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  Yo no estoy loco, sino cuando sopla el nornordeste;
pero cuando corre el sur, distingo muy bien un huevo de una castaña.
Hamlet.

I

  Habíamos pasado una alegre velada. Nuestras estrellas no habían atenuado su poco desdeñable influjo sino a la alborada; y mientras Phoebus se alzaba, «jocundo sobre la cima de las montañas neblinosas», yo me dedicaba a ajustar el pie en el estribo y montar sobre mi noble corcel Príamo, para abrirme camino por un pasaje cercano y a través de estrechos senderos indios hacia mis aposentos, en la pequeña ciudad de C., al borde mismo del Misisipí. Eramos una docena, alegres jaraneros todos, medio ebrios de vino y de risas, y el viaje de siete millas se hizo breve. En menos de dos horas ya me encontraba dormitando cómodamente en mis propias sábanas y soñando con las gemelas del viejo Hansford Owens.

Y bien valían un sueño aquellas preciadas damiselas. En verdad parecían haber pasado ipso facto a formar parte de mi existencia. Acaparaban mis pensamientos, estimulaban mi imaginación y -si no es impertinencia revelar algo del corazón de un voluble muchacho de dieciocho años- allí estaban ellas, en lo más profundo del mío -ambas, permítaseme decir, por cuanto siendo gemelas, estaban dotadas de igualdad de derechos de natura-. Todavía no había yo llegado a determinar cuál de ellas me cautivaba más, si acaso esto fuera posible. Una tenía la piel clara, la otra oscura; una era pensativa, la otra alegre y feliz como un cascabel en manos de Venus. Susannah era mansa como buena hija de Anciano; Emmeline, tan traviesa que bien podría haber turbado al santo más manso del calendario, por muy digna pose que exhibiera en su pedestal. Confieso que aunque pensaba constantemente en Susannah, siempre procuraba a Emmeline primero. Era la morena: una de estas bellezas resplandecientes, chispeantes, efervescentes -perpetuamente desbordante, exultante-, rebosante de apasionantes fantasías que correteaban de puntillas, casi volando, a través de sus pensamientos. Era una criatura que te hacía hervir la sangre en el pecho -que te hacía elevarte por encima de tus pies y soñar, por un instante, que tus talones tenían tanto derecho al mando como tu cabeza. Agraciada también -radiante, si no absolutamente perfecta en sus facciones; su influencia, cual la del sol, te exponía permanentemente a una suerte de resplandor. Cantaba bien, hablaba bien, bailaba bien -siempre ligera y viva-, parecía nunca necesitar descanso y, dicho sea también, rara vez se lo concedía a los demás. La danza era su gracia y gloria suprema. No era ninguna Taglioni ni ninguna Ellsler, no es eso lo que insinúo, pero sin duda era una artista nata. Todo movimiento era un estudio. Toda mirada era vida. Su forma se entregaba a la más dulce exuberancia de la pose y se alzaba en movimiento con una suavidad tan exquisita como si fuera Venus emergiendo sobre la espuma del mar; y puesto que portaba su propia afectación de manera tan natural, te hacía anhelarla y contemplarla como parte esencial de su encanto, confieso. ¡Pero no! ¿Qué digo? ¿Por qué haría yo tal estupidez?

Susannah era una criatura muy diferente. Era una chica de piel clara, incluso algo pálida, quizás, cuando sus facciones estaban en reposo. Tenía un pelo rubísimo, suave y frondoso, y ojos azul oscuro. Esta, en vez de hablar, observaba; era de pocas palabras y muchas miradas. En su silencio, en cambio, no era necesariamente silenciosa. Por el contrario, su misma mudez comportaba con frecuencia un significado, que se transmitía a través de su mirada sin requerir más aclaración. Parecía ser capaz de leerte en un golpe de vista, pero la límpida dulzura de su mirar la descargaba de ofensa alguna en ello. Si Emmeline era la gloria de la luz del día, Susannah era la soberana de la sombra. Si la canción de la una te llenaba de exultación, la de la otra despertaba toda tu ternura. Si Emmeline era la criatura de la danza, Susannah era la atrayente y seductora Egeria, que podía arrancarte de tu propia presencia en los momentos de respiro y reposo. Por mi parte, sentía que podría pasar todas mis mañanas con la primera y todas mis tardes con la segunda. Susannah, con sus ojos grandes, azules y lacrimosos, y sus escasos aunque susurrantes y siempre suaves acentos, brillaba sobre mí al caer la noche, como esa última estrella que aguarda en la bóveda nocturna la llegada del amanecer azul zafiro.

Así eran las doncellas; y todas estas fantasías, por no decir sentimientos, eran fruto de haberlas tratado tan sólo tres cortos días; pero en aquellos tiempos, los pensamientos viajaban alegre y rápidamente -cuando todo lo que toca a las fantasías y a los afectos es captado en un instante, como si la mente no fuera más que una amalgama de instintos, y las sensibilidades, con mil delicadas antenas, estuvieran siempre a mano para hacer de ellas presa.

Squire Owens era un hacendado de condición aceptable. Era viudo, con estas dos hijas preciosas y adorables á su cargo, nada más. Pero, ¡líbreme el cielo! Mi corazón distaba mucho de ser calculador. Ni la riqueza del padre ni la belleza de las chicas me habían movido a pensar en el matrimonio. La vida era lo suficientemente placentera así sin más. ¿Por qué añadirle cargas? Déjate, decía yo. No deseaba en absoluto ser más feliz. Mis pensamientos nunca habían dado cabida a la idea de una esposa. En qué hubiera desembocado una relación frecuente con aquellas damiselas, nadie lo sabe; pero por el momento, me contentaba con bailar con Emmeline, fantasear con Susanah y… ¡que viva el devaneo!

No habré de decir nada más de mis sueños, ya que el lector de sobra conoce su fondo. Aquel día me acosté tarde y me levanté justo a tiempo para el almuerzo, que en aquella casi primitiva región tenía lugar a las doce en punto del mediodía. No tenía apetito. Un arenque y una soda hubieran bastado, pero semejantes cosas no se gastaban en aquella casa. Soporté, lo mejor que pude, tanto el día como el dolor de cabeza; dormí profundamente aquella noche, albergando ora las más cautivadoras fantasías con Emmeline, ora los más gratos sueños con Susannah; la una o la otra estaban siempre presentes, usurpando el lugar de una brillante y particular estrella en lo más fecundo de mi imaginación. Lo cierto es que, en aquellos días de gloria, mi ingenuo corazón no intuía terror alguno en la poligamia. Me levanté como nuevo, fresco y ansioso por comenzar un nuevo día. Apenas había terminado de engullir el desayuno, cuando Príamo estaba ya a la puerta; pero mientras me disponía a montar, con los pensamientos colmados de las mansas virtudes de Susannah, fui detenido y abordado por ni más ni menos que Ephraim Strong, el herrero del pueblo.

-Veo que sales de viaje.
-Sí.
-Hacia Squire Owens, me supongo.
-Cierto.
-Pos pega el ojo al camino, que dicen que el famoso Archy Dargan sascapao de la cárcel de Hamilton.
-¿Y quién es ese Archy Dargan?.
-¿Cómo? ¿Qué quién es? Pues el loco que estaba encerrao ahí, hará cosa de dos años.
-¿Así que un loco?
-Sí, y furiento como pocos. El hombre blanco más astucioso que haiga. Habla como un libro y se las sabe todas el mu escuderrizo. Al principio, te eres que está cuerdo como cualquier otro, pero de repente salta, como un caballo desbocao, y cuando te quiés dar cuenta, ¡zas! Ta roto la cara. Cuando embiste, es cuchillo o pistola, hacha o palo, lo primero que agarre. Ya se ha cargao a dos, y degollao a otro que casi lo mata. No taconsejo que te lo encuentres, anda con mil ojos.
-¿Qué tipo de hombre es?
-¿De aspecto?
-Eso mismo.
-Pos digo yo que más o menos como de tus carnes. Es joven y larguilucho, de piel clara, pelo castaño y un ojo azul agudo y veloz que no mira nunca fijo. Estate ojo avizor. El sheriff con su ven y cógenos si te atreves ha salió a por él, pero éste esquiva que da gusto, y ya les llevaba ventaja doce horas antes que le echaran de menos.

II

 Tales noticias no me inquietaron. Tras llegar a la rápida conclusión de que sería extraño encontrar a un loco en las afueras y por la carretera, dejé a un lado el asunto. No había lugar en mí sino para meditaciones placenteras. La blanca Susannah acaparaba ahora mis fantasías soñadoras y, dándole la vuelta a la fusta, cuya asa de marfil cubierta de plomo se me antojaba ser arma suficientemente potente para conjurar el peor de los peligros, me despedí de mi amigo herrero y me lancé presto por el camino. Galopando a paso constante llegué a las afueras de la población y, una vez en el bosque, me regalé con la deliciosa despreocupación de la juventud, hasta sus más placenteras y seductoras imaginaciones. Calculo que había recorrido una milla o algo más -habiendo dejado ya muy atrás la historia de aquel perturbado- cuando un giro repentino en el camino me dejó ver a una persona, también a caballo, que se acercaba hacia mí a trote ligero, a unas veinticinco o treinta yardas de distancia. Su aspecto no denotaba nada de particular. Era un sencillo granjero o leñador, vestido con ropa hecha a mano y montado en un animalucho rechoncho recién sacado del campo. El jinete era un individuo enjuto de largas piernas, de unos treinta años de edad. Parecía bastante inocente, un tipo simplón y boquiabierto del que a primera vista se intuye que no osaría prenderle fuego a ningún bosque de los alrededores. Pertenecía evidentemente a una clase tan humilde como simple era su condición, pero yo fui educado en una escuela donde aprendí que la pobreza exige tanta cortesía como la riqueza. En consecuencia, a medida que nos íbamos acercando, me dispuse a otorgarle el reconocimiento habitual de todo paisano que se encuentra en el camino. ¿Qué dice Scott? No sé si recuerdo bien la cita:

 «No se saluda en bosques remotos como se acostumbra en calles apacibles».

 Así que, haciendo acopio de mi mejor humor, redondeé los labios en forma de sonrisa y preparé mi salva. Ahora bien, para explicar el efecto que aquello causó, debo advertir que mi apariencia personal en aquella época era bastante fiera e impresionante. La risa colmaba mi rostro y mi carácter desprendía euforia por los cuatro costados. Tenía el pelo muy largo; éste caía en cascada sobre mis hombros, sin la menor oposición por parte de la gorra que solía llevar puesta, la cual llevaba en mano junto a la fusta mientras avanzaba bajo la sombra de aquellos robustos árboles. Según se acercaba el forastero, extendí el brazo, con lo que la gorra y la fusta se elevaron en el aire, y con un brillante y generoso ejercicio de pulmones grité: «¡Buenos días, amigo mío! ¿Cómo te está tratando el mundo hoy?».

El efecto de tal salutación fue prodigioso. El tipo no dio respuesta alguna. Ni una sola palabra, ni una sola sílaba, ni el más mínimo ademán con la cabeza, mais, tout au contraire… Si no hubiera sido por la dilatación de sus desconcertadas pupilas y la caída de su mandíbula inferior, sus facciones bien podrían haber sido cinceladas en piedra, y mostraban una expresión de consternación; le vi despertar del letargo en el que parecía sumido y agarrar la brida, tras lo cual se agazapó en la silla, retuvo al caballo y, como con súbita resolución, se arrimó al otro extremo del camino tanto como se lo permitieron los árboles. La maleza era demasiado espesa como para permitirle adentrarse en el bosque en el lugar donde nos encontramos, de lo contrario lo hubiera hecho sin dudarlo. Algo estupefacto por ver aquella reacción, dije algo, no logro recordar qué, lo que tuvo un efecto todavía más impresionante en él que mis palabras anteriores. Nuestros caballos estaban ya a punto de cruzarse – la vía por la que transcurríamos era un simple camino de carros, de digamos unos doce pies de ancho. Yo hubiera alcanzado a tocarle con la gorra al pasar y, puesto que todavía la llevaba alzada, él parecía imaginar que tal era mi intención, ya que inclinando su cuerpo entero al lado contrario sobre su jamelgo, a semejanza de los comanches cuando pretenden lanzar una flecha a su enemigo bajo el cuello, hizo que sus tacones, aunque desprovistos de espuelas, fustigaran con la rapidez más asombrosa ambos flancos de su adormilado animal, y ciertamente no en vano. La bestia arrancó al trote, después pasó al medio galope y finalmente al galope, lo que muy pronto puso tierra de por medio entre los dos, puesto que íbamos en sentido contrario.

«¡Ese tipo está loco!», pensé y exclamé mientras, ladeando el caballo, le vi mirando hacia atrás, todavía hincando los tacones en los costados de su renuente jaco. Al instante siguiente hallé la solución al asunto. Este sencillo paisano había escuchado la historia del desequilibrado dé la cárcel de Hamilton. Mi cabeza descubierta, mi pelo largo al viento, mi conducta eufórica y mi salutación ruidosa y quizá insólita, le habían convencido de que se trataba de mí; y no se me ocurrió más que seguir el juego hasta el final, así que, con un amor infatigable por la frivolidad, lo que me ha causado más de un quebradero de cabeza, coloqué la fusta sobre el cuello del caballo y le dirigí en persecución de aquel individuo. Era un buen jamelgo el mío, así que muy pronto la distancia entre mi presa y yo quedó reducida. Al escuchar las pisadas a su espalda, el atemorizado fugitivo redobló sus esfuerzos. Se empeñó en ello con todas sus energías, zurrando los costados del asno con renovado ahínco; y así le obligué a seguir durante una milla, hasta que las primeras casas del poblado se hicieron visibles a la distancia. Después me volví camino a casa de los Owens, riéndome a carcajadas de tan inusitada persecución y la no encubierta consternación del lugareño. La historia aportó harto regodeo a mis hermosas amigas Emmeline y Susannah. «Es tan ridículo pensar que alguien como yo sea tomado por un loco, que ese tonto bien merecía el escarmiento». En aquellos puntos estábamos todos totalmente de acuerdo. Pasamos una noche encantadora y la compañía no se separó hasta cerca de la una de la madrugada. Nos divertimos y gozamos con los violines; bailé con las gemelas por turno, y más de una vez con una tal Miss Gridley, una chica muy hermosa que se encontraba allí. Squire Owens estaba de un humor inmejorable y, «no faltaba más», me hicieron quedarme aquella noche.

III

  Un nuevo y delicioso día nos amaneció al siguiente. El desayuno se convirtió en una feliz imagen de familia, que yo comenzaba a pensar, sería cruel interrumpir. Tanta calidez me invadía sentado al lado de Emmeline, y tan dulcemente se ocupaba Susannah de la cafetera, y tan patriarcal se veía el anciano supervisando el círculo que formábamos, que todas mis meditaciones favorecían la toma de ciertas medidas a fin de perpetuar la escena. La mayor dificultad se me antojaba ser la necesidad de realizar una elección entre las hermanas.

«Qué feliz sería yo con una,
Si el otro dulce encanto estuviera lejos».

Me volvía ahora de la una a la otra, lo cual sólo servía para aturdirme aún más. La mirada viva y el habla juguetona de Emmeline, su rostro que desprendía amor en forma de sonrisa y su aire eufórico y espontáneo eran majestuosos de ver; pero por otro lado, el aspecto pensativo y concienzudo de Susannah y la suave cadencia de sus tonos parecían siempre alcanzar lo más profundo de mi alma, y ciertamente eran más longevos en mi recuerdo. Presente, Emmeline era irresistible; ausente, yo pensaba principalmente en Susannah. El desayuno había concluido ya sin conseguir tomar una decisión. Pasamos a la sala y allí -Emmeline al piano y Susanah Coleridge en mano, su poeta favorito- me deleité tanto o todavía más que antes. La brillantez de la primera me dejó completamente sin aliento; y cuando le supliqué a la otra que me leyera el enternecedor poema de «Genoveva», su grave, tenue y exquisitamente modulada declamación -tan conmovedora, tan fiel al sentimiento patético y seductor, tan armoniosa incluso cuando se quiebra, tan emocionante aun a la hora de la verdad, en el susurro- me ofreció iguales trabas a la resistencia. Como asno apostado entre dos fardos de heno, mis ojos vagaban de la una a la otra, inciertos de dónde asentarse; y así pasaron las dos primeras horas tras el desayuno.

La tercera nos trajo una adquisición a la reunión. Escuchamos pisadas de caballos abajo en el patio y todos se abalanzaron a las ventanas para ver al recién llegado. No le vimos más que de refilón – un personaje alto y bien parecido, de unos treinta años de edad, con un poblado bigote y una enorme capa militar. Squire Owens le recibió en el salón y allí permanecieron juntos entre media hora y tres cuartos. Era sin duda una visita de negocios. Las chicas morían de curiosidad por saber de qué se trataba, y yo quedé desazonado al contemplar que Emmeline ya no procuraba interesarme con tanto ardor como antes. Ahora pasaba desidiosamente las páginas del libro de música, o aporreaba las teclas del piano como uno que piensa en otra cosa. Susannah no parecía estar tan perturbada, todavía seguía estimulándome con los pasajes más placenteros del poeta; pero yo me daba cuenta, o me imaginaba, que incluso ella albergaba cierta curiosidad por la llegada del individuo: volvía los ojos de vez en cuando hacia la puerta de la sala al más mínimo sonido de pasos y a veces me miraba con un ojo ausente durante mis más jugosos puntos de conversación.

Se escuchó un gran revuelo en el interior, rumores y chirridos de pasos. La puerta se abrió y, acompañado por el padre, el extraño hizo su aparición. Tenía un aire bastante distinguido. Era alto y de cuerpo simétrico y bien modelado. Su rostro era marcial y expresivo. Su tez era marrón oscura; sus ojos, grises, grandes e inquietos; su pelo, fino y alborotado. Era de porte muy erguido; la capa, bastante deteriorada, la llevaba abrochada hasta el mentón. Sus movimientos eran rápidos e impetuosos y parecían obedecer al más leve sonido, ya fuera de su propia voz o la de los otros. Se acercó hacia el grupo como si se tratara de un viejo conocido; sin duda, con las maneras de un hombre acostumbrado a codearse con la crema de la sociedad. La soltura con que se desenvolvía no le hacía preponderante, con una cortés deferencia que distinguía su conducta siempre que dirigía la palabra a las damas. No obstante, hablaba como quien tiene autoridad. Sus tonos estaban revestidos de cierto toque señorial, una convicción enfática en sus ademanes que parecía decir la última palabra en cualquier cuestión; y tras un corto espacio de tiempo advertí que, de ahí en adelante, si yo desempeñaba papel alguno en su presencia, ciertamente no era el de protagonista. Emmeline y Susannah ya no tenían oídos para mí. Me bastaba hablar para percibir una cierta medida de impaciencia en la primera, como si no se tratara sino de una interrupción de sonidos mucho más placenteros; e incluso Susannah, la mansa Susannah, dejó a un lado su Coleridge sobre una banqueta para consagrar toda su atención al imponente extraño.

Poco menos agradable efecto tuvo aquello sobre el anciano. El coronel Nelson –tal era su nombre– había venido para negociar la venta de la parte superior de su campo de molinos, un terreno de unos cuatro mil acres, cuya venta le resultaba absolutamente necesaria para evitarle ciertos aprietos. A juzgar por la conversación que habían mantenido, parecía que los preliminares serían fáciles de negociar y Squire Owens estaba de un humor auténticamente inmejorable. Era nada menos que el coronel Nelson, el coronel Nelson. Las chicas no parecían necesitar esta influencia, aunque evidentemente la apreciaban; y en el curso de la primera media hora tras su presentación, sentí que mi presencia se hacía más y más accesoria. El extraño hablaba en arrebatos de pasión -al principio en tonos suaves-, de un modo entrecortado y dubitativo, tras lo cual, como si hubiera dado con la clave, se dilataba en un torrente de palabras, elevando la voz a la par que el pensamiento, hasta que, dando un sobresalto, se colocaba encarando a su oyente. No puedo negar que su lenguaje gozaba de riqueza y su pensamiento de calidez y colorido, lo cual me fascinaba tanto como me asombraba. Sólo cuando había llegado casi al fin uno comenzaba a preguntarse qué era aquello que había aportado tanta calidez y si la idea que acabábamos de escuchar era consecuencia legítima de la elaboración de las propuestas previas. Pero yo no me encontraba de humor para escuchar al extraño ni para analizar lo que decía. Consideraba mi situación demasiado embarazosa, con una vergüenza que no se vio aliviada al percibir que ninguna de las dos damiselas musitó una palabra en contra de mi proposición de marcharme. La más mínima solicitud de su parte hubiera bastado para reconciliarme con mi momentáneo oscurecimiento pero, ¡no! Permitieron que me levantara y declarara mi propósito sin hacer gesto alguno. Una fría cortesía de su parte y una educada reverencia del coronel Nelson fueron todo reconocimiento a mi despedida; Squire Owens me acompañó hasta la puerta y permaneció conmigo hasta que el caballo estuvo presto. Mientras salía por el portalón, alcanzaba a escuchar la rica voz de Emmeline ascendiendo exultante al son de su piano, y mi imaginación me obsequió con la imagen del coronel Nelson, con ella de un lado y la mansa Susannah del otro, lanzándole esas miradas de soslayo que con tanta frecuencia me había dirigido a mí. «¡ Ah, pérfidas mujerzuelas!», exclamé con la amargura de un corazón pueril; «así que éste es el amor de una mujer».

IV

  Rumiando semejante sinsabor, habría ya recorrido una milla cuando de repente escuché el sonido de voces humanas; mirando hacia arriba, descubrí a tres hombres a caballo justo enfrente de mí. Se encontraban allí apostados y aparentemente aguardaban mi llegada, hablándose entre murmullos. «¡Es él!», dijo uno. «¿Seguro?, preguntó otro. Un silbido casi en pleno oído me hizo volver la cabeza y, al hacerlo, mi caballo fue agarrado por la brida y yo recibí un severo garrotazo por encima de los oídos, lo que me derribó, casi inconsciente, hasta caer al suelo. En un instante, dos robustos tipos se arrojaron sobre mí, ocupados en la encomiable tarea de atarme de pies y manos. Malherido, adolorido y completamente confundido por la sorpresa, no estaba preparado para soportar esta humillación con paciencia. Luchando de manera varonil, por un momento conseguí desembarazarme de ambos agresores. Pero otro garrotazo, que dio a parar en mis sienes, aplicado sin moderación ni contemplación alguna, me dejó sin sentido. Cuando me recuperé, me encontré en un carro, maniatado y con la cabeza vendada con un pañuelo rojo de algodón, y con el pecho y los brazos cubiertos de sangre. Sentado a mi lado en el carro había un robusto individuo, mientras que otro conducía, y a ambos lados del vehículo había sendos hombres a caballo, bien armados con una escopeta de dos cañones.

– ¿Qué significa todo esto? -pregunté-. ¿Por qué estoy aquí? ¿A qué se debe esta agresión? ¿Qué pretenden hacer conmigo? –
– Déjate de bullangueras -dijo uno- No queremos hacerte daño, sólo ponerte a salvo. Tuvimos que darte un golpecito en la cabeza por tu propio bien.
– ¡Claro! ¿Cómo no? -exclamé resintiéndome de aquel fatídico golpe en la cabeza, que a cada segundo dolía más-, pero, ¿me dirían qué objeto tiene todo esto y en qué sentido mi propio bien requería que me rompieran la cabeza? –
– Podrías haber salió peor parao, por allá encubrió -respondió el portavoz-, pero nosotros conocíamos tu sitiación y te despachemos rápidamente. Pero cállate ahora…
– ¿Qué significa eso? ¿Cuál es mi situación? –
– Que lo sabemos todo, hombre. Pero cállate ya, o tendremos que darte del pellejo.

Esto decía sosteniendo en alto una enorme fusta. Ya tenía pruebas suficientes de la falta de escrúpulos de mis compañeros de viaje como para osar provocarles más, así que, con silencioso recelo, volví la cabeza hacia el otro lado del vehículo. Ese vistazo me reveló la verdadera historia de mi desgracia y me proporcionó amplia respuesta a todo este misterio. Quién hubiera pensado que me encontraría ahí mismo nada menos que al tipo a quien había perseguido el día antes. La verdad se hizo evidente. Me habían capturado pensando haber encontrado al demente que se escapó de Hamilton. Por eso me habían dado «un golpecito en la cabeza por mi propio bien». Al despertar en mí tal conjetura no pude evitar la risa, especialmente al contemplar el todavía dubitativo y aprensivo rostro del hombre que se encontraba a mi lado. Mi risa produjo un efecto muy molesto entre todos los implicados. Era una señal más temible de lo que hubiera sido mi ira. El tipo a quien había amedrentado se alejó un poco más del carro y el hombre que había actuado de portavoz y que parecía llevar la iniciativa en el asunto, dio un golpe con el látigo.

– No te deslices, amigo -dijo él-, o tendré que atizarte otra vez. Nada de bullangueras.
– Me han tomado por un loco, ¿no es eso? -dije yo.
– Tú sabrás lo que eres. A la vista está.
– ¿Y es este tonto quien se lo ha hecho creer?
– ¡Saber! –
– Cometen un gran error.
– ¡No me digas!
– ¡Es cierto! Llévenme a C. y se lo demostraré, por la palabra del general Cocke, o de Squire Humphries, o de cualquier otro tipo de la ciudad.
– No, no, amigo mío. De ésta no te sales. No hay duda que eres el hombre que busquemos. Respondes a la decrición, y Jake Sturgis, aquí presente, ha presentao renuncia de que le siguiste ayer, loco de atar, durante una hora por el sol. No necesitamos más pruebas.
– ¿Y dónde pretenden llevarme? -inquirí con toda la serenidad de la que pude hacer acopio. –
– Pos te meteremos en una jaula que hay por aquí al lao, y cuando el sheriff venga te llevará a tu vieja morá en la cárcel de Hamilton, donde seguro que tatarán más corto esta vez. Hemos llamado al sheriff y su «ven y cógenos si te atreves» y calculo que llegarán pa la puesta el sol.

V

  Esto sí que era una «sitiación». Ardiente de indignación, pude no obstante dominarme lo suficiente para ver que cualquier ebullición de rabia por mi parte sólo confirmaría sus impresiones sobre mi locura. En consecuencia, dije muy poco, y lo poco que dije se limitó a un intento de explicar la persecución del día anterior, en la cual Jake Sturgis había basado aquella infeliz «renuncia». Pero como no era capaz de hacerlo sin echarme a reír, incurrí en el peligro del azote. Mi risa no presagiaba nada bueno: Jake se apartó otra vez hacia la cuneta, el hombre sentado a mi lado aprestó su porra y la potente fusta del cabecilla del grupo se levantó en amenazante gesto. Obviamente, no había lugar para la risa, y ésta cesó de manera natural en lo que a mí respecta al percibir la «jaula» donde me habrían de encerrar. Este tipo de instalación es bien conocida en las partes menos civilizadas del país. Es un lugar donde se acostumbra a poner gente a buen recaudo en ausencia de cárceles y de los oficiales competentes. Se les conoce técnicamente como «toriles» y están hechas de enormes troncos que se cruzan formando un ángulo recto, dando lugar a una cabina hueca; los troncos son demasiado pesados para moverlos y la estructura demasiado alta para escalarla, sobre todo si el prisionero tuviera la mala fortuna de estar, como yo, considerablemente atado de pies y manos. Me resistí terriblemente a entrar en este lugar. Supliqué con todas mis fuerzas y me revolví con furia, pero fui arrojado dentro sin ningún remordimiento; y en la más absoluta desesperación y vejación, allí yacía, cara al suelo, medio enterrado entre las hojas, llorando, lamento confesar, amargas lágrimas de impotencia y de vergüenza.

Mientras tanto, la noticia de mi captura se esparció por todo el lugar; no mi captura en sí, sino la del famoso loco, Archy Dargan, que se había escapado de la cárcel de Hamilton. Era un acontecimiento, así que empezaron a llegar visitantes. Mis captores, que vigilaban al exterior del cubil, estaban bien ocupados respondiendo preguntas. Hombres, mujeres y niños, campesinos y señores, y finalmente, damas y damiselas, se acumularon alrededor de mí; tal muchedumbre de ojos que atravesaban las grietas de mi mazmorra de troncos para ver al extraño monstruo que les amenazaba, ahora desarmado de sus terrores, era, en palabras de uno de mis guardianes, «algo muy ponderoso». Pero no era ésta la cuestión que más me irritaba. Los troncos estaban lo suficientemente separados entre sí para permitirme ver y ser visto, así que me acurruqué y enterré la cara más todavía que antes, si es que era posible, para encubrir mi deshonrado rostro de su curioso escrutinio. Esta conducta ofendió profundamente a algunos de los visitantes.

– No le veo la cara – dijo uno.
– ¡Atízale con un palo largo!

Con lo que comencé a exponerme a ser tratado como un oso huraño que rehúsa bailar para su guardián, ya que uno de los míos parecía de mil amores dispuesto a gratificar al espectador, y ya había empezado a afilar el extremo de una porra de diez pies de largo con el propósito de estimularme a mostrar una mayor sociabilidad, pero uno de sus compañeros le impidió llevar a efecto tan generoso designio.

– Déjate, Bosh; que si un día se vuelve a escapar, te viene a ponerte su marca. –
– Pos ties razón -fue la respuesta del otro mientras quitaba de en medio el palo.

Entretanto la gente iba y venía, y cada visitante que partía mandaba a otros. Debí pasar un par de horas en esta humillante situación, encadenado como bestia dentro de una osera, con cincuenta ojos codiciosos y hasta insaciables sobre mí. De entre ellos, una cuarta parte eran del tierno sexo; algunas de ellas se compadecían de mí, otras reían y todas se congratulaban de que me encontrara bien amarrado, incapaz de causar mayores estragos. De sus comentarios, no fue precisamente agradable constatar que estaban unánimemente de acuerdo en el hecho de que yo era una criatura de aspecto terrorífico. Vieran o no vieran mi cara, todas descubrieron que yo las miraba atemorizado, y escuché a una o dos de ellas preguntar en voz baja: -¿Has visto cómo tiene los dientes de afilados?». De lo que no hay duda es de que durante todo aquel trance no cesaron de rechinar con suma rabia.

VI

La última humillación y la peor todavía estaba por llegar; la misma que me hizo contrariarme con toda naturaleza humana y femenina durante una buena temporada. Consciente de un bullicio inusual en el exterior, me sorprendió percibir el sonido de una voz que me había sido placenteramente familiar un día. Era la de una mujer, un sonido claro, suave y transparente que hasta ese momento todavía no había asociado con nada sino con la más perfecta de todas las melodías de procedencia mortal. Y súbitamente toda armonía quedó arruinada, cual «dulces campanas discordantes». La voz era la de Emmeline. «¡Santo cielo! -exclamé para mis adentros-, ¿es esto posible?». Y al momento siguiente, escuché la de Susannah, la mansa Susannah; ella también se contaba entre los curiosos prestos a examinar las facciones del perturbado Archy Dargan.

– Madre mía -dijo Emmeline-. ¿Está ahí dentro?
– ¡Qué lugar más horrendo! -dijo Susannah. –
– Es el lugar más adecuado para una criatura tan horrenda -respondió Emmeline.
– ¿Seguro que no puede salir, padre?-dijo Susannah-. ¿No tienen los locos una fuerza inusual? –
– No te asustes en vano, Susannah, antes de haber echado un vistazo -gritó Emmeline-. Confieso que temo mirar. Tenga a bien, coronel Nelson, echar un vistazo y ver sí no hay peligro. Así que ahí estaba el confundido coronel Nelson, dirigiendo los ojos hacia mi persona y asegurando a sus nobles acompañantes, mi Emmeline y mi Susannah, que no había peligro de ningún tipo, que yo me encontraba a todas luces en un acceso de apatía.
– El paroxismo ha terminado por el momento, señoritas; y aunque se mostrara violento, le resultaría imposible salir. Parece bastante inofensivo ahora, pueden mirarle sin peligro. –
– Sí, está muy calmao ahora, señoritas – dijo uno de mis guardianes -, pero no lo estaría si no fuera por este látigo. Pretendió armarme bullangueras más de una vez, pero lo aticé contra el suelo para amenazarle. Me creo que se ha acostumbrao a él. Se puede predecir fácilmente la llegá del ataque, porque tiene un arrebato de risas espantosas.
– ¡Ja, ja! Se ríe, ¿eh? ¡Ja, ja! -tal fue la interrupción, bastante brusca, del coronel Nelson.

Si mi risa produjo tal efecto sobre mi guardián, la suya tuvo un efecto turbador sobre mí; pero la instintiva convicción de que Emmeline y Susannah tenían los ojos fijados en mí me incitó, con cierta fascinación, a alzar la cabeza y buscarlas. Pude ver sus ojos con mucha claridad. ¡Insignes traiciones! Las distinguía perfectamente junto a los del coronel Nelson, ya que los tres se encontraban en estrecha propincuidad.

– ¡Qué criatura más temible! – dijo Susannah.
– ¡Temible! -dijo Emmeline-, no veo nada de temible en él. Al contrario, parece bastante manso. Te lo aseguro, si esto es un loco, no entiendo por qué la gente les tiene miedo. –
– Pobre hombre, está cubierto de sangre – dijo Susannah. –
– Tuvimos que golpearle, señorita, un poquito en la cabeza, para reducirle. Ahora parece manso e inocente, pero tendrían que verle cuando está a punto de estallar. Basta con escuchar su risa.

No pude resistir la tentación. El último comentario de mi guardián cayó en mis oídos como si fuera una sugerencia, así que alzando súbitamente la cabeza lancé una encolerizada mirada hacia mis espectadores y les obsequié con una risotada tan terrible como fui capaz de proferir.

– ¡Ah! – fue el chillido de Susannah al recular sobresaltada.

Antes de que el sonido cesara totalmente, fue secundado desde el exterior, con un estilo más temible y natural, por parte de los experimentados pulmones del coronel Nelson. Sus alaridos sucedieron a los míos y hasta a mí me turbaron.

– ¡Qué! – gritó introduciendo los dedos a través de la grieta -, sal de ahí, sal… ¡Vamos a medir fuerzas! ¡Sacadlo, sacadlo! Estoy preparado, pecho contra pecho, hombre contra hombre, dientes y uñas, hasta el final, hasta el final. Te puedes reír, pero ¡ja, ja, ja! ¿Qué me dices a eso? No digas nada, no digas nada y quedarás como un perfecto cobarde. ¡Ja, ja, ja!

Esto causó una gran sensación en el exterior. Pude ver que Emmeline se apartó del lado de su acompañante. Éste se había entregado a un extraño comportamiento, había comenzado a forcejear con los troncos de mi mazmorra y había exhibido un grado insólito de rabia que, cuando menos, había tomado a todo el mundo por sorpresa. Mi guardián principal fue el primero que habló.

– No tenga miedo, señor. No hay peligro, no puede salir.
– Pero les digo que le saquen, sáquenle. Mírenle, señoritas, mírenle. Van a ver lo que es un loco, van a ver cómo le despacho. Escúchame, amigo, sácale de una vez por todas. Dame tu látigo, yo sé muy bien tratar a este género. Verán como le sacudo. Le voy a dar una paliza… Lucharé con él y reiré con él también. ¡Cómo nos vamos a reír! ¡Ja, ja, ja!

Su horrible risa – porque era horrible – quedó interrumpida por un incidente inesperado. Fue echado abajo tan súbitamente como yo lo había sido, con un golpe por detrás, para sorpresa de todos los asistentes. El asaltante no era sino el sheriff de la cárcel de Hamilton, que acababa de llegar y había detectado al fugitivo, Archy Dargan, el lunático más astuto que haya, como me aseguró más tarde, en la persona del apuesto coronel Nelson.

– Reconocí al bribón por su risa; la oí a media milla de distancia – dijo el sheriff al plantarse frente al postrado individuo y proceder a arrestarle como es debido, de lo cual se derivó una lógica concatenación de sucesos.
– ¿A quién tengo entonces aquí? – fue la sapiente inquisición de mi captor, el mismo tipo cuyo látigo había ejercido una influencia tan potente sobre mi imaginación.
– ¿Quién? ¿Tienen a alguien ahí? – preguntó el sheriff.
-¡Digo yo! Atrapemos un tipo que Jake renunció diciendo que era el loco. –
-Sáquenle de ahí, pues, y pídanle perdón. Yo me haré cargo de Archy Dargan.

Mi aparición ante las atónitas damiselas no fue gratificante para ninguno de nosotros. Yo me encontraba lleno de barro y sangre, y ellas de confusión.

– ¡Oh, señor, quién hubiera dicho que se trataba de usted, mire cómo le han dejado!

Tal fue la observación de Emmeline cuando se recuperó. La de Susannah no fue menos previsible.

– Lo lamento tanto, señor…
– Ahórrense sus condolencias, señoras – mascullé de mala manera a la par que montaba sobre mi caballo-. Les deseo un muy placentero día.
– ¡Ja, ja, ja! -exclamó el lunático, revolviéndose en sus ataduras -. ¡Un muy placentero día!

Las damiselas salieron despedidas en una dirección, con la misma rapidez que yo en la opuesta. Desde ese día, estimado lector, nunca me he vuelto a permitir atemorizar a un necio ni enamorarme de un par de gemelas; y si algún día llegara a casarme, se lo aseguro, la afortunada no será ni una Susannah, ni una Emmeline.

 

® WILLIAM GILMORE S I M M S

Traducción del inglés: Jaime Bonet © 2003

Traducción del inglés: Jaime Bonet © 2003

Poeta, novelista e historiador