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Aun después de recibir los premios Luis Cernuda y Miguel Hernández, de doctorarse con una interesante tesis sobre Friedrich Schlegel y de traducir con primor a Novalis (Canciones espirituales, Renacimiento, 2005) , Alejandro Martín (Sevilla, 1978) sigue siendo para muchos un desconocido al que merece la pena prestar atención.

Conocí a la persona y al poeta en 2002, cuando vivía entre su ciudad natal y Viena: sencillez, finura de criterio, hondura sin gravedades innecesarias y humildad sin poses solemnes son virtudes que ha sabido extender a sus poemas. Su primer libro, Vasos de barro (Compás, 2002) , ponía los cimientos de una poética experiencial, hecha de concreción y visualidad que tenía un desenlace reflexivo, en una secuencia natural y en la que cabe reconocer al filósofo que Martín lleva dentro: siempre en busca de una suerte de anagnórisis, de un súbito encuentro con el arquetipo realizado, la experiencia poética estaría a la vuelta de la esquina de nuestros paisajes cotidianos, y «en un momento así / todo es tan claro como un silogismo: / son eternas las cosas, la vida es permanente».

Su segundo libro de versos, Aquel lugar (próximo a aparecer en Hiperión), sugiere un paso adelante dentro de esta línea: un reiterado canto al paraíso de la infancia, un esbozo de intimismo y una caracterización de la existencia como misterio, todo en un verso natural, en una música ajena a todo enfatismo, donde la frase convive con una medida fluctuante, siempre entre el heptasílabo, el endecasílabo y el alejandrino blancos. Es decir, una suerte de «romanticismo sereno», sin estridencias, cada vez más amigo del poema largo y discursivo (pese a que en esta muestra se incluye un poema estrófico y breve), que delata al traductor que hay en Martín y que aparece emparentado con poetas como Eloy Sánchez Rosillo, José Mateos o José Julio Cabanillas, con los que no cabe deslindar la deuda de la afinidad. Más allá del oficio, Alejandro Martín ofrece una poesía que constituye un modo de mirar el mundo: el de alguien que no vive para cantar sino que canta para vivir.

-o« GABRIEL INSAUSTI

Palabras previas

Cuando escribí mi primer libro, Vasos de barro, andaba yo acabando mis estudios en la universidad. Apenas uno o dos años antes había conocido a un grupo de amigos con quienes pronto compartí , además de las cervezas del Picalagartos y los pubs irlandeses de Sevilla, la afición por leer y escribir poesía. Con ellos, me unían —y me unen aún hoy— esas pocas pero indispensables cosas, esa mezcla festiva de cerveza, noche, conversación y sentido de la poesía como algo que tiene fundamentalmente que ver con la verdad, con el compartir esa verdad y con el goce —celebrativo o elegíaco— del mundo. Mis lecturas por aquellos entonces se resumían en los poetas llamados de la experiencia, junto con otros que escribían también bajo la bandera del verso claro e inteligible. Mi primera lectura de poesía contemporánea fue La plata de los días, de Vicente Gallego, después vinieron Benítez Reyes, Mesanza, D’Ors, Rafael Adolfo Téllez, Sánchez Rosillo y, por supuesto, Fernando Ortiz y José Julio Cabanillas, a quienes además de maestros llamo amigos. 

Cuando aún no se había publicado ese libro, empecé a escribir mi segundo poemario, Aquel lugar. Entretanto han pasado seis años, en los que he ido añadiendo lecturas que me han llevado por otros derroteros, sin perder nunca la certeza de que el poema debe ser, de una u otra manera, inteligible.

Decía Schiller que hay dos tipos de poesía: la ingenua y la sentimental. La primera es la del poeta sumergido en el mundo, en el todo; es un poeta celebrativo, que canta sin sentir pérdida ni lejanía alguna. Los griegos eran poetas ingenuos. Los poetas sentimentales, que comienzan a aparecer con la modernidad, cantan la experiencia de la ruptura, de la nostalgia, del no estar donde se debería.

Me siento, sin duda, identificado con estos últimos, es decir, soy un poeta que escribe desde la experiencia de la pérdida. Se canta lo que se pierde, o lo que jamás se ha tenido, y eso que se canta quisiéramos guardarlo en aquel lugar al que no somos capaces de poner nombre. A veces pensamos que es la infancia, otras lo vislumbramos en el fracaso del amor perdido, o en la alegría frágil del amor presente. Si algo tienen en común todos los poemas que he escrito, es ese saberse escorias, restos de algo innombrable y sagrado que pretenden rememorar. Por eso la poesía elegíaca no es necesariamente pesimista o nihilista, sino que puede convertirse en cántico, en forma de describir la relación del hombre con lo divino. Por eso la poesía es para mí, ante todo, una liturgia, una forma de piedad.

-o« ALEJANDRO MARTÍN

La pasión según Bach
A Jesús Beades

Se consolaban las mujeres negras
bajo el Árbol, las notas son sus lágrimas:
mira qué lentas caen sobre la tierra.
Un suspiro es el mundo en una nota,
como un cielo que arde y un tiempo que se acaba
en un aliento tibio y cinco heridas.
Todo aquello que busco
es repetir las notas de esa música
entre estos versos que hacen de silencios.
¿Cómo decir la redención del mundo
y su dolor también, su desamparo?
Pero su la menor lo dice todo:
dice los velos negros de las mujeres de Judea,
las lágrimas caídas bajo el Árbol.
Bach dice a Cristo miserable y roto,
hermoso al mismo tiempo
como todos los lirios de Belén
o las olas del mar de Galilea.
Profeta de la Gloria en los sentidos,
yo quisiera decir lo que tú sólo muestras:
esta alegría trepando por las cimas del dolor,
escapando del fango y de la pena.
Que todo el que lo oiga, al menos ese instante,
se levante y camine.

Canto primero
(DEL CANTAR MÁS ANTIGUO)

Una casa pequeña sobre un árbol
robándole a los pájaros su nido.
Nuestro reino duró sólo unos años
en el inmenso mar de los olivos.

Las piedras eran santas, los geranios…
Todo es santo en las manos de dos niños
que corren sobre el polvo del verano
y atraviesan el tiempo en un respiro

Hasta llegar aquí, sin saber cuándo
salieron sin llegar a su destino,
pero siguen cogidos de la mano
y trepan por el árbol del olvido.

En tus ojos está la luz, hermano,
que ya jamás encontraré en los míos.
Son sagrados los ecos de tus cantos,
y tu risa es la fiesta de los vivos.

Noli foras ire

Aunque escuches los cantos más
hermosos
de las aves de marzo, y aunque tiemble
sobre tu piel el brillo de la tarde,
no salgas, corazón, a las tinieblas.
No encontrarás afuera nada tuyo.
Todo es hostil allí. Sólo es mentira
la claridad y la bondad del mundo.
Las veces que saliste te marcaron,
y allí supiste del dolor. No vuelvas
a ese sitio. Recorre silencioso
la senda misteriosa hacia el adentro
y allí, en tu soledad, al fin descubre
la dignidad que el mundo te ha negado.

Doctor en Filología Hispánica. Doctor en Filología Inglesa. Premio Arcipreste de Hita de Poesía, 2000