Tiempo de lectura: 6 min.

La hija del aire, escrita en 1647, se inscribe en las clasificaciones canónicas de la obra de Calderón entre las comedias mitológicas. Diluida en este grupo, podría caracterizarse por el desenfado de comedias como La fiera, el rayo y la piedra, Fortunas de Andrómeda y Perseo, Celos aun del aire matan, Eco y Narciso, etc., cuando Calderón experimentaba los diseños escenográficos de Lotti y Bianco con argumentos mitológicos; un teatro estudiado en su vertiente filológica, que no siempre valora el concepto de teatralidad, donde se inscribe cualquier obra escrita para ser representada. Orillada entre las mitológicas, durante muchos años no se ha considerado a La hija del aire como una obra importante, en la que Calderón despliega sus cualidades de profundo humanista y pensador, y su posición cívica frente a los excesos de un poder real, bajo el que ciertamente se amparaba, aunque sin compartir métodos, procedimientos, intromisiones de validos o dejaciones de monarcas. Como en otras obras, Calderón en esta reflexiona sobre el poder, las incertidumbres de la existencia humana, la libertad y esa problemática tan querida, la oposición entre el ámbito privado y el público, entre la actuación al dictado de deseos y pasiones, frente al obrar consecuentemente con el cumplimiento de los deberes del cargo u oficio. Además, en La hija del aire el barroquismo especular adquiere una dimensión virtuosista que, en ocasiones y más para el espectador de hoy, puede dispersar la acción principal.

La suerte de este drama resulta desigual en la historia de la escenificación. Se representó para la corte ante Felipe IV los días 13 y 16 de noviembre de 1653 en el Casón del Buen Retiro, dándose cada día una parte, por la compañía de Adriano López; en 1684 se ofrece la segunda representación de la que existe constancia documental, también en dos jornadas por la compañía de Manuel Mosquera. En el siglo XVIII se escenifica al menos en cuarenta ocasiones por diversas compañías, sobre todo en los teatros de la Cruz y Príncipe de Madrid, según recoge René Andioc en Cartelera teatral madrileña del siglo XVIII. No corre igual suerte en el siglo xixen España. No existe documentación de representación alguna y Menéndez Pelayo la descalifica con frase conclusiva: «un verdadero monstruo dramático». Solo Echegaray, próximo al siglo XX (1896), se atreve a reelaborar a su antojo la segunda parte para abundar en el juego de las transformaciones de Semíramis en Ninias y viceversa.

La suerte de este drama resulta desigual en la historia de la escenificación

Frente al decimonónico desdén español, Alemania acoge La hija del aire con entusiasmo: Goethe la valora como un texto de primer orden; en 1825 se estrena en Berlín una refundición en cinco actos de la obra de Calderón por Ernst Raupach; Karl Leberecht Immermann la estrena en Düsseldorf en 1838, con un resumen de la parte primera y la escenificación de la segunda; y en 1875 la traducción de las dos partes de Gisbert Freiherr von Vincke se ve en los teatros alemanes. En el siglo XX, según refiere Pedraza en Semíramis, un mito en el teatro (2004), se escenifica una adaptación de la primera parte de La hija del aire a cargo de Bernt von Heisler en 1948; se representa en su totalidad en 1958 en el Nationaltheater de Mannheim; y en 1992, Hans Günter Heyme estrena en la Schauspielhaus de Essen la versión reducida, condensada y focalizada en la segunda parte de Hans Magnus Enzensberger, texto adaptado que servirá de pauta a Jorge Lavelli en 2004, cuando remonta esta obra en el Teatro San Martín de Buenos Aires, con actores argentinos y Blanca Portillo (en ese mismo año pudo verse en el Teatro Español de Madrid). Remontan la versión de Ensensberger el Statstheater de Maguncia (2000) y Frank Castorf en el Burgtheater de Viena, filtrada por su peculiar imaginario, consiguiendo mantenerse en repertorio y con gran éxito durante toda la temporada.

De vuelta a España las sombras del XIX se ciernen sobre el siglo XX, en escenificaciones y manuales (algunos de referencia ni la citan). Despierta interés entre Alberti y Bergamín en torno a 1927, y Valbuena Prat en 1941 y Valbuena Briones la pondrán en valor. En el ámbito inglés suscita el interés de Alexander Parker («obra maestra de Calderón»), es estudiada a fondo por Gwynne Edwards y en ese ámbito universitario por Ruiz Ramón, que llamará la atención sobre esta pieza en el tricentenario de la muerte de Calderón (1981), celebrado con entusiasmo en España. Publica una edición crítica en 1996.

De vuelta a España las sombras del XIX se ciernen sobre el siglo XX

Ruiz Ramón incitó a la representación de La hija del aire al Centro Dramático Nacional: estrenada en Sevilla durante 1981, fue repuesta en el María Guerrero de Madrid. La puesta en escena la firmó Lluís Pasqual con escenografía de Fabià Puigserver, protagonizada por Ana Belén y Carlos Lemos al frente de un extenso reparto, con una versión que resumía la primera parte, con hincapié en la ambición de Semíramis, para extenderse en la segunda con la mirada puesta en el ejercicio del poder de la madre y su hijo Ninias, y la eliminación de la última escena, la restitución del poder a Ninias, una vez muerta en batalla su madre, con una versión próxima a la de Enzensberger. La siguiente versión que se ve en España (2004), corresponde a Jorge Lavelli, que se centraba más en el juego barroco de parecidos entre Semíramis y Ninias y las diferentes fluctuaciones de poder en el reino, el decurso de escenas galantes y la guerra entre Siria y Libia, con la muerte de Semíramis. Un montaje bien concebido, que servía para lucimiento (y reconocimiento) de Blanca Portillo, que realizaba una excelente interpretación.

Ya en la segunda década del siglo XXI, la Compañía Nacional de Teatro de México (CNT) acogió con entusiasmo la propuesta que realizó el director de escena, Ignacio García, para estrenar este título de Calderón sin escatimar actores de contrastada valía para conformar el elenco. Como en otros trabajos con Ignacio García, después de leer y releer el texto, le pregunté qué quería contar en la escenificación (el llamado núcleo de convicción dramática); me habló del abuso del poder de los gobernantes, cuando supeditan el bien común a la ambición personal. Este tema se encuentra en La hija del aire, pero junto a él hay otros motivos (elemento menor que configura otro tema, ajeno y relacionado a un tiempo con el principal, aunque de menor importancia que este, al decir de Cesare Segre —los mal llamados temas secundarios—) que no se podían perder, como el libre albedrío en relación a cuestiones existenciales, la preminencia de ambiciones privadas sobre el interés general como manifestación de egoísmo y reduccionismo vital, el pueblo como víctima por los desmanes del poder, el barroquismo especular de Calderón, etc. Los casi siete mil versos de este drama, donde el dramaturgo incluye subtramas relacionadas, dan para desarrollar estos y otros temas, además de jugar con el travestimento actoral; es decir, con el virtuosismo del intérprete para incorporar a dos personajes (madre e hijo de los que Calderón dice que tienen un parecido de «un huevo a otro huevo» y con los que el dramaturgo desarrolla al máximo ese juego de espejos), que encarnan dos maneras contrapuestas de ejercer el poder.

El trabajo de intervención del texto para priorizar tema y motivos, reducir escenas, simplificar referencias geográficas, mitológicas o conceptuales, disminuir la duración de la obra, siempre con la intención de que el lenguaje de Calderón no perdiera pujanza, cuestión que ha resultado ardua. Las versiones entre el director y el dramaturgista han sido bastantes, más de las habituales, para dar forma a un texto que necesita de su reducción y clarificación para el espectador de hoy. No puedo dejar de mencionar en este comentario, la profesionalidad, interés y sensibilidad del elenco de actores que en los primeros trabajos de mesa y luego durante el tiempo de reposo entre estos y los primeros ensayos nos hicieron llegar sugerencias y propuestas para incorporar a la versión definitiva.

Siempre con la intención de que el lenguaje de Calderón no perdiera pujanza, cuestión que ha resultado ardua

No hay espacio para detallar el trabajo, pero sí quería indicar algunos de los objetivos dramaturgísticos: respetar al máximo la parte primera del texto original, sin cuya información la obra, en mi opinión, se queda coja (en esta versión ocupa algo más de un tercio aproximadamente), porque sin la información de la parte primera La hija del aire se reduce a un juego que carece de los antecedentes para la compresión de la totalidad de la propuesta calderoniana; modificar estructuras del drama más que lenguaje, como modo de acercar el dinamismo de la acción dramática al espectador; convertir los largos parlamentos explicativos en ágiles diálogos para no detener el progreso, ni disminuir la tensión dramática; prolongar o anticipar la presencia de personajes de la primera en la segunda parte y viceversa en aras a lograr mayor unidad; recuperar ese halo oracular que entronca La hija del aire con otros textos de Calderón, como La vida es sueño; rescatar algunos textos referenciales que Virués escribió en La gran Semíramis en torno a 1580; destacar el albedrío ¿libre o esclavo? como Calderón le hace preguntarse a Semíramis; marcar diferentes formas de poder ejercidas de espaldas al pueblo, por la reina, el hijo y Menón, esposo de Semíramis y padre de Ninias, cuestión esta que evita un maniqueísmo, ausente en Calderón pero sí en otras versiones, que enfrenta la maldad de la madre a la bondad del hijo; resolver con direccionalidad hacia los espectadores algunos monólogos de Semíramis, Chato o Lisías, en un intento distanciador y de ruptura con la empatía, para proponer una reflexión al público; redimensionar al gracioso Chato, para que ejerza de alter ego de sus señores, como sugiere el propio dramaturgo, al Soldado que siempre es en Calderón el impulsor de la rebelión y la víctima de la misma, y a Friso y Flora que muestran su extrañeza con cuanto ocurre en la corte mientras Ninias reina; acentuar las dudas existenciales que acongojan a Semíramis o Arsidas/Lidoro; concentrar y resumir las escenas amorosas para que expliquen y distiendan, sin distraer; abrir un portillo a la esperanza con un final que no revelo, pero que contiene la penúltima escena de Calderón y última nuestra; gozar con esas magnas formas estróficas de Calderón (octavas reales, silvas soneto) y con las bellas figuras retóricas que amplían con su coloración el significado de las palabras.

Profesor de Dramaturgia y Ciencias Teatrales, crítico de teatro y dramaturgo.