intelectual o espiritual.

La misma variedad de lo feo sensorial nos revela hasta qué punto los conceptos de belleza y fealdad constituyen casi siempre una mezcla o por lo menos un solapamiento de percepciones sensoriales junto con experiencias afectivas y morales difíciles de desentrañar en muchos casos. La extrema cercanía entre belleza, bondad y placer, por un lado, y fealdad, maldad y dolor, por otro, se observa tanto en la producción como en la recepción artísticas. Si necesitáramos otra prueba de la estrecha vinculación de los trascendentales en el arte en esta circunstancia se nos ofrece.

Una obra de arte se sitúa más cercana de lo conceptual y lo intelectual cuando el artista se limita a plasmar únicamente rasgos esenciales en forma de líneas, volúmenes amorfos y colores como ocurre en las artes plásticas no figurativas ya que se circunscriben a la alusión y a la abstracción máxima reduciendo al mínimo imprescindible los recursos sígnicos. Por esta razón, el llamado arte abstracto se aproxima más a la matemática y la filosofía que la representación mimética de las artes figurativas. Schelling caracteriza el arte en general alabando su capacidad de hacer perceptible lo infinito en lo finito. El idealista alemán todavía no pudo saberlo, pero esta función encuentra su forma más depurada en la ausencia de figuración de las artes plásticas, mientras que en la música es procedimiento inevitable y consuetudinario; por definición la música es aconceptual, por lo menos si no está acompañada por un textocantado o hablado.[[wysiwyg_imageupload:1551:height=148,width=200]]

Salta a la vista que tal reducción conlleva el peligro de que la obra de arte pueda resultar fría y oscura o simplemente falaz, ya que a menudo se pierde la imprescindible intersubjetividad que debería garantizar una mínima comunicación entre emisor y receptor. E. D’Ors habla en este orden de ideas de «cuaresma del arte». U n ejemplo ilustrativo de este aislamiento del artista y de su distanciamiento del receptor me parece ser el cuadro Blanco sobre blanco de Kasimir Malevich que se concibe como abstracción total —designada por el pintor mismo como suprematismo—; establece sus propias reglas de juego intraartísticas sin posible aplicación a la realidad externa. Representa, a mi modo de ver, una imaginaria e imposible unidad sin diversidad, una verdad que sólo refiere la existencia del mismo cuadro y una bondad que a lo sumo puede demostrar la impecable hechura artesanal del color blanco, pero que carece completamente de una dimensión ética y de correspondencia con la realidad. Es un caso límite en el contexto nuestro porque tampoco es la representación de la fealdad, propiamente dicha. Ni es feo ni bello, se mueve en el terreno neutro de la experimentación intrascendente.

Yarza observa acertadamente respecto de las obligaciones del artista: «Aunque sus contenidos inmediatamente perceptibles sean a primera vista negativos, todo arte verdadero debe —más o menos conscientemente — expresar la aceptación de lo real, su profundo misterio. Si se rechaza la realidad y el esfuerzo se concentra en expresar el vacío, en imitar la nada, el arte entonces, con mucha probabilidad, se desvanece, se vacía; si no se desea asentir al mundo, a la realidad, el arte tiene poco o nada que comunicar, corriendo el peligro de anularse a sí mismo. [… ]

Todo artista es consciente del poder de su arte y sabe que puede utilizarlo de modo honesto o instrumental, permaneciendo fiel a la inspiración o apartándose de ella; sabe que puede humanizar el mundo y la sociedad, y sabe también que con su arte puede adquirir una fácil popularidad y, en muchos casos, también un notable beneficio personal. El artista es verdaderamente libre cuando sabe respetar las exigencias propias del arte, sin ceder a otros fines, sin instrumentalizar sus propias capacidades».

Naturalmente hay que tener en cuenta la diversidad de las artes, tanto en su substrato como en sus recursos ya que no todas permiten el mismo grado de abstracción o de figuración.

Nos ha de ocupar otra cuestión espinosa y de suma importancia en la interpretación y jeraquización de la fealdad artística. ¿El hombre advierte la ausencia de belleza y bondad al percibir lo feo y lo malo representados en una obra de arte? ¿La ausencia o carencia de belleza, verdad y bondad en una obra de arte despiertan en el receptor el anhelo de estos trascendentales? ¿No es precisamente un logro si el artista es capaz de generar esta sed de belleza y bondad a través de la hábil omisión o de la insistente plasmación de lo feo y lo malo? Estoy hablando de una sensación personal que experimenté contemplando el cuadro Saturno devorando a sus hijos de Rubens cuyo impacto estético se genera, a mi modo de ver, a través de la demostrativa sugestión de la fealdad y de la crueldad o, quizá más acertadamente, de la bestialidad. La ostentativa omisión de belleza y bondad alimenta en el espectador un fuerte anhelo de su restitución. No responde a la recomendación de «predicar con el ejemplo» sino a la de «chocar con el contrario» para obtener de este modo una reacción positiva de los espectadores. Quien necesitara una demostración de la implicación de la ética en el arte y la belleza, aquí la encuentra nuevamente. Este cuadro es también un paradigma de la importancia del contexto histórico o, en este caso, mitológico para la interpretación de una obra de arte. Pero si, por otro lado, este mismo espectador careciera de la sensación innata de que son bellos el bien, la solidaridad y la justicia y que son feos el odio, la injusticia y la crueldad, tampoco podrá interpretar y calibrar lo que el artista quiere sugerir con la representación de lo feo en esta obra. Las mismas consideraciones son aplicables a innumerables retratos de personas mayores, heridas o enfermas cuya belleza resulta indiscutible porque sus deficiencias, por así decir, de superficie, resultan enaltecidas y superadas por su dignidad y su nobleza internas. Junto con un sinfín de retratos de personas mayores, el San Jerónimo de Van Dyck puede ser modélico.[[wysiwyg_imageupload:1552:height=183,width=200]]

La literatura es el arte privilegiado de la manifestación del obrar y sentir humano, gira en torno a la vida posible con todo lo que ello implica. Una de las particularidades sobresalientes de la literatura es que el material en el que configura sus obras es el lenguaje. Y este lenguaje es un material sui generis por el hecho de que por necesidad no puede presentar directa e icónicamente figuras y circunstancias como lo pueden hacer la pintura y la escultura, sino que debe echar mano de la palabra que designa las cosas de modo indirecto; no muestra sino que dice, hecho que implica que la comprensión de lo dicho debe realizarse a través de una operación mental y racional previa que hace surgir la realidad mentada. Obviamente este procedimiento crea un distanciamiento entre objeto artístico y receptor, por consiguiente, entre lo expresado y su percepción mental, ya que la mera percepción sensorial de la literatura se limita a la identificación de letras, palabras y texto o de sonidos, en el caso de la recepción auditiva. Esta particularidad de la materia prima de la literatura genera las dos facetas características del lenguaje: la fonética y la conceptualidad. La primera atañe precisamente a la percepción sensorial y se asemeja en este sentido, aunque remotamente, a la música, la segunda atañe a la percepción y la comprehensión intelectual.

Por consiguiente, el lenguaje literario ofrece los recursos para crear tanto belleza y fealdades sensoriales como intelectuales y morales. Surge inmediatamente la pregunta: ¿qué tienen de bello y de feo las letras o los sonidos y su combinación en palabras? En principio nada. Lo que sí hace que nos suenen bellas o feas es casi exclusivamente el significado que transportan las palabras y que se plasma en el texto que constituyen. Lo cacofónico en la literatura es, pues, una combinación malsonante de sonidos vinculada con un significado desagradable. Es un añadido que el receptor les otorga a través de la interpretación. Veamos un ejemplo que puede ilustrar lo dicho. En el conocidísimo soneto garcilasiano Oh dulces prendas por mi mal halladas el yo lírico lamenta amargamente que la amada no corresponde a su amor y los dos tercetos terminan así:

Pues en una hora junto me llevastes

todo el bien que por términos me distes,

llévame junto el mal que me dejastes;

si no, sospecharé que me pusistes

en tantos bienes porque deseastes

verme morir entre memorias tristes.

Sospecho que las rimas de estas dos estrofas son de las más feas de la lírica española. Pero lo son adrede porque subrayan fonéticamente el sentimiento doloroso e incisivo de separación y desesperación que quiere evocar el poeta. No es precisamente musical y melodiosa la triple repetición de «-astes» e «-istes», sino que a través de lo evocado en el soneto resultan hirientes al oído. Queda patente que sí se puede evocar fealdad a través de la lengua, incluso a través de sus sonidos aislados, pero su descubrimiento y su eficacia dependen del contenido que expresan o que se crea a través del texto. El llamado fonosimbolismo, que sostiene que los sonidos de por sí ya son portadores de significados, debe tratarse con extrema cautela. La disonancia en la música funciona autónomamente como una especie de desviación de lo armónico que espontáneamente se espera en la audición. Pero ahí está también el feísmo de la música dodecafónica y atonal que rompe intencionalmente la habitual eufonía obedeciendo a esquemas matemáticos y experimentales. ¿Y quién sabe si no es también reflejo de una cosmovisión igualmente desgarrada y estridente?

Como la música, la literatura, en concordancia con el significado que presentan las palabras y el texto, posee igualmente recursos de creación de belleza eufónica que no hace falta ejemplificar porque abundan las obras bellas que justifican la denominación bellas letras.

La segunda faceta del lenguaje literario, la conceptualidad, evidentemente ofrece todas las posibilidades de crear belleza y también fealdad intelectuales y morales. El lenguaje es capaz de evocar la mayor felicidad y las circunstancias más hermosas, pero también puede, y hay abundantes muestras, configurar horrorosas crueldades, maldades y crímenes que forzosamente no carecerán de fealdad. Pero allí está también la fealdad bella, el escándalo de la estética cristiana de la que hablamos ya en términos generales. Son innumerables los testimonios literarios de la pasión, de descripciones de tormentas y martirios, de la formosa deformitas de la que hablaba Bernardo de Clairvaux. Pero la bella fealdad literaria no se limita a la humilitas passionis, a la evocación de la estética de lo feo en el ámbito sacro; Yarza opina que «una novela puede expresar, de manera más directa e inmediata que un tratado de antropología o de ética, muchas verdades relativas al hombre y a su conducta, y puede hacerlo paradójicamente a través de formas […] imaginadas, inventadas».[[wysiwyg_imageupload:1554:height=210,width=200]]

Recordemos como paradigmas las crueldades en la tragedia, como por ejemplo las desgracias de Edipo, en la epopeya homérica, las crueldades de Polifemo y, en una novela moderna, el asesinato cometido por Raskolnikov en Crimen y castigo de Dostoievski, y no hace falta buscar más ejemplos para verificar la existencia de lo bello feo en la literatura.

No cabe duda de que la representación literaria tanto de la belleza y la bondad como de la maldad y la fealdad origina en los receptores la sensación de agrado o desagrado respectivamente. En el fondo esa combinación de lo estético con lo ético es la que se pretende conseguir con la presentación de un conflicto humano. Toda obra literaria de una manera u otra presenta una vida posible en las más diversas facetas, que pueden ser alegres o tristes, agradables o dolorosas e incluso las dos cosas a la vez. Y lo alegre y agradable se asocia normalmente con lo bello y lo triste y doloroso con lo feo. Sin embargo, se puede producir también un efecto deleitoso en la representación lograda de lo doloroso. Esta situación aparentemente contradictoria de lo desagradable y lo feo que producen placer se explica si tenemos en cuenta que una cosa es el placer que produce lo bien hecho, lo estético en general, y otra el efecto que produce lo cruel y lo feo. El deleite de la representación lograda de lo feo no se debe a lo feo sino a la lograda adecuación formal de un contenido desagradable; adquiere más peso estético la realización conseguida que el contenido que representa.

Tampoco contemplamos en este contexto las deficiencias artesanales que pueda ostentar un texto literario por falta de competencia profesional de su autor. Por supuesto, existen muchísimos textos estilísticamente malogrados que no aciertan con la formulación adecuada del contenido que pretenden plasmar y transmitir. Nos da la pauta y el criterio Ignacio Yarza al sostener que: «La obra de arte, una vez acabada, adquiere una vida propia independiente de la vida del artista, por ello deberá ser valorada, como las realidades naturales, según su perfección específica, no según la intención del autor, en muchos casos difícilmente reconocible. [… ] El artista es moralmente responsable, en su condición de artista, cuando sabe respetar el fin propio de su arte, cuando libremente salvaguarda su finalidad de manifestar belleza, y, en consecuencia, también la verdad y el bien».

Si la belleza es la manifestación sensible de la idea como sostiene Hegel, esta afirmación no se refiere exclusivamente a la idea placentera, agradable, deleitosa sino también a la desagradable, dolorosa e hiriente. Esta apertura de lo estético a la fealdad amplía nuestro horizonte de contemplación de la obra de arte y permite descubrir que la estética cubre un espectro de representaciones mucho más amplio de lo que comúnmente se considera ya que incluye también la plasmación artística del dolor, de la crueldad, del sufrimiento y de las miserias humanas en aras de la verdad, de la bondad y del ennoblecimiento del hombre y de la naturaleza. Nos demuestra que las bellas artes incluyen con el mismo derecho de ciudadanía las artes feas, porque el arte no está comprometido exclusivamente con la belleza sino con todos los trascendentales. Es más, tenemos que hacernos a la idea de que belleza es un concepto tan amplio que permite contemplar, sin temor de contradecirse, la posibilidad y la realidad de la belleza de lo feo.

 

NOTAS

1 I. Yarza, Introducción a la estética, Pamplona, Eunsa, 2004, 193.

2 Véase a este respecto el estudio de A. GethmannSiefert, Hegels These vom Ende der Kunst und der Klassizismus der Ästhetik, HegelStudien, 19, 1984, 205258.

3 París, PUF, 2000.

4  Véase nota 1.

5 A. GethmannSiefert, Einführung in Hegels Ästhetik, München, Fink (UTB), 2005. La misma autora publicó también en 2005 una reedición de la Philosophie der Kunst de G. W. F. Hegel, Francfort del Main, Suhrkamp, 2005. Véase también, R. Alvira, Dimensión filosófica de las artes, K. Spang, ed., Las artes y sus modos, Actas del Coloquio Internacional: Las artes y sus modos, Pamplona, EUNSA, 2003, 1728, y J. L. González Quirós, Repensar la cultura, Madrid, Eiunsa, 2003.

6 «Su peculiar cognoscibilidad depende de su naturaleza; precisamente porque es una propiedad que manifiesta el bien y, al menos indirectamente, el ente, la belleza escapa a toda limitación conceptual» (Yarza 2004, 168).

7 Consúltese a este respecto el ensayo «Pablo Ruiz Picasso, el Guernica, y los críticos» de Federico Suárez, Ensayos moderadamente polémicos, Madrid, Rialp, 2005, 1149.

8 Véase también A. Julius, Transgresiones: el arte como provocación, Barcelona, Destino, 2002; Véase también A. GethmannSiefert, «Hegel über das Häßliche in der Kunst», Hegels Ästhetik. Die Kunst der Politik Die Politik der Kunst, 2 parte, ed por A. Arndt, K. Bal y H. Ottmann junto con W. van Reijen. HegelJahrbuch 2000, Berlín, 2002, 2141.

9 El título de la publicación de las actas de un coloquio con el significativo título Die nicht mehr schönen Künste (Las ya no bellas artes) puede despertar la sospecha de que la fealdad en el arte es un fenómeno reciente, si bien ya los propios colaboradores demuestran su existencia desde la poesía griega y hasta el moderno Pop art. H. G. Jauß, ed., Die nicht mehr schönen Künste. Grenzphänomene des Ästhetischen, Poetik und Hermeneutik, III, Múnich, Fink, 1968.

Catedrático emérito de Teoría de la literatura. Universidad de Navarra