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El desarrollo de las nuevas tecnologías de la comunicación a finales del siglo XX y principios del XXI han introducido a la humanidad en una nueva civilización que acarrea innumerables consecuencias. Sin duda, una de las más inmediatas hace relación al libro y a la literatura. Dominados progresivamente por la galaxia Gutenberg desde finales del siglo XV, los discursos se transmiten cada vez más como textos escritos en libros de papel y sus especímenes lúdicos, estéticos, de valor en sí por cualquier motivo, cesan de llamarse poesía para llamarse en los siglos XIX y XX solamente literatura (de litterae: cosas escritas).

La posibilidad de sustituir la escritura y la lectura del libro en papel por textos digitales (y las ventajas que entraña) ha disparado todas las alarmas al modo como a Platón se le dispararon al contemplar que se producía la sustitución de la transmisión oral de la cultura por la transmisión escrita. La verdad es que todo tiene sus ventajas y sus inconvenientes y que predigo que esto no matará aquello, contradiciendo la aseveración que hace Froldo en Nuestra Señora de París a propósito de la imprenta.

La literatura es ya un fenómeno en que la comunicación escrita, sin retorno, que reclama acogida pero no posibilita controversia, forma parte de su naturaleza y su interés. La comunicación cibernética, interactiva y que rompe la linealidad, saltando de icono en icono, es un nuevo modo de comunicar que llega a la competencia con la lectura literaria como antes había llegado la radio, el cine, el vídeo y la televisión, pero no va a sustituirla. En cuanto al cambio de la lectura literaria en soporte electrónico en vez de en soporte de papel, tiene, a mi juicio, un alcance bastante limitado. Lo cual no obsta para ponderar la importancia permanente de la bibliofilia en todas sus manifestaciones.

De todos modos, las airadas reacciones que se han producido por doquier frente a la irrupción abusiva del nuevo fenómeno deben ser bienvenidas en cuanto vacunan contra los virus de la superficialidad como suprema enfermedad de nuestra cultura contemporánea. El precioso librito (que se lee de un tirón) de Antonio Barnés es una de esas saludables reacciones.

En un capitulito por cada letra del alfabeto vamos encontrando invocaciones a múltiples palabras sabias que se han dicho o se pueden emplear en defensa del libro. A veces, va del brazo del gran estudioso del libro que es Manguel, lo cual es una auténtica garantía. Como garantía de buen sentido son las menciones de Los eruditos a la violeta de Cadalso, El alma romana de Pierre Grimal o La idea de Europa de Georg Steiner. Solamente me inquieta que se esgrima El defensor de Salinas, donde el buen don Pedro pronostica las desgracias que acarreará a la cultura la irrupción del telegrama, gran oponente del arte epistolar. Sin comentarios.

La obra empieza invocando a Alonso Quijano: «podía disponer de libros a su placer, y quedar fascinado, hasta el punto de introducirse en ellos; sobre todo en sus favoritos: las novelas de caballerías, Amadís de Gaula, Felixmarte de Hircania, Tirante el Blanco se convirtieron en sus compañeros… y la magia de los libros transformó en verdadero cualquier relato escrito, sea cual fuera su género o sus protagonistas: Alejandro Magno, el gigante Briareo, Julio César, el caballero Lanzarote o la reina Ginebra. Todos los personajes bailaban, confraternales, la misma danza…».

Un elogio a la imaginación en los comienzos que discurre luego por diversos meandros de la corriente de nuestra tradición cultural occidental grecolatina. Es un libro de advertencias contra todo lo que suponga o pueda suponer menos amor a la palabra («una palabra vale más que mil imágenes»). Es una ocasión para compartir numerosas consideraciones estimulantes y apasionadas de un humanista al que sin duda le asisten muchas razones, aunque, en algún caso, pueda no tener razón.

Leamos el epílogo:

No vayamos a hacernos misólogos —dijo él— como los que se hacen misántropos. Porque no se puede padecer mayor mal que el de odiar los razonamientos. Y la misología se origina del mismo modo que la misantropía. Pues la misantropía se infunde al haber confiado en algo a fondo sin entendimiento, y al considerar que una persona es enteramente auténtica, sana y de fiar, y descubrir algo más tarde que esta es malvada y engañosa, y de nuevo con otra, y cuando esto le ha pasado a uno muchas veces y especialmente con los que uno podía creer más íntimos y más familiares, chocando a menudo, al final acabas por odiar a todos y piensa que nada de nadie es sano en absoluto. (Platón, Fedón).

Del odio a los razonamientos al odio a las palabras, hay solo un paso. Y odiar las palabras es odiar los libros. Frente al misólogo se alza la figura del filólogo: el que ama las palabras. Por eso los filólogos alejandrinos crearon las bibliotecas; por eso monjes medievales copiaron libros; de aquí que Petrarca y la pléyade humanista por él inaugurada buscaran y editaran manu-scritos (escritos a mano) antiguos. Quienes se burlan, quienes desprecian los libros son nuevos misólogos. Se fían más de los gestos que de las palabras, porque con frecuencia las palabras son mentirosas. Pero más que las palabras, mienten quienes las manipulan. Hay que distinguir el grano de la paja. Y para este discernimiento es imprescindible el pensamiento, la lectura y los libros: los libros de papel.

El ensayo está compuesto de cien páginas más como esta. Bastará el ejemplo, sin duda, para animarnos a la lectura de lo demás.


Antonio Barnés VázquezElogio del libro de papel. Rialp, Madrid, 2014, 102 págs., 10 euros.

Especialista en Análisis del Discurso, ha sido catedrático de Gramática General y Crítica Literaria de la Universidad de Sevilla y profesor de investigación del Instituto de la Lengua Española (Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Madrid). Director de «Revista de Literatura» (CSIC) y editor-director de «Nueva Revista» (UNIR). Académico correspondiente de la Academia Argentina de Letras, Academia Chilena de la Lengua y Academia Nacional de Letras del Uruguay. Premio Internacional Menéndez Pelayo.